Poesía urbana

Foto: Desmond Boylan.

Foto: Desmond Boylan.

El poeta francés Apollinaire fue el primero en usar el término surrealismo. “Cuando el hombre quiso imitar el andar creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo”, escribió en 1917 con motivo del estreno de su obra de teatro Las tetas de Tiresias.

Baudelaire, otro francés, al que se le considera el padre de la poesía moderna, usaba al flâner –u holgazán, como diríamos en español, o paseante, para que se entienda más el concepto–  y lo ponía a captar la realidad en escenas que terminaban siendo el poema. Ambos, Apollinaire y Baudelaire, influyeron mucho en lo que se ha dado en llamar “poesía urbana”.

Yo no puedo dejar de pensar en la poesía urbana cuando veo desbordados los contenedores de basura y, mucho menos, cuando todavía no los he visto y ya el olor me avisa de ellos, como en la más baudelaeriana de las sinestesias. No puedo dejar de ser ese flâner que se queda atónito ante toda la significación simbólica de una niña que canjea su imagen de escolar uniformada por “¿una foto, amiga?”, o ante la decepción con que retira su sonrisa cuando te descubre y “Ah, pero si eres cubana”.

Yo no puedo dejar de pensar en Apollinaire cuando descubro que no era un chiste aquella anécdota que solía hacer mi amigo El Chino cuando se hablaba del folclor de barrio y citaba a dos vecinas, que de balcón a balcón se gritaban a toda cólera:

– A mí lo que hay es que tocármela, ¿oíste?

– Pues se te toca, Marta, se te toca igual.

Una vez alguien me dijo que era bueno mirar hacia arriba porque uno descubre cosas que casi nadie ve, “aunque debas llevar el cuidado de no convertirte en alguno de los tres hermanos a los que canta Silvio”, dijo luego, con una carcajada. A veces uno no necesita siquiera mirar. La realidad te viene encima por todos los sentidos y te agarra por los hombros, te sacude y te dilata las pupilas, las fosas nasales, te hace apretar la boca para no degustarla deliberadamente y te salpica las manos y el oído, sobre todo el oído.

¿Quién se imagina a Baudelaire y a Apollinaire en un ómnibus de la ruta 27? En uno de esos “animalitos” le escuché a tres adolescentes de no más de 16 años hablar a voz en cuello del tamaño de sus miembros en florecimiento, y de cómo unos sí lo usaban y otro del grupo no, “porque Fulano sí es un pasmáo, asere, ese sí no ha… todavía”.

“Pues yo dejé de trabajar, mijita”, decía también mi más cercana compañera de viaje en la flamante 27. “Yo no estoy para estar viendo churre y miseria, me cansé. Ahora me quedo en la casa y me alimento con el dinerito que me manda el niño. Me levanto temprano, hago las cositas de la casa y me pongo mis novelas. Yo, antes, de criticona, me ponía a criticar a mis vecinas, que si en qué tiempo veían las novelas, que si no atendían al marido… pues ya yo veo mis novelas y me va de lo más bien. A veces me dan las 2 de la mañana, pero es que me encanta. Allí me pongo yo frente al televisor y me siento como la protagonista, me pongo su ropa, soy ella, sufro con ella, le vivo los zapatos y al mango del marido –que todos están buenos y lindos–, y soy feliz así. Ya te digo, para ver churre y miseria hay tiempo. Ahora estoy viendo La culpa, ¿tú la has visto?”.

“¿La culpa?, ¡ay, muchacha, esa es buena, buena, buena!”, le dice la pasajera de atrás.

Que alguien me diga si no son estos poemas urbanos, muy serios, sobre todo si es leído en el tono y la actitud habanera, cubana en general, esa de defender el criterio a toda costa y como si tratara del tema más candente de la historia.

De este modo fervoroso escuché en la parada a un señor que decía profesar su fe solo al Sol, “que en verdad es el único Dios sobre la tierra, porque ¿qué nos da la energía?”, dijo.

“Yo estuve yendo a una iglesia y allí lo primero que hacían era ponerme el sobrecito para que depositara mis 10 pesos, y luego tenías que dejarlo todo. Mi hija, por ejemplo, que es cantante, tenía que dejar su trabajo para cantarle solo a Dios, alabarlo, y ¿con qué comía?, y más ¿con qué pagaba los 10 pesos?”.

Aquel hombre acudió a egipcios, mayas e incas para justificar su devoción al Sol, y la parada entera dio sus criterios. Cada uno argumentó su creencia en esto o aquello, “porque Yemayá es la misma virgen María que a su vez tiene once mil vírgenes más que le hacen la competencia”. “No, señor, no es lo mismo”, le ripostaron citando a Fernando Ortiz porque “eso se llama sincretismo, no es un problema de un nombre aquí y otro allá”.

“Sí, sí, como dijo Jesús, yo no les digo que crean, solo les digo que lean”. “Eso no lo dijo Jesús, anormal, lo dijo José Martí”, y yo me mordí los labios para no meterme en la discusión, y recordé que la primera vez que leí tal frase, también atribuida a Martí, fue en la puerta destartalada de una casa en un barrio muy marginal de Camagüey.

La realidad me fatigaba. “Dime la hora, mimi”, me gritó un borracho y desperté del letargo. Descalzo y con su vaso desechable lleno de un ron malo y pestilente se me acercaba tanto que podía oler su aliento. “Deben ser las siete y cuarto, pero no sé bien”, le respondí, mareada.

“To’ esta gente son unos imbéciles”, dijo, “to’s ustedes son unos comemierdas –gritó. Tan temprano y hablando tanta mierda”, volvió a gritar, y yo pensaba en Apollinaire, y en Baudelaire, y en su concepto de que el poeta ya no es un profeta sino un descifrador de esos símbolos que son la realidad. “Eso de ‘Yo no les digo que crean’ no es así, es ‘Al pueblo no le decimos cree, le decimos lee’ y lo dijo Fidel Castro, el caballo”, vociferó el borracho y se largó un trago completo que culminó en un “a su salud”.

¿Surrealismo, Apollinaire? ¿Poesía urbana, Baudelaire? ¿Quién los hubiera visto en Cuba?

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