Heberto Padilla: El único tren, perdido

Cierto amigo me contó hace unos años haber presenciado un hecho insólito en un centro para la superación de cuadros políticos de La Habana. Llegó como alumno en un curso para periodistas, y durante uno de los matutinos que allí se planifican vio a un declamador subir a la tarima. La estancia del amigo coincidía con no sé cuál efeméride, y sobre patriotismo, o sobre revoluciones, trataban los versos que escuchó.

Que hubiera alguien dispuesto a declamar poesías en un centro relacionado con la instrucción ideológica no es noticia. Tampoco la elección de un poema que canta a la patria y a la rebeldía, o más o menos a las dos cosas a la vez. Lo insólito para mi amigo, y para mí al escuchar su relato, fue que los versos hubieran sido escritos casi cincuenta años atrás por el poeta cubano Heberto Padilla.

Forman parte del libro Fuera de Juego, premiado en 1968 en un importante concurso de la UNEAC; pero, la misma institución, en su breve edición, le incorporó una nota aclaratoria debido a ciertas vacilaciones que tachaban aquellos versos de contrarrevolucionarios. El hecho fue, entre los intelectuales, una hecatombe.

Estas acusaciones y la forma en que se condujo, contribuyeron a producir una fractura entre intelectuales de izquierda, hasta el momento –inicio de los 70– impulsores y admiradores de la Revolución Cubana. La censura del libro, las críticas que se ganó y su posterior arresto quedó en la historia con la etiqueta literario-policial de “Caso Padilla”. Cientos de investigaciones, ponencias y libros se han escrito al respecto; desde compilaciones como la de Lourdes Casal, que ahora recuerdo, hasta el ensayo de Jorge Fornet recién editado en La Habana con el título de El 71.

Fue precisamente aquel incidente de 1971 lo que condujo al lamentable olvido/ocultamiento del poeta, quien es de todas formas una figura fundamental dentro de la producción lírica cubana. Su trascendencia se prolonga más allá de las fronteras nacionales aunque algunos –me los he topado– insisten en demeritar su obra.

En Cuba se ha publicado recientemente un libro de Padilla (Una época para hablar, antología bajo el sello de Ediciones Luminarias y Letras Cubanas), y puedo dar fe de que en no pocos centros universitarios se valora cada vez con mayor persistencia su poesía. Se recuerda allí su papel como intelectual y al estudiantado se actualiza sobre los efectos que produjeron su arresto, coincidiendo con aquel Primer Congreso de Educación y Cultura donde la política cultural de la Revolución –aun cuando la circunstancia externa e interna fuera complicada para el gobierno cubano– experimentó un radicalismo sin acierto.

Pero, Padilla es mucho más que el objeto de un caso de censura: se trata de un estupendo poeta que había hecho de la provocación su arma para el ejercicio del pensamiento, dentro del cual era uno de sus principales impulsores. Así parece haberlo asumido desde los días en que empezaba a ejercer el periodismo. Desde entonces se comportaba como un rebelde imberbe y, muchas veces, como él mismo se definiera con sarcasmo, como “un terrorista con apariencia de letrado”.

También le llamaron “lobo feroz de nuestras letras”. Lo escribió Virgilio Piñera en un artículo, luego de que el joven Padilla diseccionara su generación  –la de Lezama y otros tantos poetas cardinales– con adjetivos crudos y virulentos. La exposición de sus ideas, sin embargo, no afianzaba más que esa intención de permanecer siempre a la ofensiva.

En ese intento demoledor sostenido en los tiempos en que colaboraba con la revista Lunes de Revolución, su actitud se asemeja a la de poetas no menos significativos como Antón Arrufat, y aún con mayor fuerza a José Alvares Baragaño, muerto tan joven que pocos le recuerdan ahora.

Constituían una descendencia de mandones impetuosos que a través de la acción o el verbo tomaba partido sobre su circunstancia y mostraban su preocupación por el otro. Como Baragaño, Padilla era oriundo de Pinar del Río, de un pueblo cuyo nombre sonoro constituye imagen misteriosa: Puerta de golpe.

Al decir de Oscar Hurtado en su cuento “Carta de un juez”, podían suceder allí hechos fantásticos sin que produjera el pavor de los vecinos. Por las calles del pueblecito se encontraban muertos de la guerra de independencia paseando de la mano de sus novias, galeones atorados en un sembrado de boniatos…

Pero no era la fantasía lo que preferían estos dos poetas. Al menos, no Padilla, quien tenía los pies bien puestos sobre la tierra, y de esa forma, plantado, reflexionaba sobre la vida de un hombre en medio de la revolución social. Se había tomado en serio aquella idea de Sartre del intelectual comprometido y como el mejor viajante existencialista trataba de aprovechar su boleto.

El autor de libros como El justo tiempo humano (1962) o La mala memoria (1989) integra la lista de esos seres pensantes que, valiéndose de una exquisita ironía –no siempre soportable por la gente “seria” – parecen llamados a revolver la conciencia individual o nacional desde una actitud sustancial y directa. Si terminó desganado y desencantado de lo que vivió no parece haber sido una predisposición, sino la mera experiencia, la observación en su tierra y en regiones a donde había llegado como corresponsal de Prensa Latina.

Una anécdota cuenta sus crecientes vacilaciones en los sesenta. La recuerda el periodista Jon Lee Anderson en su biografía del Che Guevara. Padilla acompañaba a su amigo el comandante Alberto Mora a la oficina del Che. El héroe guerrillero, dicen, admiraba la poesía de Padilla, pero la conversación versaría sobre la estancia del poeta en la URSS, del desencanto compartido al constatar males como la creciente burocracia.

Del encuentro Padilla obtiene por Mora, a instancias de Guevara, un puesto en su Ministerio de Comercio Exterior. De ello dan cuenta también unos versos: “No soy más que un viajante de Comercio Exterior, / un agente político con pasaporte diplomático, / un terrorista con apariencia de letrado, / un cubano (sépanlo de una vez), / el tipo a quien observa siempre la policía de la aduana. / Hace tres horas que están registrando desaforadamente mi equipaje.”

En tanto, seguía arremetiendo con lucidez el joven periodista. Algunas veces, dejándose llevar por la rabia infantil de la edad daba golpes a troche y moche a poetas que le parecían poco convenientes para los nuevos tiempos o fustigaba novelas escritas por amigos que le parecían llenas con andariveles y cachivaches verbales. Se arrepintió con los años de esa violenta actitud,  y la mayor parte de los atacados lo perdonaron. Otros siguieron viéndole como ese niño al parecer persistente y terrible que cuando echaba mano a los versos parecía navegar por otras aguas.

Exiliado al fin en los ochenta, profesor, traductor, amante, amigo y padre, un día de inicios de siglo XXI lo encontraron muerto de infarto en su sillón de Alabama. Nadie podrá saber las imágenes que rondaban su cabeza, las burbujas pesadas y calientes todavía cuando los inspectores llegaron por el cuerpo. Nadie puede afirmar si acaso alguna de esas burbujas gelatinosas daban pistas sobre los vehículos que usaría el día en que hubiera de transportarse al otro mundo.

Pero, ahora, repasando aquel poemario premiado en el 68 encuentro la repetida idea del tren que se marcha sin que el viajero pueda haberlo tomado. En “Para Macha, que cantaba baladas”, en “Los enamorados del bosque Izmailovo”, en “La Hora” y “La sombrilla nuclear” siempre hay un tren que se larga. Ese podría ser el símbolo persistente en las burbujas finales: un tren que se aleja sin que si siquiera echándose a correr, huyendo de la bomba, lograra alcanzarlo el poeta.

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