La crónica que nos debe Villoro

A Juan Villoro le conocí como lector con “El último hombre muere primero”, un trabajo que toma como pretexto el suicidio del guardameta alemán Robert Enke para sicoanalizar al único jugador del fútbol que puede tomar el balón con las manos. A partir de ese momento comencé a leerle sin importar mucho el tema.

En noviembre del pasado año, La Casa de las Américas le elegía para la semana del autor y desde que la noticia fue pública, el Rafa planeaba su secuestro grabadora en mano. Pasaron unos meses hasta llegada la fecha, y cuando Villoro ofreció la primera conferencia, se pactó el encuentro: sería el día siguiente, después de una suerte de mano a mano con Arturo Arango.

Juan Villoro parece cualquier cosa menos un escritor: su estatura y largas extremidades son las de un basquetbolista, mientras su piel blanca, la barba tupida, la calvicie incipiente y los ojos pequeños le dan aspecto de villano de telenovela mexicana, de esos malos malos que solo mueren en el último episodio. Por suerte, su apariencia física no está relacionada con su oficio. Lo suyo es contar historias, jugar con la realidad y moldearla a su antojo. Además, ha logrado escapar de la sombra de su padre, Luis Villoro, uno de los filósofos y defensor de la cultura mexicana más destacados del siglo pasado. Juan no es solo el hijo de Luis; Juan es Juan, el cronista.

Terminado el coloquio de aquella tarde, acompañamos a Villoro al hotel Presidente para luego comenzar la entrevista. Nos pidió que le disculpáramos porque no disponía de mucho tiempo, tenía prevista una cena con unos amigos a las ocho. Eso nos daba un margen de dos horas para hablar con él. Cuando regresó de su habitación, el Rafa que llevaba las riendas, decidió tomar un taxi en Línea y G para ir a un bar recién inaugurado. En mi rol de fotógrafo acompañante, me limité a escuchar, para no más llegar a casa, escribir la gran crónica del encuentro con Villoro.

La pasión por el fútbol trajo como tema de conversación la repesca mundialista que por esos días jugaba México; para él, aquella goleada propinada a Nueva Zelanda no significaba nada, el fútbol mexicano estaba en crisis y necesitaba un varapalo, como quedar fuera del mundial, para que los directivos tomaran conciencia. Después caímos en lo inevitable: Messi. Imposible hablar de fútbol sin mencionar al argentino.

Villoro siempre propone una arista diferente al tema de conversación, exalta la realidad y la distorsiona por completo. Con él, hablar de Lionel era como hablar de un mito; sus ojos tienen un filtro especial, con él no existe eso de “todo tiempo pasado es mejor”, ese tiempo pasado lo estás viviendo en el momento.

Como era de esperar, Murphy mediante, estuvimos cerca de veinte minutos sin tener éxito con el taxi. Convencidos de que no podíamos perder más tiempo, buscamos opciones para la entrevista. El lugar más cercano para mantener el ambiente entrevista-intelectual-bar era La chuchería.

Rafa y yo caminamos muy rápido, algo así como mientras menos demoremos, más cortos serán los silencios. A Villoro no pareció molestarle nuestra velocidad o tal vez no se enteró con sus largas zancadas. Nos tanteó un poco acerca de la sociedad cubana; la vieja historia de los salarios: ¿alcanzan? ¿podían todos los cubanos visitar un bar como al que nosotros íbamos? ¿eran estos negocios una novedad?

Ese día el viento era infernal y el agua salada llegaba hasta la calle tercera en forma de leve llovizna. Cuando entramos al bar, una capa muy fina de agua nos cubría por completo. Pedimos tres Bucaneros a la cuenta del Rafa y la charla continuó. Mi tarea de fotografiarle puede calificarse de bastante mediocre, pues solo le retraté de un único ángulo. Me interesaba más oírle, y en la medida de lo posible, meter la cuchareta en la conversación.

Villoro no solo es bueno con la pluma (o el teclado), como orador, bien podrían ficharle por diez millones cualquier iglesia proselitista. Daba igual cuál fuese la pregunta, él diseccionaba con la mayor sencillez posible el tema más complejo o simple que abordáramos. Así estuvimos cerca de una hora, o menos. Cinco o seis preguntas, una cerveza de mala calidad y una conversación que si el mundo fuese mundo, y nosotros aventureros, deberíamos tener una vez al mes con cronistas de nuestra preferencia. Acompañamos al mexicano al hotel Presidente para que no llegase tarde a su cita ni se perdiese por el Vedado. Al dejarlo, cada quien tomó su camino, como si aquello hubiese sido místico y entrevistar a alguien que le gusta hacer lo mismo que a ti fuese algo excepcional. Tal vez en nuestra realidad lo sea, todo es cuestión de cómo se escriba y de quien lo lea.

Salir de la versión móvil