Kishinau

OnCuba recomienda este texto de Martín Caparrós, tomado de Periodismo Narrativo en Latinoamérica

 

Anoche cené foie gras y fue en París; esta noche, polenta con queso en Kishinau, capital de Moldavia. Hay algo en esos saltos que me atrae más que nada.

Kishinau es mi imagen de una ciudad rusa de provincias después de la caída. Mucho monoblock, negocios de aquellos tristes todavía, el hotel con lámparas tan tenues, unas cuadras de centro con sofisticación barata y algún coche alemán. Las calles están blancas por la nieve, hace catorce grados bajo cero y la luna resplende: hoy sí, dirían los diarios, está llena. En estas cuadras las mujeres se pintan como puertas -se pintan como puertas- y usan tacos aguja; los hombres pulóveres a rayas, de una moda que pasó y no ha sido, o corbatas claras sobre camisas negras. Las mujeres son lindas, de una forma en que sólo son lindas las mujeres vulgares: con una carga -muy maquillada- de violencia.

¿Quién va a emprender, alguna vez, aquel estudio comparativo: el malgusto capitalista frente al malgusto socialista, una lectura del Siglo de las Luces de Colores?

Pistas: el socialismo tenía la carga del futuro -y ningún recurso estético es más pasible de quedar démodé que el futurismo: la tasa de malgusto socialista está muchas veces en su búsqueda del modernismo para todos, vulgarizado, producido en cadena. Pero es un malgusto mayormente austero. El capitalismo aporta, antes que nada, los brishitos -porque no tiene ningún tapujo moral que le reprima el lujo o una cierta idea del lujo como superficie. El capitalismo -su victoria sobre el sovietismo— es uno de esos escasos casos en la historia en que la realidad puede más que la promesa, que el presente le ganó al futuro.

O si no, digo: con esa carga de violencia que tienen las mujeres cuando saben que no son para uno.

En el restorán vieja rusia de Kishinau me atiende una camarera rubia con sus granos, los pies abiertos de bailarina derrotada, que sabe verter un fondo de vino en una copa de vino y esperar, la botella acunada en las manos, los ojos bajos, un gesto como si nerviosa, el veredicto: que sabe poner en escena el viejo sueño de una mujer que depende de lo que le digas.

Lo cual va a redundar, al fin, en su propina.

Pero no hay nada peor, en estos días de viajes y trabajo, que la cena. En general ceno solo; hay muy pocos restoranes donde la luz me permite leer, y entonces pienso y pienso. Estas cenas son un exceso de relación conmigo mismo, y eso nunca es bueno pero es, también, la forma en que se va llenando este cuaderno. Escribir, en estos días, es una forma de simular que alguien me escucha. Nunca charlo mejor que cuando solo.

O si no, digo: comer en un lugar -estar en un lugar-adonde sé que no voy a volver.

En el restorán de mi hotel, un dizque cuatro estrellas soviético tan cutre, ya tarde, ya de vuelta, oigo la fiesta: tocan música rusa, beben vodka, cantan. Hacen ruido, son cuatro: el resto del gran salón está vacío.

El placer -la sorpresa repetida- de despertarme una mañana con sol en un lugar al que llegué la noche anterior y miré pensé escribí con la luz de esa noche y descubrir que, con el sol, se hace muy otro. Llegar a dos lugares, o volver a llegar al mismo diferente y reconocer una vez más la potencia del sol, su habilidad para cambiar el mundo. Esta mañana Kishinau brilla, su nieve resplandece.

¿Se podría pensar el placer como «una sorpresa repetida»? ¿Una sorpresa esperada, discretamente esperada para que siga siendo una sorpresa, cuya aparición te llena de la alegría de conseguir algo que querías sin pensar que lo querías o, por lo menos, sin que ninguna causa evidente lo hiciera previsible?

Esta mañana, con el sol, aparecieron los soldados. El lobby y la vereda del hotel están repletos de soldados que caminan como si el suelo fuera su enemigo, vibrantes, camuflados -es decir: vestidos para que se vea que son soldados dispuestos a todo. Seguramente alguna vez el camuflaje sirvió de camuflaje —seguramente sirve, todavía, alguna vez- pero, ahora, casi siempre, el camuflaje es una forma de decir soy un duro un verdadero hijo de puta uno capaz de mimetizarse con el mundo de confundirse con el mundo para distinguirme de él en el momento de ser lo más distinto que un hombre puede ser. Nada hace a un hombre tan distinto como matar a otro. Miles de millones morimos sin haber matado. Casi todos pensamos tonterías cogemos imaginamos destinos diferentes nos desilusionamos resignamos traicionamos al amado la amada ganamos al perder perdemos al ganar perdemos; muy pocos han matado. Camuflarse es decir mato, yo soy de los que matan: decir soy uno de los muy muy pocos. Camuflarse es distinguirse en lo más raro.

Sentadas en el banco de una plaza, violetas por el frío, dos nenas de seis practican mimos de telenovela; más allá, en otro banco, un señor de cuarenta las mira con labios apretados.

Es un trabajo extraño. Consiste en pensar y preparar durante semanas algún tema, viajar uno o dos días desde la otra -punta del mundo, encontrarse con quienes me van a permitir el acceso a esa persona, organizado, leer sobre el asunto, preparar preguntas, dormir en hoteles donde hablan en idiomas, mirar televisiones imposibles, comer polentas que no son polentas, frutas guarangas, quesos excesivos y, de pronto, en una hora tres cuartos, dos horas, cuatro horas, jugarse todo en la entrevista. Todo puede estar bien, tan minuciosamente preparado y prologado, pero si la entrevista prevista no resulta, todo vale nada. Entonces se puede buscar otra, pero también va a seguir ese modelo: días y días para unos minutos donde todo sucede o no sucede. Lo raro, pienso después, es que tantas cosas siguen ese modelo. No creo que valga la pena hablar de sexo -un suponer- o de cocina.

Cuando murió su madre, Natalia tenía siete años y solamente un ojo. Natalia quería mucho a su madre; una tarde, dos años antes, frente a su casa en un pueblito moldavo, una vecina le había dicho que su madre era una idiota. Natalia la defendió a los gritos, la vecina la tiró sobre un montón de ramas. Su ojo estalló y tuvieron que sacárselo.

Pero lo peor llegó después, cuando su madre se murió de cáncer. Natalia estaba convencida de que se había enfermado porque su padre le pegaba demasiado -y ella no había sabido defenderla. En Moldavia hay un refrán muy popular que dice que «una mujer sin golpear es como una casa sin barrer». Moldavia, encerrada entre Rumania y Ucrania, solía ser una provincia de la ex Unión Soviética y ahora es un país muy chico, del tamaño de Lesotho o de Bélgica.

Cuando murió su madre, Natalia se quedó sola con sus cuatro hermanos y su padre, campesinos pobres. Él la castigaba, le decía que era una carga para todos, que para qué mandarla a la escuela si total no era más que una tuerta. Y sus hermanos no la trataban mucho mejor. Natalia empezó a buscar pequeños trabajos para ganarse la vida.

—Nunca entendí por qué no me querían, por qué me maltrataban todo el tiempo.

A los catorce, Natalia se empleó en la casa de una vecina: limpiaba, cuidaba los animales, cortaba leña. Tres años después le pidió ayuda para seguir su educación. Así pudo empezar a cursar un profesorado de educación física y artes marciales hasta que se le acabó la plata y tuvo que buscar trabajo. Volvió a su casa; para congraciarse con su padre y sus hermanos les daba casi todo su dinero, pero ellos seguían pegándole, explotándola.

Cuando se sentía muy sola, Natalia subía al cementerio y le contaba a su madre sus desdichas. Su madre, dirá después, le recomendaba que tuviera paciencia. Natalia lo intentó.

Pero nada cambiaba. Al fin decidió escaparse a Kishinau, la capital, y consiguió un trabajo en el mercado central, pero no duró mucho: sus hermanos fueron a buscarla y se la llevaron de vuelta de una oreja, porque alguien tenía que ocuparse de la casa. Natalia volvió, se resignó: por unos meses. Cuando cumplió diecinueve, aceptó la propuesta de un muchacho de un pueblo vecino: se casarían y se irían —de una vez por todas. Natalia no estaba enamorada, pero era la única forma de empezar otra vida. Al principio todo fue feliz: consiguieron trabajo y una pieza en Kishinau, se reían, la pasaban bien juntos. Hasta que él empezó a celarla y reprocharle cada centavo que gastaba; le gritaba, le pegaba; al fin y al cabo, pensó, era como su padre y sus hermanos. Cuando un médico le dijo que estaba embarazada tuvo miedo de su reacción; él, al principio, pareció contento. Después empezó a decirle que si ella dejaba de trabajar él tendría que mantener a los tres, que por qué no se había cuidado mejor y le pegaba.

En esos días su marido le propuso que se fueran a Italia, a labrarse un futuro. Moldavia es el país más pobre de Europa: el sueldo medio no llega a los cien dólares y, sobre tres millones y medio de moldavos, casi un millón ha emigrado a Rusia, Turquía, Italia, España, Portugal. Sus remesas son casi el doble del presupuesto nacional.

Natalia aceptó: como todo el mundo, había escuchado historias de emigrantes exitosos. Su marido le presentó un amigo que les conseguiría papeles, les prestaría la plata; ellos se la devolverían más adelante. El amigo era un cuarentón simpático, sofisticado, inteligente. Ella, ahora, lo llama el señor X.

—¿Y nunca habías oído hablar del tráfico de mujeres?

—Yo no miraba la tele, no leía mucho los diarios. Había escuchado algunas cosas, pero no las creía: no pensaba que la rute pudiera ser tan cruel. Y, de todas formas, uno siempre piensa que esas cosas les pasan a los otros.

—Así que no sospechaste nada…

—No, necesitaba creer en lo que me decían.

Su marido la convenció de viajar primero a trabajar como mucama para la hermana del señor X; él la seguiría poco después.

—Yo tenía muchas ganas de irme, estaba entusiasmada.

—¿Y el embarazo no te hacía dudar?

—No, al contrario, era parte de mi entusiasmo: pensé que le iba a dar a mi hijo una vida mejor.

Aquella tarde Natalia se subió al coche del señor X y al rato se quedó dormida. Se despertó, ya de noche, en un descampado junto a un río; en el coche había dos chicas más que le dijeron que estaban en Rumania. El señor X les ordenó que se bajaran a estirar las piernas. Natalia le preguntó por qué; él le dijo que obedeciera y se callara. Natalia empezó a llorar y pensó que estaba por pasarle algo terrible.

Caminaron entre sombras, en el medio de ninguna parte. Al fin encontraron un coche con tres hombres adentro. El señor X se acercó: Natalia vio cómo los hombres le daban muchos dólares. Natalia trató de escaparse y consiguió golpear a X; entre todos la agarraron, le pegaron, la patearon. Empezaba a entender. Desde el suelo, le dijo al señor X que se iba a arrepentir, que iba a volver a Moldavia a buscarlo y se iba a arrepentir. El señor X se rió y le dijo que nunca iba a volver porque alguien muy cercano a ella se había asegurado que eso nunca sucedería.

—Tardé un tiempo en saber que mi marido me había vendido por tres mil dólares. ¡Mi marido! No puedo imaginar una traición peor que ésa.

En los últimos años, el tráfico de mujeres en Moldavia se convirtió en un problema nacional que muchos tratan de ignorar. El tráfico aumentó mucho tras el fin de las guerras balcánicas: los guerreros pacificados y los cuerpos de paz se aburrían, y los burdeles necesitaban más y más cuerpos. La mayoría de las mujeres traficadas viene de familias muy pobres, deshechas, violentas. Pero las que se van son, al mismo tiempo, las más activas, las que no quieren resignarse a su situación y buscan mejorarla. No hay cifras globales, pero extrapolando ciertos estudios parciales se puede calcular que desde el 2000 hubo unas 40.000 mujeres traficadas en Moldavia: el cinco por ciento de todas las mujeres entre quince y treinta y nueve años.

Natalia gritaba desde el suelo. Sus nuevos dueños albaneses la esposaron, le pegaron, sacaron una jeringa. Natalia quiso decirles que no, que estaba embarazada; también quiso morirse para no sufrir más.

El viaje fue muy largo y Natalia no lo recuerda bien: cada tanto le renovaban la dosis de esa droga que la mantenía entre sueños y alucinaciones —y amenazas y golpes. En algún momento, sabe, la violaron: se despertó desnuda y dolorida en el baúl de un jeep. Tenía tanto miedo.

En algún lugar la bajaron de un bus y tuvo que caminar horas y horas por montañas con otras seis chicas. Una trató de escaparse y la mataron de dos o tres balazos; Natalia se peleó con un guardia, le rompió un brazo, le pegaron hasta cansarse. Terminó en una casa de un pueblo donde un señor le dijo que la había comprado y que tendría que trabajar duro para él. Como bienvenida, dos matones la ataron, la violaron.

—Durante el día estaba encerrada en mi cuarto. A la noche me sacaban, me daban alcohol y me obligaban a satisfacer cada deseo de los clientes.

Una noche se sintió mal y tuvo que contarle a su patrón que estaba embarazada; él le dijo que no se preocupara. Un supuesto médico le forzó un aborto; Natalia se pasó tres días llorando sin parar.

Semanas más tarde encontró el modo de escaparse y refugiarse en un convento; las monjas, al cabo de unos días, le dijeron que se fuera, que tenían miedo. De vuelta en la calle, los matones del burdel la encontraron enseguida; fue entonces cuando se enteró de que estaba en el Líbano. Su patrón estaba harto: consiguió un comprador y se la vendió barata, porque Natalia solía pelearse con los clientes. Su nuevo patrón le prometió que, si se portaba bien y le devolvía lo que le había costado, en unos meses la dejaría ir. Cada noche, Natalia tenia que bailar y «satisfacer a los clientes».

—Eran unos animales, tipos sin alma, enfermos, perversos, violentos.

Natalia, ahora, se atrapa con el dedo una lágrima, la mira como si fuese un enemigo. Natalia tiene el pelo corto, negro, cara campesina, manos cortas que retuercen un plástico con odio.

—No quiero ni acordarme.

Pasaron meses hasta que un cliente habitual le propuso ayudarla; poco después Natalia aprovechó un descuido, se escapó y se refugió en la casa del cliente —para descubrir que el hombre quería obtener gratis las prestaciones que pagaba en el burdel. Natalia decidió dejar el pueblo; corría por un campo cuando oyó un coche: eran los matones del prostíbulo. Los tipos la agarraron, trataron de meterla en el coche; ella les gritó que prefería morirse que volver allí, y consiguió soltarse. La persiguieron con el coche, la atropellaron, la dejaron por muerta en el camino.

—¿Qué harías si te encontraras con tus secuestradores?

Natalia se ríe, por primera vez en todas estas horas se ríe de verdad:

—Les pasaría por encima con un coche.

Natalia se despertó en un hospital, tras tres días de coma profundo. Tenía varios huesos rotos y le dijeron que quizá no volvería a caminar. La recuperación necesitó varias operaciones y seis meses de convalecencia; allí supo que también tenía una hepatitis B. Natalia empezaba a temer que tampoco volvería a Moldavia cuando apareció un abogado turco que le ofreció ayuda con los papeles y el pasaje. Mucho después, Natalia pensaría que lo mandó su patrón para alejarla y evitar que lo denunciara a las autoridades. O quizás no: Natalia nunca supo.

En el aeropuerto de Kishinau no la esperaba nadie. Fue a su pueblo a ver a su familia pero su padre y sus hermanos no quisieron hablarle, le dijeron que para ellos ella estaba muerta: que era una desagradecida, que se había ido y ni siquiera les había mandado plata. Natalia nunca les contó lo que le había pasado, y se fue a la casa de una tía, en otro pueblo. Su tía no le hizo muchas preguntas pero le permitió quedarse, lamerse las heridas.

—Yo no debí callarme, pero acá todos nos callamos. Hacemos como si el tema no existiera.

Natalia estaba preocupada porque no podía trabajar en la casa de su tía —para pagarle sus cuidados— y porque no quería dar pena. Un día, todavía en muletas, se fue a Kishinau, a buscar un trabajo y una vida propia. A su tía le dejó una cinta con su historia.

—Yo quería que ella supiera lo que me había pasado, pero me daba vergüenza contárselo cara a cara.

En Kishinau, Natalia tuvo que pasar las noches en un parque hasta que consiguió un empleo en un jardín de infantes, donde el director le permitía dormir si nadie se enteraba. Nunca salía del jardín: trabajaba de día, se refugiaba de noche. Tras unos meses, un primo le habló de la hot line de La Strada, una oenegé que lucha contra el tráfico; Natalia llamó, vino al refugio que mantiene la Oficina Internacional para Migraciones y ahora, aquí, trata de recuperarse de sus heridas físicas y psíquicas. Aquí se han alojado, sólo este año, unas trescientas chicas. Las reglas no les permiten usar alcohol ni drogas ni dar la dirección a nadie: hay peligro de que algún proxeneta quiera venir a buscarlas para vengarse de su fuga. Pero la mayoría de las chicas no se quiere ir, porque se sienten protegidas, cuidadas y, sobre todo, porque no tienen dónde.

—Tengo que armarme una vida, conseguirme un trabajo, una casa, esas cosas, pero la verdad que no sé por dónde empezar.

Cuando llegó, Natalia estaba muy maltrecha y tenía miedo. En el refugio le dijeron que no tenía que pasarse la vida pensando en esos meses; es difícil, en un lugar donde todas están porque han pasado por algo parecido. Natalia habla con ojos bajos, la voz baja, monocorde, muy cerca del llanto. Habla, y todo se llena de dolor: cada palabra es una búsqueda, un titubeo, una zozobra.

—¿Por qué hablas con nosotros y no con tu familia?

—Porque ellos nunca me entenderían. Yo primero quería ocultar mi historia, porque acá en mi país cuando se enteran te discriminan, no te tratan como víctima sino como culpable. Pero ahora sé que tengo que contarlo: si no, me voy a pasar toda la vida pensando en esos meses. Contarlo es la manera de dejarlo atrás y de ayudar a que no les pase a otras chicas como yo.

Dice Natalia, pero no quiere que su cara se vea clara en las fotos. Todos los expertos coinciden en que el tráfico es sólo la punta del iceberg de la migración —y que seguirá mientras sigan la pobreza y la falta de perspectivas que la causan: mientras el noventa por ciento de los jóvenes moldavos siga pensando en emigrar, mientras haya mujeres que prefieren arriesgarse a lo desconocido antes que seguir en un lugar que no les ofrece ninguna posibilidad.

—¿Qué esperas del futuro?

Natalia se calla, piensa, intenta una sonrisa, se restriega con un dedo el ojo falso. Afuera nieva. Lo bueno de la nieve es que vaga en el aire: allí donde la lluvia cae, la nieve flota, hace como si no tuviera un fin, como si no quisiera nada.

—Qué pregunta dificil.

Dice, tras haber contestado tantas preguntas imposibles.

Natalia y yo estábamos sentados uno al lado del otro pero los dos mirábamos a Alexandrina, que traducía del moldavo al inglés, del inglés al moldavo. Acabo de pasarme cinco horas escuchando a una chica con un ojo de vidrio y una vida tan dura que su marido la entregó, embarazada de él, a un traficante -y todo el resto. Hay cosas que no se pueden escuchar impunemente.

Su historia, al menos, me permite dejar de pensar en mí por un buen rato. Es la ventaja de escuchar historias. Hay quince grados bajo cero y están en todas partes.

Vuelvo, y me tranquiliza la austeridad extrema de la vida de hotel: que todos los objetos de los que puedo disponer -que puedo poseer en lo inmediato- estén acá, en mi cuarto, bajo esta luz gastada: que yo sea yo mismo y este bolso y esta computadora y este neceser y nada más, estrictamente nada. Hoy no ceno; escribo.

En el salón del desayuno del hotel, una señora platinada con su vestido parco de leopardo; suena una canción de Enrique Iglesias. En el buffet del desayuno del hotel la comida siempre es un poco escasa: de cada cosa hay poco, y cada quien avanza con su plato en la mano y el temor de no llegar a poseer. Es falso: tres mozos renuevan la comida todo el tiempo pero ponen, cada vez, poquito. Son tantos años de escasez que crean una cultura.

Ahora estoy en la Casa de la Cultura de un pueblo moldavo, nieve y viñas secas. Esta Casa solía albergar teatro, cine, conciertos, exposiciones, bibliotecas, pero se fue cayendo en ruinas cuando se fueron los soviéticos. El estado postsocialista dejó de creer que una casa de la cultura fuera necesaria, y la cerró. Ahora, una oenegé que ayuda a las víctimas del tráfico ocupa dos habitaciones, que renovó con plata de alguna fundación alemana; el resto, digo, en ruinas. De la cultura a la asistencia social hay un recorrido que no querría transformar en metáfora porque los rusos no me gustaban nada.

Una mujer me cuenta historias espantosas. Detrás de la mujer, tras la ventana, baila nieve: la producción no ha reparado en gastos. La mujer tiene una gorra leninista, una regla en la mano, tremenda cara rusa y me cuenta cómo les enseña a trabajar a esas pobres chicas que han caído víctimas de la tentación de la prostitución y yo sigo pensando por qué hago lo que hago: contraataca el quobono. De pronto se me ocurre algo espantoso: no tengo que trabajar por el dinero -gano lo que preciso con mis libros. O sea: tendría que usar mi tiempo para hacer algo que valiera la pena. Un empleo, las exigencias y obligaciones de un empleo son, entre tantas otras cosas, una curita contra la inutilidad del tiempo, el despilfarro. Es duro no poder usarla, saber que no me tengo que ganar el sueldo sino una idea de mí mismo, mi recuerdo.

Como si tal cosa tuviera algún sentido.

La nieve vaga todavía: un mundo sin quobono. La chica rubia jovencita tiene tres hijos rubios y un ojo machucado de una pina —digo: estallado verdeazul sangroso de una piña-, y los chicos lloran en la casita en ruinas tan triste demasiado fría. La chica me cuenta cómo la obligaron a hacer de puta en Petersburgo, después de haberla obligado a vestirse de monja para pedir plata en la calle, cómo intentó escapar y terminó por resignarse, cómo sus clientes le pegaban. Yo no quiero escucharla más. De verdad, ya no puedo escucharla.

Pero sigo pensando en el itinerario: para llevarla a hacer de puta -para terminar de someterla-, primero la ha-cen hacer de monja.

Esta mañana Alexandrina y Boris, mis amables anfitriones moldavos, deben pasearme: es sábado, dentro de unas horas me voy de Kishinau y sienten que deben entretenerme un rato. Son amables. Yo quiero ir al mercado -yo siempre quiero ir al mercado- pero A y B me miran con pena, me suben a un coche, me muestran su ciudad. Me señalan un par de edificios públicos pomposos de principios de siglo, cuatro o cinco edificios públicos pomposos de los años soviéticos y muchos monoblocks. Después me llevan a conocer la estatua de Lenín -exiliada en un parque suburbano. Me gustaría saber por qué lo hacen; les pregunto, pero no entienden -o simulan que no entienden- la pregunta.

Es, sin duda, una forma pervertida del viaje que hoy esté en Moldavia con quince bajo cero, mañana en Liberia con treinta y cinco sobre, el jueves supuestamente en Amsterdam. Digo, pervertida: en el sentido de que no es la forma que solíamos considerar normal. Había, en los viajes -solía haber-, cierta proporción entre lugar y tiempo: los desplazamientos en el espacio -en las culturas, paisajes, sensaciones- se correspondían con una demora que los forzaba a ser graduales, a desplegarse más o menos lentamente. En las últimas décadas viajar se volvió tanto más veloz, tanto más accesible, que aquella idea del viaje -dis-tancia igual a tiempo- ya no corre. Hay que ir pensando otras. Algo así debe ser el hiperviaje: cuquear links en la red, brincos de un mico inverecundo.

Pasamos por el mercado, gritos, codazos, salchichones con ajo, botas sobre la nieve convertida en barro: alguna vez terminaré de entender por qué me gustan tanto. Y al final Alexandrina y Boris deciden llevarme al Jardín Botánico. Bajamos, caminamos. El frío es imponente, el jardín es enorme y está blanco. Alexandrina me muestra plantas que no son lo que deben: ésta en primavera saca unas flores increíbles, blanquísimas, magníficas, me dice, mientras me muestra un arbolito raquítico pelado que tiene, al pie, un cartel donde se lee magnolia.

Alexandrina insiste: no sabes lo lindas que son esas flores. Sí que lo sé: magnolias. El arbolito no es lo que es, sino lo que será: lo que debe ser dentro de un tiempo, cuando el tiempo cambie. Tantas décadas de cultura soviética no desaparecen en unos pocos años. En Moldavia, la vida sigue estando más allá, más adelante: en un futuro de magnolias.

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