Mi abuelo Cintio

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

No sé bien por qué escribo estas líneas sobre mi abuelo Cintio, ni mucho menos para quién las escribo. Me abandono a ellas, simplemente, constatando que hay temas que no se pueden tocar sin tocar nuestra propia alma. Tampoco me siento capaz de hacer el elogio o comentario de la obra de Cintio Vitier –¿cómo sustentar una raíz, energizar un núcleo ardiente, iluminar una estrella, explicar una esencia? Es el desafío de lo imposible; el único, por cierto, que le gustaba a él. Quienes acertaron a escuchar lo que escribió y dijo, saben que de ahí, de ese intento invariablemente inesperado como el mundo, como la heroica sustancia de la vida misma, brotaban la alegría y la agonía, y que esa serena tensión más honda es lo que vuelve tan fascinantes sus páginas, para quienes reconocen esa sed, esa extrañeza, revelación, y sobre todo fidelidad, de que su obra es testigo.

Era capaz de decir un chiste con tal solemnidad que este quedaba siendo inolvidable. Y era delicioso ver cómo a veces su interlocutor no se daba cuenta de que estaba bromeando. Como cuando a una periodista que indagaba por no recuerdo qué fuentes de su obra, le dijo con entera gravedad: “Cuando yo tenía seis años, me cayó un coco en la cabeza. Y los resultados están a la vista.” O cuando le fueron a dedicar la Feria del Libro a él y a Italia: “Quiero que le dediquen la Feria a Italia como persona, y a mí como país.” O como cuando un joven desmedido, alentado por la invariable cortesía de mi abuelo, le pidió que le prologara un libro de sus poemas, y él aceptó y en muy breve tiempo le hizo el prólogo solicitado. Un día después, en su casa, mi abuelo me confesó que había incursionado en un género literario nunca antes intentado por él: “El prólogo al libro no leído.” El nombre del joven me lo llevo, naturalmente, a la tumba. Pero el prólogo, de una manera tan vaga como mágica, parecía adecuarse a sus versos.

La juventud de mi abuelo fue la más larga que yo haya visto. Y en su vejez tuvo, finalmente, bastantes achaques, ninguno grave pero todos muy molestos, de los cuales jamás emitió una queja. Era estoico; y algo mucho más difícil, cristiano. Comenzó a serlo a los 17 años, por vocación propia y decisión solitaria. La incomprensión de la revolución cubana en sus primeros años hacia la religiosidad, unida a algunos ataques injustos y mezquinos, sobre todo contra amigos suyos, casi colmaron su medida. Perdonar las ofensas no es tan duro, pues el amor puede obrar, con su gran fuerza y lucidez, a favor de ese perdón; lo difícil es perdonar las ofensas hechas a quienes amamos. Por poco logra aquella situación que mi abuelo aceptase un puesto de profesor en la universidad estadounidense de Columbia en los años sesenta. Él nació por azar en Key West y tenía por entonces nacionalidad estadounidense, a la que poco después renunció. Al poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal le confesó que se sentía en el exilio en su propio país. La respuesta de Ernesto Cardenal, en el marco de una conversación que tuvo lugar en Cuernavaca, México, fue decisiva para él, y para el destino de nuestra familia: “Los cristianos siempre estamos en el exilio. Regrese, y dé testimonio.” Y mi abuelo hizo eso. “Y los resultados están a la vista.”

Recogió sus versos en tres libros, nombrados como las tres notas iniciales de una melodía: Vísperas, Testimonios, Nupcias. Y en muchos de sus ensayos y antologías el nombre de su patria es un referente:  Cincuenta años de poesía cubana, Lecciones cubanas, Diez poetas románticos cubanos, Flor oculta de poesía cubana, y, muy señaladamente, Lo cubano en la poesía, un voluminoso libro escrito en un rapto de amor en el que no se dice qué cosa sea lo cubano. Difícil, imposible, innecesaria definición. El libro mismo, como su nombre indica, es lo cubano en la poesía. Como el bien es el bien, y el amor el amor. Ya me advertía contra la obsesión de buscar las raíces de la identidad nacional mi sabio vecino Agustín Pi, grande y constante amigo de los abuelos, que si nos empeñábamos en buscar las raíces, podía caerse la mata. Los resultados de nuestra ofuscación en ese sentido también están a la vista.

Llevaba la filosofía como una espada envainada –como se dice que debemos llevar el honor– que portaba siempre y que sacaba en contadas ocasiones. Una fue aquel discurso que dio, por la época en que lo eligieron diputado a la Asamblea Nacional; un discurso donde dejó atónito a todo el mundo señalando lo obvio. Dijo que se hacía mucho énfasis en la unidad. La unidad del pueblo, por ejemplo. La unidad dentro de las organizaciones. Pero que se olvidaban de que la unidad solo puede existir dentro de la diversidad. Que lo homogéneo no puede unirse. Que el acto de unirse solo puede realizarlo lo individual, lo diferente. Esto causó en su momento una gran impresión, creo que sobre todo entre los dirigentes, y hasta salió como titular en el periódico.

"En un sendero de las Villas", de José Adrián Vitier.

Como es tradicional, mi abuelo Cintio tuvo a su vez dos abuelos. Uno guerrero, y otro pacífico. Ninguno de los dos era español. El guerrero fue el general mambí José María Bolaños, por el cual mi padre se llama José María. El pacífico fue un carpintero y pastor protestante de Quemado de Güines, llamado Severo Vitier. Este carpintero hizo la mesa donde más tarde escribirían toda su vida primero su hijo, el filósofo y maestro Medardo Vitier, y luego el hijo de Medardo, Cintio. Me contó mi abuelo que una vez, de niño, su abuelo Severo le hizo el relato de una noche en que iba cabalgando por un sendero de Las Villas, y el caballo se detuvo en seco, asustado, y frente a él desfilaron silenciosamente todos los animales de la Creación. Esa visión, de cuya realidad no tengo motivos esenciales para dudar, es el tema de un cuadro titulado En un sendero de las Villas, que pinté hace unos diez años, más o menos cuando descubrí la pintura, y en el que aparece mi abuelo escribiendo en una mesa caminante con patas como de venado.

Ahora que ocupamos, como altos extranjeros, su lugar y su patria indecibles; ahora que no puede rectificar a quienes digamos “él fue así”; ahora que ha cumplido o cumple el trabajo de su alma, o por lo menos se ha vuelto totalmente exterior como esta luz, me complace imaginarlo con un gorro tradicional pero de una tradición imprecisable, con el que sale en el cuadro, pero esta vez sentado al pie de un árbol por cuyas ramas entrelazadas pasan suavemente las cuatro estaciones a la vez, tocando su violín. El instrumento al oído. En él, una melodía que no rompe el silencio porque es más antigua que este.

Una de las últimas cosas que me dijo fue que no me fuera de Cuba y que continuara trabajando en nuestro proyecto multiforme, que él bautizó “La isla infinita”. Así he hecho hasta ahora. Espero que los resultados, mal que bien, estarán a la vista. No sabiendo cómo terminar estas líneas, lo haré con unos versos suyos que recordé durante el entierro:

Necesidad amarga,
cómo brilla tu fondo.
Cielo estrellado, costa
del infinito asombro.

Necesidad amarga,
pesadumbre de todo,
lávame con tu bálsamo
que yo a ti me abandono.

 

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