Los lirios venenosos de las ciénagas

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas.

Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que

sea una experiencia similar para las dos partes afectadas.  Hay  el

amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas.

La balada del café triste. Carson McCullers

Todo ocurre en un acto: Son cerca de las ocho de la noche y estoy sentada en una mesa, comiendo junto a una amiga en el restaurante del hotelucho que queda frente a la devastada estación de trenes de Camagüey. Entonces puedo ver cómo llega y se sienta en la mesa que queda justo al lado de la mía y pretende que escucha mientras la camarera le pregunta qué líquido prefiere, refresco de limón, de cola o agua. Pienso que no tiene un rostro hermoso, que nunca lo ha tenido, pienso en la trampa que es siempre toda esta gente, todos los actores y las actrices con un foco de luz encima y el teatro indefenso mientras ellos van de un lado a otro con un texto cualquiera en el cuerpo. Y justo en ese acceso de lucidez algo se encorva, la razón se arquea, el juicio se contorsiona bruscamente y se deshace entre los ojos que me están mirando, a mí, los ojos que me salvan a mí entre la platea completa que es el restaurante del hotelucho que persiste frente a la devastada estación de trenes de Camagüey. Y salgo del cruce asolada. Sometida.

Lo demás es parte también de ese acto: Nueve noches consecutivas esperando que los mismos ojos me salven en cualquier platea. En el restaurante, las escaleras, el lobby del hotelucho, la calle República, el bulevar, las plazas, los teatros ardientes de Camagüey. A veces lo hacen. A veces tengo la impresión, y qué impresión más jodida, de que de buena gana se cagan en mi salvación.

Prólogo: La primera vez que fui a Camagüey tenía catorce años y me parecía bastante a Mick Kelly o al menos esa idea tenía de mí misma aunque no tenía idea de quién era Mick Kelly (una adolescente varonil de El corazón es un cazador solitario, que pasaba las noches deambulando por el barrio rico de un pueblo del sur de los Estados Unidos, para oír desde fuera de las casas los programas de música que sintonizaban en la radio la gente que vivía allí). Pasados diez años volví, como ahora, con la excusa de un festival de teatro, pero volví en realidad a buscar a Carson McCullers. Había leído en internet un fragmento de El corazón… y después de revolver un par de librerías de La Habana, fui decidida a encontrar a un escritor que por alguna razón no se me había ocurrido googlear. Así que cuando entré a aquella casa y le dije al hombre que vendía los libros que yo estaba buscando a un tipo que se llamaba McCullers, Carson McCullers, el hombre me miró clemente y me dijo está en aquella esquina, son diez pesos. Me quedé mirando el libro con un gesto desconfiado, lo agarré, le di vuelta y me puse a leer la contraportada. Vi que era mujer, que era casi una muchachita Carson y entendí su piedad.

Carson McCullers (Lula Carson Smith): Se casa a los diecinueve años con Reeves McCullers, un oficial norteamericano con pretensiones de escribir, quien siente un odio incontenible hacia ella, que es todo lo que ama y que es como decir hacia sí mismo. Una mañana de 1951 Reeves intenta saltar por la ventana del quinto piso de un hotel en París y Carson corre a llamar a Tennessee Williams. Cuando Williams llega, Reeves le confiesa que quiere morir porque acaba de descubrir que es homosexual. Williams carraspea la garganta, limpia la punta de su zapato derecho con el pantalón y responde: Mira, Reeves, yo sólo me arrojaría por la ventana si alguien me obligara a no ser homosexual. A Reeves le alcanza durante un tiempo, pero dos años más tarde se queda sin alternativas. Carson, mientras, ha amado a otros. Ha amado, sobre todo, a Annemarie Schwarzenbach, la suiza endurecida que compartía la merienda en la universidad con los hijos de Thomas Mann y que murió en un accidente de bicicleta en 1942. A los cincuenta años, tras pasar la mitad de estos postrada en cama por un ataque cerebral que la dejaría hemipléjica, Carson expira en el Hospital de Nyack.

Relación de Carson McCullers con la trama: Entonces busco sus libros, o los que puedo. El corazón es un cazador solitario (1940), Reflejos en un ojo dorado (1941), La balada del café triste (1951) sí. Frankie y la boda (1946), Reloj sin manecillas (1961), no. Algunos relatos cortos también. Los leo, los presto, niego más de tres veces a Carson McCullers y los olvido durante casi dos años. Pero de una manera inexplicable todos estos libros me son devueltos en la guagua en la que voy ahora, por tercera vez, hasta Camagüey. La guagua que me lleva hasta la mesa del restaurante del hotelucho en el que me mirará un par de horas más tarde. Como si fueran una condenación los libros en mi bolso. Como si no hubiera nada que hacer.

Continuidad de un mismo acto: Durante estos días he recibido el desenfreno de hombres y mujeres que se me restriegan con el pretexto de la multitud, que me invitan con lascivia a fornicaciones largas, abundantes, que me hablan de teatro con una cerveza en la mano, que me preguntan por alguna puesta, qué creo de tal actor y aprovechan para quedarse cerca. Les digo amablemente que no estoy interesada, que he venido a Camagüey a salvarme, que estoy a punto y que ellos no van a joderme ahora. La última noche, de pie en ese antro en el que confluye la misma gente cada madrugada, escruto la oscuridad con cinco cervezas en la sangre. No está aquí, no ha venido. Entonces voy hasta un teléfono público, marco el número del hotel y luego los tres números de la extensión de su cuarto. Al tercer timbre me contesta con la voz entumecida, oigo, me dice, quién habla, me dice, le digo que no soy nadie, que no se preocupe por mí, que yo solo necesito que me diga dos estupideces, las mismas estupideces de todos estos muchachos y muchachas que están alrededor mío, que no es conveniente que llegue en este estado a La Habana, que hable lo que sea, cualquier cosa, que ese es siempre un buen revulsivo, pero que hable. No dice nada, se queda un rato con el teléfono en el oído, los ojos cerrados, y cuelga. De este lado del teléfono permanece el temor de que ese silencio haya transcurrido dentro de los ojos abiertos, clavados en un pedazo oscuro del cuarto, como los de un dios reacio a verter su piedad sobre algún hombre.

Vibración de la realidad: El edificio de la estación de trenes está agrietado por el estruendo, la vibración continua de la tierra. La mañana siguiente, la del regreso, voy en la guagua con los ojos entrecerrados debajo de unas gafas azules. Pasa de largo, se sienta al fondo y unos minutos después comienza a contarle a alguien que recibió una llamada cerca de las dos de la madrugada, que no recuerda qué le dijeron y que no sabe quién habrá podido ser. Toco el brazo de la amiga que está al lado mío, la que me acompañaba en la mesa cuando se me torció el juicio y con la que he compartido habitación todo este tiempo. Le digo que fui yo, que siento ahora una clase extraña de vergüenza. Pero mi amiga me dice que no fui yo, que no pude haber sido yo quien hizo la llamada porque a esa hora estaba en la cama leyéndome uno de los libros de Carson McCullers, que leí en voz alta, alrededor de tres o cuatro veces, el mismo fragmento de ese libro y que entonces me dormí. Que ella estuvo despierta hasta mucho tiempo después y que en cualquier caso, recuerde, el teléfono de la habitación no tenía cable desde que llegamos. ¿Cuál pedazo de cuál libro?, le pregunto. Uno finito que tienes marcado, me responde, algo sobre el amante y el amado me parece. Entonces abro el bolso aún con las gafas puestas, saco el librito impreso cubierto con cartulina amarilla y hojeo hasta dar con un párrafo largo, subrayado sin cuidado con tinta negra.

El amante y el amado (Fragmento de La balada del café triste sobre la naturaleza dispar del amor, amplia e históricamente manoseado por adolescentes y jovencitas desesperadas): Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario (…) El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor. Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.

Oración: Cierro el librito impreso, rezo un Padre Nuestro y me siento una vez más como Mick Kelly, tratando de escuchar un programa de radio a las puertas de un desconocido. Me estoy yendo de Camagüey y las sensaciones se agolpan con la misma violencia que cuando tenía catorce años, como si estuviera desnuda en un teatro repleto en el que nadie tiene conciencia de mí, ni siquiera yo misma, porque todos estamos mirando el cuerpo que se arrastra desde proscenio hasta el fondo dentro de un aro de luz. Como si estuviera yo tendida en una cama, hemipléjica, con los sentidos dando vueltas alrededor del cuarto vacío, o en el quinto piso de un hotel parisino, sobre cientos de cafés llenos de gente como hormigueros, fumándome un cigarro. No vuelvo a abrir los ojos, que permanecen bajo los cristales azules, hasta la entrada a La Habana.

Epílogo: Entonces comienza lo terrible.

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