El puente sobre el Sagua

Fotos: Lis García Arango

Fotos: Lis García Arango

Vértigo. Tardo horas en dar un paso y el mundo se estremece. El saltillo del estómago pide auxilio de mis manos, mas no puedo soltar las cuerdas de las que me sujeto: hacerlo sería un suicidio.

No miro hacia abajo, pero al levantar la vista el horizonte se balancea en todas direcciones. Tampoco puedo cerrar los ojos: avanzar sobre dos tablillas titubeantes es una empresa demasiado riesgosa como para hacerlo a ciegas. Nadie puede ayudarme: somos solo el vértigo, el equilibrio y yo. Bajo nosotros corre, indiferente a la pelea, el río Sagua.

A unos treinta kilómetros al nordeste de la ciudad de Guantánamo, entre las montañas del municipio El Salvador, el puente colgante por cables más antiguo que funciona en Cubaenlaza la carretera a Sagua de Tánamo con el poblado Jagüeyón, en el consejo popular Sabaneta. Atravesarlo es como entrar en la escena de un filme de Indiana Jones.

Apenas del ancho de dos tablas, y sostenidos por gruesos alambres de acero paralelos, el paso se prolonga casi 20 metros hasta la otra orilla. En tiempos de seca, la altura sobre las aguas oscila entre los cinco y los seis metros, pero en las crecidas la corriente puede rozar los tobillos de los transeúntes.

Tras mucho suplicio y vencido el vértigo, piso al fin la tierra firme. Minutos antes, otros compañeros de viaje ya lo han hecho. Con tal de no volver a padecer el “calvario” de cruzar, valoro quedarme a vivir en la comunidad de solo 400 habitantes. El sol lleva todo el día martillando mi cabeza.

Con paso ligero, un señor se acerca a la entrada del puente (o a la salida, todo depende del punto desde el que se le mire). Las carnes secas, tostadas. La ropa se le pega al cuerpo empapado de sudor y el rostro enjuto se perfila bajo un sombrero de guano. Se identifica como Ricardo Flor Moya, constructor principal de la obra.

“Yo le cogí el modelo a uno que había hecho Pancho, allá por Arroyo Seco, en Mayarí. En solo dos meses los hombres del pueblo construimos el puente.

“Cuando veníamos por las tardes, después de trabajar en la agricultura, nos poníamos ahí y poquito a poquito lo fuimos levantando. Y mira tú, hace más de 30 años que nos está sirviendo”

Ricardo Moya no tiene edad, o tiene todas las edades curtiéndole la piel. Él no la dijo, tampoco se le preguntó, pero en pueblo chiquito todo el mundo se conoce, y al indagar más adelante sobre el tema, algunos aseguran que ronda los 75, o los 80; alguien se atrevió a decir que ya frisa los 85 años.

En sus tres décadas de vida, el paso solo ha sufrido dos roturas graves. Una, con las inundaciones de noviembre de 1993, cuando el 70 por ciento del municipio quedó bajo agua a consecuencia de la crecida del río Sagua y del escurrimiento fluvial de las montañas; la otra, por causas similares en 2004.

En ambas ocasiones, el tablado y los cables no resistieron la fuerza de la corriente, pero la base (una mole de concreto incrustada en la piedra viva del farallón), permaneció incólume. Gracias a la solidez de esta, que evitó males mayores, la reparación demoró relativamente poco tiempo.

Cada día se benefician del singular puente no solo los pobladores de Jagüeyón, sino también los habitantes de otras comunidades cercanas en el Consejo Popular. De no ser por la obra ingenieril, demorarían horas atravesando las montañas para poder llegar a sus hogares. Ahora solo les toma escasos minutos.

A lo lejos, como induciéndonos al regreso, suena el claxon de la guagua Girón en que viajábamos. Otra vez, aunque lo disimulo bajo la gorra, mi tez se palidece. Los zapatos de plomo y el corazón de algodón. Avanzo sin querer llegar…

Cuando me dispongo a dar el primer paso sobre las tablas titubeantes, una algarabía de vocecillas me detiene. Un grupo de niños que apenas superan mi cintura se mueven, a toda velocidad, rumbo a mí.

No tengo tiempo de alertarles del “peligro”, cuando entre juegos y risotadas llegan, antes de que pueda articular palabra, al otro lado. No me queda más opción que apretar los dientes y seguir sus pasos. Esta vez el viaje no me despierta tantos sobresaltos: la vergüenza de mi rostro supera el vértigo del estómago.

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