La entrevista que nunca publiqué

Nunca logré entrevistar a Gabriel García Márquez, él detestaba las entrevistas y nunca me concedió una. Me quedé con las ganas. Solo conversé con él una tarde hace ya casi una década en la Quinta Santa Bárbara, sede de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano que presidía.

Aquel diálogo se asemeja más a un inventario de evasivas que terminaron siendo consejos que nunca olvidaré mientras me aventure en el mejor y peor oficio del mundo como el mismo calificó al periodismo. Obstinada e insoportablemente perseverante como quienes me conocen saben que soy, me propuse en aquella ocasión arrancarle al menos dos oraciones al Nobel colombiano, para no irme con las manos vacías para la redacción.

Una foto que, como otras, un  amigo fotógrafo, nunca me dio, inmortalizó aquel momento que marcó un antes y un después en mi modo de ver, entender y ejecutar entrevistas.

Resulta ser que para una estudiante de periodismo que siempre aprendió más fuera que dentro de las aulas, todo diálogo con uno de sus paradigmas literarios, al menos el más mínimo, quedaría irremediablemente mutado en una magistral clase. De eso siempre estuve segura pero nunca me imaginé como sería esta conversación.

Lo divisé, se había acabado una presentación que había ido a cubrir en el contexto del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano y corrí a perseguirlo. Tuve la suerte de encontrar en ese momento a un amigo suyo, un cineasta cubano al que yo había entrevistado meses atrás y me introdujo con él para que mi soñada entrevista no muriera antes de nacer.

Comenzamos, y mis nervios se empeñaban en traicionarme. Creo que lo notaron. “Atiéndela Gabo, pero si es una niña”, dijo Mercedes, su inseparable compañera de toda la vida a quien agradezco su ayuda. Tajante me respondió que el ya no daba entrevistas, que cada día las soportaba menos porque cada vez querían hacerle más, y si se dedicaba a responder los cuestionarios que le llegaban de todas las partes del planeta no tendría tiempo de vivir.

“No es nada personal, ni contigo ni con los otros periodistas, créeme que conozco lo duro que es hacer ese trabajo que me dio muchos años para comer, pero compréndeme, ya las respuestas de cuestionarios son como  leer y crear  páginas de ficción porque son siempre iguales y debo inventar un nuevo cuento sobre lo mismo cada vez. Dejan de tener valor testimonial para convertirse en pequeñas novelas que recito al viento”, me dijo.

 “Siempre comparo a las entrevistas con el amor, uno vive esperando que llegue el entrevistador de su vida, al igual que sucede con las relaciones amorosas, y ya no estoy para esperar”, añadió.

¿Le molesta que grabe?, con gran respeto cometí el error de preguntarle porque no quise olvidar ni una sola letra de aquellas reflexiones. Me dio un si rotundo que me paralizó y me enseñó que la grabadora era un invento mefistofélico que había atrofiado los sentidos a los periodistas porque no registraba los latidos del corazón y entonces el periodista se confiaba y perdía la sensibilidad ante la respuestas. “Si quieres ser algún día una buena entrevistadora, no grabes, no te acostumbres a confiarte del aparatico, oye al entrevistado, compréndelo”, me aconsejó.

Otro error. Se me ocurrió preguntarle por su obra cumbre Cien años de soledad y me respondió escuetamente que ya no la soportaba. Me esperé cualquier respuesta menos esa. Me dejó desconcertada y atiné a preguntarle ¿por qué se había enamorado de Cuba?

“’Son tantas las razones y tan poco el tiempo que tengo ahora, que te pido que mires alrededor y encuentres tu misma la respuesta  sobre todo lo que amo de este país”, expresó.

Lo recuerdo como si hubiera sido hoy, y me  recuerdo  a mi misma mirando alrededor para descifrar el enigma suscitado.

Me dijo que aprendió, solo después de los cuarenta, a decir no cuando es no y que ya no me respondería más nada, que lo disculpara y me agradeció cortésmente.

Le agradecí de igual forma y me despedí. Me dijo entonces lo que nunca olvidaré y me devolvió el aliento que me había arrebatado entre pregunta y respuesta.

¿Sabes porque te seguí hablando?, me preguntó, a lo que no supe qué responder. “Porque eres perseverante y no te rendiste y es algo que siempre admiré de Oriana Fallaci, a quien por instantes me recordaste por no irte corriendo nerviosa ante tan pocos sí que te he dado.”

 Me fui riendo, algo frenética y perturbada, pero feliz por dentro y por fuera aunque sin una línea para entregar al periódico. Cada vez que me siento triste con mi profesión, me acuerdo de ese día y le agradezco a la vida la experiencia con el Gabo.

De aquel diálogo que mi interlocutor me obligó a tatuar en mi memoria no publiqué nada, no creo que me lo hubieran aceptado aquella tarde, lo guarde para mí y hoy lo comparto con ustedes como homenaje al escritor latinoamericano probablemente más querido y leído de los todos tiempos.

Dicen que murió, para algunos es la última oración de una crónica de muerte anunciada que escribió su primera letra el día en que le diagnosticaron cáncer linfático. Quienes lo leímos y leemos, siempre lo tendremos ahí para nosotros, para que nos aconseje e inspire con  su mágico realismo y palabras precisas en este arte de las letras urgentes que tanto enalteció.

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