Lezama en la memoria

Por las noches, después que María Luisa —su esposa— se despedía para dormir, José Lezama Lima llamaba a los amigos para preguntar por la noche habanera. A Lezama le gustaba el sabor nocturno de la ciudad, el buen vino y los tabacos cubanos. Le daban miedo los aviones y cuando lo invitaban a otro país decía que no le era necesario ir a París, pues desde su ventana el mundo resultaba más interesante.

Desde su casa de Trocadero inventó, todo lo que quiso, los mundos que imaginó. Sumergido en su biblioteca, Lezama convertía los objetos que le rodeaban en imágenes poéticas que, unas veces para la prosa y otras para los versos, lo salvaron muchas veces de inútiles incomprensiones.

Comenzó a escribir después de la muerte del padre y por sugerencia de la madre, cuando era apenas un niño. Y creó un universo de símiles y metáforas sin precedente alguno en la lengua española. Tenía cincuenta y seis años cuando su novela Pardiso provocó un escándalo en la cultura cubana. Ese libro divide en dos su carrera. “Si antes Lezama era un autor desconocido, cuya obra —escribió Ciro Bianchi— transcurrió alejada del gran público, protegida por las paredes de su casa y resguardada tras los empleos que desempeñó para vivir, la publicación del texto hizo que su vida íntima se convirtiera en noticia (…). La fama, sin embargo no logró alterarlo. Sencillo e inmodesto, amable y desdeñoso,, Lezama decía: así como soporté la indiferencia con total dignidad, soporto la fama con total indiferencia”.

Su carácter barroco y simbólico molestó a muchos. No, a quienes reconocieron en él un paradigma literario. La memoria prepara su sorpresa, dijo Lezama. Dulce reposo, eficaz alivio como comenzara el poeta fulano de tal, lo sitúan hoy entre los grandes. No conoció esta isla un precedente que siquiera se le acercara y han sido  fallidas todos los intentos que se han hecho para imitarlo.

Organizaba las visitas a su casa por días. Uno para cada amigo porque parecía disfrutar mejor por separado su ansia incontenible por la conversación amistosa. La pelota era su deporte favorito y se le acusó de ostracismo e irreverencia. Pero El curso délfico, uno de sus libros publicados, viene a probar que a Lezama nunca dejó de interesarle el mundo que le rodeaba.
 

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