La flor insumisa de los Loynaz

Imagen tomada de www.alhaurin.com

Flor concentró en sí la distinción de su madre Doña Mercedes, el fuego de su padre y el don poético de los Loynaz. Sin embargo, fatigado el destino de prodigar tanto, le exigió su precio: el amor difícil y la soledad.

Su padre, el General Enrique Loynaz del Castillo, autor del Himno Invasor, le puso Flor en homenaje a otro general, Flor Crombet. Pero los más cercanos le llamaban Beba, por ser la más pequeña del cuarteto de los Loynaz.

Poco diremos apuntando que nació en La Habana en 1908, el 11 de octubre, porque su energía pertenece a estos tiempos. Podríamos encontrarla ahora mismo, con la cabeza rapada, tal como hizo una vez. Era una mujer hermosa, pero las imágenes suyas que conocemos aparecen descoloridas, sin esa vibra que protagonizó su existencia.

Flor Loynaz en 1930 / Foto: palabranueva.net
Flor Loynaz en 1930 / Foto: palabranueva.net

Tomó parte en las luchas contra Machado, pero su desilusión con la política la hizo alejarse y tomarla como telón de fondo de su vida. Su esposo, el arquitecto inglés Felipe Gardyn, levantó la mansión Santa Bárbara, actual sede de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Pero se sabe que fue Flor quien trazó lo que quería.

Cuando el bautizo de aquella edificación de La Coronela quiso ser escarbado a golpe de cincel; el Premio Nobel Gabriel García Márquez, conocedor de la mística de su dueña, no permitió semejante profanación: “¡Tendrá ese nombre mientras yo viva!”.

Algunos intentos de tomarla como inspiración se presentan esquivos e hiperbólicos. Así resulta el personaje de Sofía de la novela El siglo de las luces de Alejo Carpentier, lo mismo que el cuadro fantasmagórico de la cinta Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea. Hay sed de reencarnarla un día de manera más cercana, más exacta.

Miraba en los animales los ojos de Dios. Un día arrancó de manos del cocinero dos conejos listos para convertirse en fricasé, compró todas las aves de un establecimiento para liberarlas ante los ojos atónitos del carnicero, dedicó versos a las polillas…

La madre tuvo que crear un asilo para animales, porque Flor llevaba a casa a cuanto perro se encontraba en el camino –sin importar cuantos tuviera ya– y lo siguió haciendo hasta el final de sus días. Inmortalizó a su perro Teodolfo, con un poema breve y conmovedor: “Cuando pongo en algo / un poco de amor/ pronto se me pierde…/ Y mi amor es ya / como es la luna / empalidecida / al filo del alba…”.

De izquierda a derecha Dulce María y Flor Loynaz
De izquierda a derecha Dulce María y Flor Loynaz

Su hermana Dulce María Loynaz, en su casa de 19 y E, me expresó en una ocasión su opinión sobre la calidad estética de la obra de Flor. Y así me dijo: “Yo pienso que ella ocuparía con justicia uno de los primeros lugares en la poesía cubana y más allá, no únicamente contemporánea, podíamos remontarnos más lejos; pero la opinión mía no la tendría en cuenta nadie (…) porque soy su hermana (…). Le sacaba jugo a los temas humildes, de mano maestra”.

Sin embargo, su vida no fue la poesía. Le surgía tan fácil, que parecía tenerla a menos. Se negó a publicar nada, ni aún pidiéndoselo poetas de la talla de Juan Ramón Jiménez. El verso lo estampaba en el papel más próximo que luego resultaba irrecuperable.

Todos sus poemas salvados, apenas un manojo, aparecen en el libro Como estrella escondida, publicado por Ediciones Loynaz de Pinar del Río en 1997. Algunos aparecieron antes, en el volumen Alas en la sombra, antología de los cuatro hermanos, realizada por Yamilé Mansor Llano en 1992 para la Editorial Letras Cubanas.

Cuando las fuerzas se le salían por los poros, tomaba su auto y se iba a los bares a beber, pero ¡ay de aquel que se atreviera a una obscenidad delante de ella! Al propio Federico García Lorca lo arrastró con ella en sus días habaneros.

El ron no escapó de sus sonetos: “Y los que dicen acertadamente / que a causa tuya moriré temprano; / sepan que yo lo sé, y que demente / fascinada tal vez por un lejano /sueño que se hizo sed bajo la frente / y mendiga de ti, tiendo la mano.”

Por el ímpetu, Flor es la Juana de Arco de nuestras letras. Nadie escuchó una queja cuando el cáncer la atenazó. En las paredes de su cuarto dejó estampado un auto de fe: “Te doy gracias Señor, / porque me diste un corazón valiente / que no teme a la muerte / ni a la soledad / ni al dolor / que no conoce otro temor / que el tuyo”.

Murió sola en 1985, el 22 de junio. Unos pocos, poquísimos, asistieron a su despedida. Es hora de despejar los misterios de su vida, de aquilatar sus valores, de devolver su nombre a las cumbres de la poesía cubana.

 

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