En la piel de Amos Oz

La novela de Oz que me leí este año en que también acaba de morir su autor trata sobre dos destinos que se cruzan: un hombre que abandona un kibbutz y otro que llega.

Amos Oz. Foto: madriddigital24horas.com

Amos Oz. Foto: madriddigital24horas.com

También el escritor Amos Oz (Jerusalén, 1939-2018) desarrollaba historias echando mano a momentos y experiencias propias que, sin embargo, nunca deben ser consideradas como “momentos” o “experiencias” totalmente íntimas.

“Jamás mis libros alcanzan ese cariz exclusivamente confesional”, había dicho. Sus creaciones no debían confundirse con él ni siquiera cuando un personaje nombrado Amós peleara en la guerra u otro, Azarías, llegara inesperadamente al kibbutz decidido a habitarlo. Ambos no deben conectarse con el autor, incluso pese a las analogías físicas de uno: “Chico robusto, de pelo rizado, rebosante de humor e ironía, un deportista destacado en natación, que participó en un acto de represalia y recibió una condecoración, de manos del coronel de la unidad de paracaidistas, por matar con su bayoneta a dos legionarios en la trinchera, en una batalla cuerpo a cuerpo.”

No obstante, en las novelas de Amos Oz le descubro en esta y aquella escena, y lo más curioso, lo que en verdad promovió esta reflexión, es que junto a él yo mismo acabé descubriéndome, como si acaso hubiera trastocado el espacio y se adelantara al tiempo para describir el mío. Estoy, claro está, aunque no física sí emocionalmente en Un descanso verdadero, publicado en español por Siruela, pero entregado al público hebreo en 1982. Hace tanto, que era yo un niño de cinco y en Cuba no sucedían episodios sangrientos como la Guerra del Líbano. A lo más que habíamos llegado era a otro hito de la emigración: la tapa de válvula se llamó Mariel y unos 125 mil cubanos salieron disparados por ella en poco más de medio año.

¡Pareciera que estábamos tan lejos!; yo de Amos Oz, Cuba de Israel, los cubanos de los judíos, sin embargo, algunas emociones nos acercan más de lo que nosotros mismos somos conscientes. Nos emparenta, por ejemplo, una especie de angustia; y la angustia produce sufrimiento, según escribe el narrador de dicha novela, recordando a Spinoza, la gran inspiración de Azarías, el idealista, ese que es llamado por Yolek Lifschitz como: “uno de nosotros perdido en una generación que no es la suya”.

Yolek, un viejo corpulento y robusto, es, al comienzo del libro, el secretario del kibbutz, pero fue antes exparlamentario y exministro en uno de los primeros gobiernos de Ben Gurión. También se nos presenta como el hombre lúcido que veía más allá de las apariencias. En la intimidad de su decrepitud escribe cartas al primer ministro y ministro de defensa Levi Eshkol para confesarle que nada es igual en Israel, que todo ha sido en vano, que la sinrazón lo arrasa todo, desde la raíz.

“Te digo que esto es el fin de los corazones: en la ciudad, en el campo en el kibbutz y sobre todo, por supuesto, en la juventud. El diablo se ha burlado de nosotros. Como una epidemia latente, hemos llevado dentro el virus de la diáspora y lo hemos traído hasta aquí, y ahora está creciendo ante nuestros ojos una nueva diáspora. Vamos de mal en peor, te lo digo yo”, escribe, y como sacándose una espina tiene que sobreponerse al dolor para decirle: “Perdóname”, pero “vendimos nuestra alma en nombre del cielo”.

Amos Oz publicó esta novela con 43 años, casi veinte años después de haber decidido abandonar a su padre, en plena adolescencia y cuando con el suicidio de la madre a cuestas sintió la necesidad de escapar de su realidad. Tal vez porque era como Yonatán, el personaje que en este libro decide abandonar a su mujer y al kibbutz en el invierno de 1965 y cuyo escape el narrador justifica con eso de que “le habían estado diciendo constantemente lo que estaba bien y lo que estaba mal”. Entonces “empezó a sentir que esas personas le estaban ocultando un paisaje desconocido y quizá también maravilloso.”

La cosa es que se largaron Oz y Yonatán (¿También se habrán largado tantos cubanos con ellos?). Ambos (¿acaso todos?) quizá desearan también lo mismo: llegar a cualquier sitio donde pudieran estar solos, “donde ocurrieran cosas inesperadas”, cosas que no fueran un eslabón de una cadena, ni una etapa positiva, negativa o decisiva. Donde uno pueda ser un hombre libre”.

En hebreo Oz significa Coraje, determinación. Con pocos años este escritor había tenido el suficiente coraje como para dejarlo todo y con ese impulso juvenil enfebrecido presentarse a un kibbutz para vivir otra vida, la de un granjero, manejar un tractor y escribir lenta y pausadamente de lo que vivía.

Quienes estamos afectados por la necesidad de escribir, en el fondo somos bastante similares. Volviendo a los puntos de contacto: Israel es la tierra prometida y de alguna manera Cuba lo ha sido también por todos estos años. En cuanto a lo otro, siempre será idéntica la emigración, el migrar, las migraciones.

Cada elemento que pareciera casual a la larga se revela como predeterminado, idea que explora Azarías, el idealista que se entrega al kibbutz, comuna de revolucionaria, concepción que deviene también injusta y de la cual tantos jóvenes han querido escapar, porque también allí se confunden los límites, cosa que advierte Srulik: “una sociedad civilizada y reglamentada que se esfuerza en vivir siguiendo principios justos debe detenerse en el umbral de la vida privada y no cruzar de ningún modo esa línea”.

Recuperando al tema: ¿qué me hace brotar en las páginas de un libro escrito por un judío cuando yo tenía cinco años? ¿Por qué pienso en mi país natal mientras leo en los confines?

Tal vez porque, como asegura el propio Oz: “lo que el hombre deja detrás de él permanece detrás observándole”, sentencia que no alude a esos amigos de Facebook seguidores de nuestras pistas y bombarderos de una realidad que tal vez esquivamos, sino que apunta a algo llamado recuerdos, experiencia vital, algo que a veces resulta peor que un lobo dispuesto a devorarnos a base de aullidos en mitad de la noche.

La novela de Oz que me leí este año en que también acaba de morir su autor trata sobre dos destinos que se cruzan: un hombre que abandona un kibbutz y otro que llega. Ambos, además del impulso que los hace coincidir en una sociedad comunal, se juntan en una mujer, Rimona, “una comuna dentro de una comuna”, la esperanza, o la salvación en un momento del que otro personaje, Sturchnik, ha dicho a sus compañeros: “todo se desploma ante nuestros ojos. El país. El kibbutz. La juventud. Dicen que miles de jóvenes se disponen a abandonar esta tierra. La corrupción se ha desbocado incluso entre las personas de bien. La pequeña burguesía está devorando, como se suele decir,  todo lo bueno. Las familias se deshacen. Y el desamparo lo festeja.”

Pero es solo una novela, amigos, una novela que habla de Israel y que fue escrita en 1982. Yo soy cubano y la recuerdo ahora, año 2018, Argentina, Buenos Aires. No tengo la culpa del calor de la Pampa. Ni del verano que en la ciudad hace que la gente se acueste en una tumbona de cara al asfalto y en lugar de calles y autos crea ver, aun vanidosa, olas y olas del más hermoso de los mares del mundo.

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