Cabrera Infante desmembrado

Toca evocar por sus noventa años cumplidos hoy a un ser inmortal.

Guillermo Cabrera. Foto: La Vanguardia.

Guillermo Cabrera. Foto: La Vanguardia.

Nacido el 22 de abril de 1929, en la ciudad de Gibara, que antes perteneciera a Oriente, hoy a Holguín, Guillermo Cabrera Infante se convirtió un día después de haber cumplido sesenta y ocho abriles en el tercer cubano en alcanzar el Premio Miguel de Cervantes. El galardón lo había estado entregando el Ministerio de Cultura de España desde 1976, cosa que sigue sucediendo en honor al natalicio del escritor de quien toma el nombre, y a quien en el acto de recepción el cubano no dudó en llamar: “mi contemporáneo”.

Aunque Cabrera Infante no residía en Cuba para esas fechas, pues desde hacía tres décadas se había instalado en Londres, adonde llegó huyendo de España luego de haberse alejado a la carrera de La Habana. O, la verdad hay que decirla: nunca salió disparado de La Habana por la ciudad en sí misma; intentaba dejar atrás el sistema político que ha regido desde 1959; aunque, en ese intento de escapar de la ideología y las barbas de Fidel, también huía de sí mismo, o sea: de su pasado revolucionario. Por todo eso, de alguna manera, en La Habana, más bien, Guillermo había dejado la cabeza.

La cabeza de Guillermo Cabrera Infante se destornillaba como un bombillo, sacaba sus patas y se iba a dar vueltas, como atraída por el imán del tiempo. Transitaba La Rampa, la calle 23, rodaba hasta la Habana Vieja y quizá cruzaba el túnel para alejarse hasta Guanabo. Y, cuando las patas de su cabeza con pelo azabache y lacio se agotaban, de un salto caía sobre el fantasma del Nash blanco que había sido suyo allá por los cincuenta y con el que tanta fama ganó entre sus amigos. Entonces, los que habían gritado: “¡Una cabeza rodante!”, cambiaban para la exclamación de: “¡Una cabeza al timón!”.

Así pasaba con la cabeza mientras el cuerpo desandaba ciudades inglesas y europeas y norteamericanas construidas con todos los estilos y bajo los mil caprichos humanos. E, incluso desde antes, cuando al cuerpo caribeño le había sido dado la responsabilidad de fungir como cuerpo-agregado cultural de la embajada cubana en Bruselas, a la cabeza se le había visto ya rezagada, lenta y aturdida por la circunstancia: en lugar de planillas e informes consulares, pensaba lo que sería una novela, o libro como ella misma prefirió llamar a ese que pondría por nombre el de un trabalenguas. La escritura alcanzaba niveles demenciales allí, y en sus páginas surgía lo que era oriundo de las manos de ese cuerpo sin cabeza: el juego verbal. Ya lo había dicho la cabeza: la literatura es un vasto territorio para retozar.

Pero, tener la cabeza por un lado y el cuerpo por el otro conlleva un gran problema. Y si a esta anomalía se suma la evidencia advertida por quien fuera su amigo, el poeta Pablo Armando Fernández, aquello de que Guillermo tenía una “mano armada sin cabeza” habría que decir que el también conocido como G. Caín era, además de cabeza y cuerpo, una mano siempre blindada de verbos traicioneros como puñales filosos, como dagas que querían encajarse en La Habana y caían como petardos que estallaban en las manos de algún lector.

Cuando le entregaron el Cervantes a Cabrera Infante ninguno de los jurados comprendió que estaba ensalzando el trabajo de un cuerpo desmembrado. Todo el mundo leía la noticia con anteojos políticos y divisaba la elección como un gesto justiciero de la Academia al escritor que fraguaba su obra fuera de su tierra, al primero de todos los que negaron  lo que habían ayudado a impulsar, al ente mutante de la nueva hornada que había sido censor y censurado, revolucionario y disidente. Dijeron que con los dos cubanos laureados antes había distinguido lo que se llamaba literatura “oficial” (Alejo Carpentier) y literatura hecha en una especie de exilio interior (Dulce María Loynaz). Finalmente le llegaba la hora al exilio duro. Y el exilio era ese hombre llamado Guillermo.

Pero Guillermo Cabrera Infante no estaba totalmente exiliado, ya lo sabemos. Nunca lo estuvo. Expatriado andaba su cuerpo, el pequeño cuerpo indiano de cortas piernas y brazos que se movía decidido por Gloucester Road. La cabeza no, esa vivía a sus anchas en cualquier parte de La Habana, burlando aduanas y policías políticos, evadiendo amigos y enemistades, pasándose clandestino con un tabaco en la boca por cines y bares, cada vez menos parecidos a los cines y bares que dentro de ella misma sobrevivían hermosos, limpios y nuevos.

No hay que ser inglés para ser inmortal. Él mismo lo escribió en un extraño libro que habla solamente de ciudades. Por tanto, toca evocar por sus noventa años cumplidos hoy a un ser inmortal al que otras veces hemos recriminado. A la larga, no hay otra que entenderlo. Cabeza, cuerpo y mano, cada cosa por un lado diferente. Eso era él. Cabrera siempre infantil. Terrible y sediento.

 

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