Cuba: Su identidad latinoamericana y caribeña

En torno al vínculo profundo entre libertad y naturaleza como elementos básicos de la identidad americana de nuestra ínsula.

Cuando José Mª Heredia, en 1823, ingresa en la orden conspirativa de los Soles y Rayos de Bolívar, da un paso simbólico hacia la integración visible de la cultura cubana con el destino del continente hispanoamericano. Ese paso ilumina su palabra, desde “La estrella de Cuba, pasando por la epístola “A Emilia”, la oda al Niágara y “El himno del desterrado”, hasta su canto “A Bolívar”, donde “Ángel de América” es testigo de la obra grandiosa del Libertador, cuyas flaquezas no deja el poeta de deplorar en las estrofas finales, con la grandilocuencia correspondiente. Las propias flaquezas literarias y políticas de Heredia, por otra parte, no confundirían a Martí, quien al definir “lo herédico” precisa: “Olmedo, que cantó a Bolívar mejor que Heredia no es el primer poeta americano. El primer poeta americano es Heredia. Sólo él ha puesto en sus versos la sublimidad, pompa y fuego de su naturaleza. El es volcánico como sus entrañas, y sereno como sus alturas.” Ya veremos  lo que esos símiles significan dentro de la concepción americanista martiana, pero la concepción poética y política de Heredia se ciñe en su momento a un contenido fundamental: la pasión por la libertad, de cuyo maestrazgo Martí da testimonio también en su discurso de 1889, y que el padre Félix Varela había resumido ya en unas líneas de El Habanero:

Los americanos nacen con el amor a la independencia. He aquí una verdad evidente. Aún los que por intereses personales se envilecen con una baja adulación al poder, en un momento de descuido se abren el pecho y se lee: INDEPENDENCIA. ¿Y a qué hombre no le inspira la naturaleza este sentimiento?

Vemos así, desde el principio, la intuición de un vínculo profundo entre libertad y naturaleza como elementos básicos de la idea que el cubano se hace de la originalidad americana. Esos dos elementos, uno telúrico y el otro ético, tendrán su devenir dentro de la historia socioeconómica, política y cultural  de la nacionalidad  insular. Son, desde luego, a la vez que captaciones semifinales de una futuridad, expresiones más o menos románticas de la burguesía  criolla en ascenso. En ese cruce se sitúan, por ejemplo, los consejos que Domingo del Monte ofrece a Heredia para que abandone los temas griegos y latinos y emprenda en el teatro el desarrollo de “asuntos americanos, francamente americanos”. Su americanismo, sin embargo, no iba más allá de lo que él mismo llamara literatura “provincial”, como también sucede con su programático vernaculismo, que propició frutos necesarios en su tiempo y la única gran novela cubana del siglo XIX. Pero la americanidad de Heredia, mucho más radical por el impulso y el tono que por los asuntos, sólo  halló recepción iluminadora en Martí, para quien los dos elementos apuntados __naturaleza y libertad__ adquieren dimensiones que no dependen sólo de su genio, sino también de la perspectiva histórica en que su genio se manifiesta.

Aunque no se ha realizado un estudio sistemático del proceso cultural cubano en sus relaciones con el de otros países de América Latina y del Caribe hispanoparlante, puede afirmarse que han seguido rumbos similares desde el siglo pasado hasta el triunfo de la Revolución cubana. Cuando Martí llega a México en 1875, a Guatemala en 1877, a Venezuela en 1881, a México de nuevo en 1894 y a Santo Domingo por última vez en 1895, el nivel cultural que encuentra en esos países, y su desarrollo literario y artístico, son equivalentes en conjunto a los de Cuba, y ello no sólo por la hermandad de raíces históricas y el común influjo europeo, sino porque la independencia  política lograda mucho antes en la mayoría de los países hispanoamericanos, había dejado casi intactas las estructuras sociales. Tal es precisamente uno de los temas del texto cenital  __”Nuestra América”, 1891__en que Martí hace un balance y la crítica de los resultados político-culturales de la gesta literaria que emancipó a esos países de la metrópoli española. No obstante el enorme atraso de Cuba __donde la primera guerra de liberación se frustra en 1878 y la esclavitud no queda abolida oficialmente hasta 1886__, el traslado de los poderes coloniales a las oligarquías dominantes en las repúblicas de “generales y doctores”, de una parte, y de otra el fenómeno de una resistencia patriótica-cultural cada vez más profunda y compleja en la isla irredenta, mantienen una especie de equilibrio, cuya prueba puede ofrecerse con el arribo simultáneo, e incluso precursor, de Cuba al primer movimiento de liberación cultural hispanoamericano.

Cuando Martí en 1893, con motivo de la muerte de Julián del Casal, se refiere sin nombrarlo al modernismo, escribe: “Es como una familia en América esta generación literaria.” Político genial que nunca deja de serlo, subraya lo que otros después olvidarían: que el modernismo significó un movimiento de integración cultural latinoamericana, al que el propio Martí, sin inscribirse en estrecheces de escuela, había dado su más trascendente impulso desde 1881, en la Revista Venezolana. A esa “familia” literaria, vanguardia de su tiempo, no llegó tarde a Cuba. Antes habían sido, para la isla como para tierra firme, la ilustración, el romanticismo, el positivismo. (1) Pero con Martí esa tradición variada y paralela da un salto cualitativo cuyo antecedente sólo es posible encontrarlo en Bolívar, no solo en cuanto libertador sino, para decirlo con palabra suya, en cuanto veedor del destino solidario de la América de Juárez.

“LA TIERRA ADIVINADA”

Con Bolívar como centro solar, a través de su conocimiento de México, el Caribe, Centroamérica y Venezuela, Martí entiende y encarna la condición irruptora, metafóricamente volcánica, de la historia hispanoamericana. Los símbolos martianos de irrupción, casi obsesivos, que en otras páginas hemos estudiado, incluso desde el punto  de vista estilístico, no son meras imágenes retóricas, sino expresiones poéticas (por lo tanto exactas) de una realidad que puede expresarse con un lenguaje científico, y pienso que __ya que la ciencia es, no sólo el legítimo orgullo sino también la superstición de nuestra época__, habrá que hacer esta traducción, esa conversión de lenguajes, para quienes la necesitan.

De estirpe bolivariana es también en Martí su convicción de que “no habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica”, si bien su propia creación  literaria demuestra que hay una literatura profética que combate por la realización histórica y en sus esencias la anuncia. Esa literatura martiana, que llenará páginas de los principales periódicos de América Latina, lo convirtió en la primera figura cubana que alcanzó amplia resonancia continental, como lo indican, entre otros, el juicio de Sarmiento (cuya tesis de civilización contra barbarie refutó para siempre) y los testimonios de Darío (a quien llamó “hijo”, porque lo era). En esa literatura iban, no sólo la renovación de la lengua, sino una captación integral de la realidad y la cultura norteamericana de su tiempo: exaltación de sus grandes poetas, pensadores, oradores, filántropos, fundadores, junto a crudas semblanzas de políticos, banqueros, industriales, y un análisis cada vez más penetrante de las agitaciones sociales internas de los Estados Unidos y sus proyecciones económicas y políticas sobre el centro y el sur del hemisferio.

DESTINO SOLIDARIO DE AMÉRICA LATINA

Es en el marco de la frustración republicana por el influjo humanístico de sucesivos maestros latinoamericanos como Rodó, Ingenieros, Henríquez Ureña, Reyes, la necesidad cada vez más lúcidamente asumida de una vinculación con el destino solidario de América Latina, de la que serán portavoces militantes, entre otros, Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, (2) líderes de la lucha antimperialista contra la tiranía de Machado, y que tendrá un órgano de vanguardia artística y literaria muy eficaz en la Revista de Avance. Un ilustre ensayista de esa generación, Juan Marinello, partiendo de los postulados martianos de autoctonía y deber patrio, en su libro Literatura hispanoamericana (1937), ofrece sustantivas meditaciones en torno a la identidad de nuestros pueblos y su quehacer cultural característico, en contraste con el europeo, como agónica función de servicio colectivo y fundador. (3) Figura allí un inolvidable ensayo sobre Gabriela Mistral (que tan hondamente calibró la americanicidad de Martí, reivindicando con su ejemplo las virtudes del trópico) y unas páginas agudas sobre José Carlos Mariátegui, cuyo pensamiento, sin embargo, dicho sea de paso, no ejerció en las concepciones estéticas del marxismo cubano toda la bienhechora influencia que hubiera sido deseable.

Del lado de la creación, bien respaldada en este caso por las investigaciones etnográficas de Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, emerge con Nicolás Guillén la expresión perfecta de una mulatez nacional consciente de sus resonancias caribeñas, precursora de lo que hoy podemos llamar con rigor Afroamérica. No en el campo etnográfico, sino en el estrictamente económico, ya en 1926 el extraordinario libro de Ramiro Guerra, Azúcar y población en las Antillas, nos había situado en el ámbito caribeño que nos corresponde, señalando desde el principio la diversidad de métodos de colonización que caracterizó el proceso formativo de las islas antillanas, paralelo que, al revés de lo que sucede con el expuesto por Martí en “Madre América”, arroja un saldo favorable para la gobernación colonial española sobre la inglesa, holandesa y francesa.

Tal disparidad no invalida por cierto el criterio martiano referido a los grandes lineamientos de las colonizaciones inglesa y española en las masas continentales de las dos Américas, pero circunscribe y caracteriza la doble historia específicamente caribeña.  “En una parte __afirma con razón Ramiro Guerra, aludiendo a islas como Barbados, Antigua o Jamaica__ se iba hacia la colonia de plantaciones, mero taller de trabajo al servicio de una comunidad distante y poderosa; en la otra (el Caribe español, especialmente Cuba), en una lenta y oscura gestación de tres siglos, se echaban los cimientos de una nueva y original nacionalidad.”

La dramática invasión del latifundio azucarero que finalmente acabará por imponerse también en Cuba a partir del relevo de la hegemonía española por la norteamericana, nos inclinará a una tendencia involutiva que significaba simplemente, en última instancia, la pérdida de la independencia, no sólo política y económica, sino incluso física. Si se considera que los tres factores fundamentales del latifundio azucarero en cuestión (lo mismo en Barbados en el siglo XVII que en Cuba de 1926) eran el capital extranjero, la destrucción de la pequeña propiedad rural (“nervio de la nacionalidad”, la llama Guerra) y el trabajo importado a bajo precio (esclavos o míseros asalariados como haitianos y jamaiquinos), se entiende la trágica paradoja de que, después de treinta años de lucha, el resultado inmediato de la supuesta  independencia, en un país en que más del 40% de la  tierra laborable estaba en manos de compañías yanquis, fue que cada día se redujera la parte del suelo cubano donde se podía “vivir independientemente”. Nunca antes, por ello mismo, se hizo más evidente, no obstante la disparidad de orígenes coloniales, la fundamental antillanidad de nuestro destino, afirmada desde luego por Martí en el Artículo 1 de las Bases del Partido Revolucionario Cubano, en numerosos artículos de Patria, en su entrañable Diario de Montecristi a Cabo Haitiano, en el Manifiesto de Montecristi y en sus cartas finales a Federico Henríquez Carvajal y a Manuel Mercado, donde “las Antillas libres” aparecen, en relación con el proyecto revolucionario cubano, como la clave misma del “equilibrio del mundo”.

¿No está aquí, en la magia telúrica de ese súbito “canto del mar”, en esa “larga música, extensa y afinada” que “es como el son unido de una tumultuosa orquesta de campanas de platino”, el primer pálpito de lo que Alejo Carpentier llamaría “lo real-maravilloso”, que abre una nueva época en la novelística del continente con El reino de este mundo, en cuyo prólogo declara que ese hallazgo “no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera”? (4) También Lezama vio en Jamaica unas cascadas que, según me dijo, eran “como las carcajadas de la naturaleza”, de las que sospecho surgió el genesiaco discurso poético “Para llegar a la Montego Bay”. Más allá de los fatalismos económicos aludidos, o más bien a través de ellos, todos los Caribes, tan diversos, son uno, y a él pertenecemos como ellos a “nuestra América”, quiero decir ahora, a nuestra Iberoamérica. 

LAS DOS MODERNIDADES

El estudio de nuestras raíces africanas iluminó el conocimiento de lo cubano como fruto de una transculturación esencial que también Bolívar y Martí reconocieron al hablar de la América mestiza. Guillén no olvida los jugos nutricios hispánicos en íntima simbiosis con la africanía criolla que produce la semilla del son, así como Martí dio testimonio de que la más viva lección de elocuencia rítmica la recibió de un negro cubano en Zaragoza, y los más ricos ejemplos de expresividad lingüística y gestual los conoció entre los negros caribeños de Livingston, a la vez que hizo suya la raíz de los clásicos áureos e incorporó a su palabra, junto a mitos y metáforas de inspiración indígena, las ganancias más fecundas de la expresión moderna europea y norteamericana: la prosa artística francesa y la simultaneidad de la visión whitmaniana, en el contexto de la revolución industrial y tecnológica correspondiente. Al tocar  este punto, sin embargo, fuerza es no pasar por alto, en el campo literario, la primacía, en Martí, de “la prosa  espiritual del Siglo de Oro: no Mallarmé o Huysmans, sino Santa Teresa o San Juan de la Cruz, lo que en buena parte explica su enigmático desconocimiento por parte de los que son, hasta nuestros días, consecuencia de los primeros, no de los segundos”; (5) y, en la proyección social de su pensamiento, “la inspiración de una modernidad otra, afirmadora del amor, la justicia y la belleza, no del lucro, la discriminación y la trivialidad, a la que nuestros países subdesarrollados y balcanizados por el creciente imperio yanqui no han podido dar substrato económico ni viabilidad política”:una modernidad, en suma, antimperialista. Cuya primera manifestación política fue, sencillamente, la fundación del Partido Revolucionario Cubano. Así cuando en su artículo sobre el tercer año de esa fundación, subtitulado “El alma de la Revolución y el deber de Cuba en América”, Martí nos dice: “Es un mundo lo que estamos equilibrando (…)  Un error en Cuba, es un error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levante hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos”, está exhortándonos, en este hoy hijo de aquél, a dar pasos decisivos, hacia esa modernidad, o, como él prefería decir, hacia esa novedad o “era nueva” del hombre que empezó a hacerse posible con la verificación de la redondez del planeta y de la existencia de un Mundo Nuevo que no podrá llegar a serlo realmente hasta que ese nombre no pueda aplicarse a la totalidad de la Tierra.

La muerte de Martí, anuncio de la frustración histórica de 1898, abre el campo de batalla de las dos modernidades contrapuestas. El triunfo inmediato y visible de la europea y sobre todo norteamericana, ha llevado a la mayoría de los estudiosos a interpretar nuestro modernismo, al igual que nuestros posmodernismos y vanguardismos subsecuentes, como subsidiarios de la modernidad impuesta mundialmente a partir de aquella fecha. Pero en la tradición hispánica, enriquecida con la sangre nueva americana, toda derrota es estímulo, desafío, inspiración. La batalla cultural entre las dos modernidades no ha cesado un solo instante, y ciertamente ningún creador iberoamericano, ni siquiera los más ostensiblemente vinculados a las tentaciones anglosajonas como__, por ejemplo ilustre, Jorge Luis Borges__ se han sentido feudatarios de ningún latifundio cultural foráneo. En el  complejísimo terreno de la expresión, cualquiera que sean las masivas armas tecnológicas de que disponga el enemigo, la derrota definitiva de Iberoamérica no es fácil. Nuestra fuerza autóctona, inseparable de nuestra impulsión utópica, no es centrípeta y sectaria, sino trasmutadora de todo lo asimilable. Al más americano de nuestros escritores, a José Martí, Rubén Darío lo caracteriza de este modo:

Sí, aquel prosista que siempre fiel a la Castalia clásica se abrevó en ella todos los días, al propio tiempo que por su constante comunión con todo lo moderno y su saber universal y políglota formaba su manera especial y peculiarísima, mezclando en su estilo a Saavedra Fajardo con Gautier, con Goncourt, con el que gustéis, pues de todos tiene; usando a la continua del hipérbaton inglés, lanzando a escape sus cuadrigas de metáforas, retorciendo sus espirales de figuras; pintando ya con minucia de pre-rafaelista las más pequeñas hojas del paisaje, ya a manchas, a pinceladas súbitas, a golpes de espátulas, dando vida a las figuras; aquel fuerte cazador…”

Sí, aquel fuerte cazador no será fácilmente vencido como paradigma de un universo de expresión ni como profeta del “equilibrio del mundo”. El arrasamiento de sus ideales equivaldría al arrasamiento mismo del hombre como tal. Por eso sus herederos mayores o menores, algunos incluso desconociéndolo, han continuado a lo largo del siglo una secreta batalla, que es la de nuestra identidad, la de nuestra modernidad, la de nuestra novedad real, ofrecida sin reservas ni resentimientos a todos los hombres a la vez que de ellos recibimos lo mejor que puedan darnos. Así “lo real-maravilloso”, el hallazgo de Carpentier, basado en una asimilación previa de la alquitara francesa de lo contemporáneo, tampoco olvida el torrente sanguíneo del barroco hispánico volcado sobre América y Europa, del allá y del acá, que tendrá su más grandioso apoyo en la vivencia del paisaje virgen de Tierra Firme y su más dramática ilustración en el escenario del Caribe criollo-francés durante el siglo de las luces. Dentro de su obra vuelve a plantearse el tema telúrico en relación con lo histórico y político, la especificidad latinoamericana inseparable de la naturaleza donde ocurre la historia, sin caer en los simplismos de Taine, que por cierto hechizaron a nuestros sesudos críticos positivistas. Por el costado opuesto, a través de una crítica de raíz poética, la visión martiana de “la tierra adivinada” reaparece en la idea de José Lezama Lima del “espacio gnóstico”, esto es, de la naturaleza convertida en un paisaje que, a través del hombre que lo encarna, se torna medio transparente de incorporación y conocimiento.

NUESTRA MODERNIDAD.

Con el triunfo de la Revolución, lo que había sido clarividencia, vislumbres y meditaciones, cobra de golpe la masividad de una praxis colectiva. Ya no se trata de que leamos a Martí, aunque lo leamos ahora con mayores luces, ni de que un grupo de cubanos __pensadores, poetas, revolucionarios__ esclarezca los caracteres de la hispanoamericanicidad y nos exhorte a comprometernos con su destino. Se trata de que el pueblo de Cuba, por el solo giro de la realidad, la geografía se le ha convertido en la historia, la historia en conciencia y la conciencia en acción. Quizás en los niveles menos ilustrados del país la autolucidez de esta conciencia práctica  no sea tan grande como en otros niveles, pero la posición dentro de la realidad revolucionaria y hacia lo que la rodea y amenaza, es la misma. En este contexto, diáfanamente expresado en discursos y documentos como la Segunda Declaración de la Habana, la identificación de nuestra cultura con la  iberoamericana y caribeña es una consecuencia inevitable, como también es inevitable la crítica y la opción ante los diversos rumbos culturales que se ofrecen en el mundo contemporáneo.  Podemos así afrontar la discusión de los temas polémicos a partir de una posición receptiva pero irreductible en un punto: la guerra, en todos los frentes, contra el colonialismo y el neocolonialismo cultural, guerra declarada por José Martí en páginas que nunca pudieron ser asumidas y puestas en prácticas con el respaldo de todo un pueblo.

En eso estamos y seguiremos. El hecho de vivir dentro de una revolución, la primera que ha quebrado las estructuras oligárquicas y neocoloniales en América Latina, no nos exime de la necesidad de recibir inspiraciones y alimentos de los otros pueblos de nuestra familia cultural. Muy por el contrario, hoy más que nunca los necesitamos, porque hoy más que nunca sabemos que, por encima de las peculiaridades nacionales y las diferencias de desarrollo político, “una es la América” (6) que padece, batalla y crea del Bravo a la Patagonia.

Durante un reciente diálogo con profesores norteamericanos, auspiciado por la Latin American Association y Casa de las Américas, comprobamos que en los medios universitarios donde ellos y la mayoría de los especialistas hispano-americanos se mueven, el modernismo de Martí y de Darío ya prácticamente no existe ni se estudia como tal: ha sido suplantado por el “modernism” de la metrópolis occidentales, con su consecuente ”postmodernism”, definido por Fredric Jameson como “la nueva producción” correspondiente a la lógica cultural del capitalismo tardío (título de su libro de 1984). Esa suplantación es de gravedad  suma: es como si empezaran a quitarnos las bases de sustentación de nuestra cultura, imponiéndonos un nihilismo que ni siquiera hemos generado por cuenta propia. Porque es evidente que tal “nueva producción” no pertenece a la “lógica cultural” de América Latina salvo como nuevo producto  de importación en el sistema de capitalismo dependiente.

Ahora bien, esta situación en realidad no es nueva. También el iluminismo, el romanticismo, el positivismo, el naturalismo, el decadentismo y toda la vanguardia europea fueron, cada uno en su momento, productos importados con los cuales hicimos nuestra cultura. Esa trasmutación sí corresponde a nuestra “lógica cultural” o, dicho en otras palabras, a la necesidad y la salud incorporativa del hambriento, del huérfano, del representante de culturas arrasadas. Trasmutación que no fue la resultante de un eclecticismo programado, ni sólo de una vocación sincrética, sino también de una profunda voluntad anticolonialista que hace de lo mejor de la cultura latinoamericana y caribeña una creación estructuralmente revolucionaria. En nuestra “lógica cultural” el vacío del que nos obligaron a partir es el que atrae todas las fuerzas. En nuestro modernismo martiano y dariano la clave no está en lo actual sino en lo naciente.  Todo producto cultural  importado lo convertimos a su (nuestro) estado naciente. “Y hacia Belén la caravana pasa”, dice Darío en sus Cantos de vida y esperanza, es decir, hacia un nacimiento siempre. Y en su Diario escribió Lezama: “La poesía sólo es el testigo del acto inocente __único que se conoce__ de nacer.”

Por todo ello, si el “postmodernism” ha de entrar creadoramente, no sólo miméticamente, en nuestra cultura, tendrá que sufrir análoga conversión a los valores de su sistema, valores que, en lo fundamental, se hicieron por primera vez visibles a escala universal precisamente con el surgimiento de nuestro “modernismo”: el de Darío y de Martí. Será, pues, un “postmodernism” situado después, no del “modernism” europeo y norteamericano sino después de las últimas consecuencias del modernismo hispanoamericano o iberoamericano (pensado ahora también en el “modernism” que fue la “vanguardia” brasileña).

No se trata, sin embargo, solamente de un fenómeno literario: en él  están latentes, y latiendo, las incumplidas semillas de la modernidad que avizoraron nuestros próceres, nuestros fundadores, cuyo hijo más lúcido y profético fue José Martí, que proyecta una concepción de la belleza inseparable de la justicia y una concepción  integral del “Orbe nuevo”, es decir, del “equilibrio del mundo”, y de un advenimiento: el de la universal redención humana. Contra semejantes ideales, aparentemente sepultados por la seudocultura de la tecnología, no tiene armas idóneas el “postmodernism”, que puede hacerles el servicio de corroer los soportes importados, económica y culturalmente, de la modernidad que nos ha sido impuesta. Si por otra parte, según Jean-Francois Lyotard, “los postmodernismos contemporáneos que nos rodean pueden entenderse como la promesa del regreso y la reinvención, la reaparición triunfante de un nuevo alto modernismo dotado de todo su viejo poder y de una nueva vida”, el servicio apuntado puede ser coherente con la esencia funcional misma del “postmodernism”, en cuanto disolvente de los peores artefactos de la modernidad capitalista: “en ese sentido” observa Jameson, “la idea de un modernismo regenerado es inseparable de cierta fe profética en las posibilidades y la promesa de una nueva sociedad que está, a su vez, en pleno proceso de surgimiento”. No sería, en nuestro caso, un “modernismo regenerado”, sino un modernismo al fin liberado de la modernidad  que no le corresponde, de esa modernidad esencialmente injusta, mercantil y tecnocrática que en verdad no corresponde a la dignidad humana en ninguna latitud: un sobre modernismo que podría abrazar al “modernism”  y dar gracias al “postmodernism” por haberle despejado el camino para que un día estén “todos los hombres de pie sobre la tierra, apretados los labios, desnudo el pecho bravo y vuelto el puño al cielo, demandando a la vida su secreto”. Subrayamos “todos los hombres”, porque en esa aspiración a la fraternidad universal está el acento utópico que ningún  pragmatismo ha logrado extirpar de la esperanza. Todas estas palabras, sin embargo, ahora que algunos decretan el fin de las utopías, el fin de las revoluciones y el fin de la historia, pueden ser borradas para oír sólo “el cuento narrado por un idiota” y releer eternamente el libro infinito que soñó Flaubert: Le Diccionnaire de la betisse humaine. Que así no sea, es nuestra fe.

Ensayo tomado textualmente de BOHEMIA, EDICIÓN ESPECIAL. NOVIEMBRE DE 1994. Páginas: B38-B43.
Por: Cintio Vitier

Notas:

(1) Quizás porque en Cuba no hubo un XVII barroco, por ley de compensación, los más grandes creadores de inspiración barroca en el siglo XX de América Latina  __Carpentier, Lezama__ son cubanos.

(2) Es conocida la resonancia del movimiento argentino de la reforma universitaria en la agitación estudiantil cubana que desde 1923 encabezó Julio Antonio Mella, fundador ese año de la Federación de Estudiantes Universitarios. Refiriéndose a la tendencia izquierdista de aquellos años, Rául Roa ha recordado que “la llegada de varios revolucionarios deportados de Venezuela y Perú, por Juan Vicente y Leguía, reforzó, considerablemente, las actividades del grupo (…)  La lucha revolucionaria cubana devino, inmediatamente, lucha continental. Apareció Venezuela Libre, y Rubén Martínez Villena fue uno de sus directores”. (Cf. Rubén Martínez Villena; Poesía y prosa, Letras Cubanas, 1978, t. I, p. 54). Dicha revista se publicó del 25 al 26. En el 27, después de redactar la “Declaración del Grupo Minorista” e ingresar en el Partido Comunista, Martínez Villena dirigió también América Libre.

(3) “Lo específicamente americano de nuestros escritores de fundación, en suma, reside para Marinello en su esencia militante, volcada al servicio público; por eso Martí es el ¨más americano de nuestros escritores”.  (Cf. Mi ensayo “Marinello en dos libros”, en Crítica cubana, Letras Cubanas, 1988, p. 471-499.) De indispensable consulta para el tema de estas páginas es su libro José Martí, escritor americano, 1958, que provocó una fecunda polémica con el profesor Manuel  Pedro González en torno a la relación de Martí con el modernismo. También resulta muy ilustrativo, como enfoque cubano de la americanidad literaria, el libro de mi padre Del ensayo americano, 1945.

(4) Alejo Carpentier: El reino de este mundo, México, 1949, p. 13. El protagonista de esta novela, Mackandal, observa Carpentier, generó “toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo, que aún se cantan  en las ceremonias del Vaudou”, según lo testimonia Jacques Roumain en Le sacrifice du Tambour Assoto  (p.15). En el pasaje del “canto del mar”, el patrón de la lancha le dice a Martí: “que los vaudous, los hechiceros haitianos, sabrán lo que eso es: que hoy es día de baile vaudou, en el fondo de la mar, y ya lo sabrán ahora los hombres de la tierra: que allá abajo están haciendo los hechiceros sus encantos.” (O.C., t.19, p. 205). Casi diez años antes, en mayo de 1884, Martí se lamentaba de que los tiempos modernos estuvieran intentando “la supresión de lo maravilloso”. (O.C., t.15, p.395)

(5) C. V.: “Las cartas de Martí”, III, noviembre de 1990, estudio inédito. Quizás sorprenda la inclusión de San Juan de la Cruz en el linaje de la prosa martiana. Que sepamos, no lo mencionó nunca, pero la lectura de alguna de sus cartas y de los comentarios a sus versos nos hacen sentir en una “atmósfera de expresión” como de la misma familia, salvando las obvias diferencias y distancias.

(6) También dijo Martí: “Pueblo, y no pueblos, decimos de intento, por no parecernos que hay más que uno del Bravo a la Patagonia.” O.C., t.8, p.318-319.

Foto: Tomada de Cuba en fotos

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