¿Qué tan rojo era el rojo de Luis Rogelio?

Entre los títulos de la literatura cubana que logro recordar de golpe este me produce un sentimiento de inesperada ternura. No sé por qué. Ni siquiera atribuyo el hecho al recuerdo de la lectura. Ninguno de sus poemas me viene a la mente de inmediato. Tampoco las imágenes que ciertos versos sugieren. Al menos, no de momento. Es solo cuestión del título, de la mezcla de palabras inscritas alguna vez sobre una portada desacertado diseño. Y es raro que así suceda. Debe ser porque, de pronto, lo primero que salta es esa imagen infantil donde el conejo devora su alimento predilecto –según las historietas y dibujos animados, no tanto la vida real. Debe ser por eso, por la zanahoria y el conejo de la infancia.

Cabeza de zanahoria. Sin dudas un rotundo libro de poesía, escrito por un muchacho de veintitantos años que al borde de los cuarenta confesó sentirse incapaz de superar aquella escritura desatinada que había acometido entre los pasillos de la Escuela de Letras y la oficinita “mal iluminada” donde pensaban El Caimán Barbudo. Estrenó el Premio David, en 1967 –compartido con Casa que no existía, de Lina de Feria– ; mas, de la popularidad dada por la publicación del texto un año más tarde, su autor pasaría al discreto anonimato al que los setenta condujeron a tantos intelectuales luego del Congreso de Educación y Cultura, después de los nefastos sucesos relacionados con el poeta Heberto Padilla.

Existe una fotografía famosa de una mesa encima de la cual hay una grabadora de cintas. En torno a la grabadora y la mesa nueve personas posan para la cámara. Los nueve se conocen por sus textos periodísticos, prosa y poesía. Tres de ellos llevan espejuelos; dos, fuman. El del centro, con un tabaco entre los labios es gordo, anda de saco y se apellida Lezama y Lima. El primero, a la izquierda del observador, sostiene un cigarro a su vez con la siniestra, la mano con que escribía. Luis Rogelio Nogueras.

Creo en verdad que se llamaba Luis Rogelio Rodríguez Nogueras. Incluso habrá quien señale como dato de inscripción el de Luis Rodríguez Balmaceda. Se lo leí al poeta Raúl Rivero, su amigo de cuando El Caimán Barbudo era un sueño compartido con Jesús Díaz y otros tantos entusiastas como Casaus, Rodríguez Rivera, Posada. Una persona. Y tres nombres tenía. Como los personajes de sus libros policiacos Luis Rogelio a veces tomaba el rasgo de los inspectores, agentes secretos, policías develados ante la sociedad: gafas oscuras, camisa apretada, botines y un cigarro. Rasgo importante, la observación. Y los ojos en las mujeres, y la amistad al que la mereciera. En tiempos de filosofía en Coppelia la mejor banda sonora llegaba con Silvio Rodríguez, quien con los cuarenta y un años eternos del poeta le ha definido “amigo entrañable”, “casi mi alter ego”.

De adolescente Luis Rogelio había sido incendiario en Venezuela –a donde llegó para reunirse con su madre radicada desde antes de la Revolución. Junto a otros muchachos, según contó tantas veces, había prendido fuego a un establecimiento de periódicos y revistas por la razón de que se comercializaba allí la Bohemia libre que Miguel Ángel Quevedo había fundado en el exilio. Lo que uno considera decadente o enemigo no debe suprimirse con violencia en tanto no represente amenaza directa a la vida. Ni siquiera debe suprimirse lo reaccionario, porque la resistencia es muestra de la variedad. Aunque lo piense ahora, no podría evaluar con contundencia la actitud juvenil de Nogueras cuando el hecho sucedió en 1960; dieciséis años y casi todos los poetas del mundo pidiendo empuñar las armas porque se creyeron militantes de la espontaneidad.

Tratándose de Luis Rogelio el hecho incluso tendrá una doble lectura. Ligada a la furia vislumbro un estado de diversión en el hecho de espetarle un golpe a Quevedo. En la medida que el brazo se alzaba, a la vez que la mano dejaba escapar el objeto incendiario sus labios irían formando una sonrisa, y su mente una burla, en medio de esta una de esas palabras que las señoras llaman “obsenas”. El acto de terror también habría de convertirse en burla.

La broma le costó la deportación, y así Luis Rogelio estuvo de vuelta a Cuba donde comenzó un largo recorrido profesional por espacios culturales como el ICAIC, el Instituto del Libro y Casa de las Américas, a la cual estuvo vinculado antes de haber ganado el Premio en 1981 –con el libro de poesías Imitación de la vida– y haber sido llamado a integrar el jurado. Alcanzó lauros internacionales, escribió guiones para películas que responden a su momento y ofreció entrevistas y conversatorios donde charlaba de la vida de un hombre común, a la vez que evocaba su relación con la literatura heredada de su madre y un tío-abuelo famoso: Alfonso Hernández-Catá, emigrado español que destacó en el periodismo y la literatura cubana al punto de que bautizaron con su nombre uno de los más importantes premios literarios previos al 59.

Alguna vez confesó que la narrativa era una especie de evasión, pero que su verdadera apuesta estaba por la poesía. Criterio acertado en palabras de un lector. Su prosa, aunque eficaz tanto en la ficción como el periodismo, jamás alcanza la altura de su poesía, la pura, esa que le ha inmortalizado, en la que parece imbatible porque se dejaba llevar por humor y la sencillez de las palabras, dos de sus principales valores. Cuando ambas coinciden en sus versos el escriba parecía dominado por el poema, a sus órdenes, y este lograba sacarle imágenes viscerales teñidas por la sangre salvaje de los bisontes de Altamira.

Era Luis Rogelio Nogueras heredero de un tipo de escritura posible en intelectuales que se comportan a tono con sus pensamientos; y su pensamiento estuvo determinado por una circunstancia peculiar. Creía en cierta lucha social, pero prefirió los petardos verbales para la literatura y sus estallidos han sido señal al aire que a decenas de bisoños les siguen salvado del naufragio.

Irreverente de espejuelos negros, genio de los epitafios apócrifos, inscripciones mortuorias de escritores amigos, y no tanto, de animales sagrados que habrán de vivir sin embargo en sus palabras ocultas en la memoria de los lectores. Cabeza de zanahoria. El guiño personal a un personaje de la infancia. La relatoría de poemas por los que desfilan amigos y enseñanzas y por los que el recuerdo de Jules Renard vagará hasta el final de los tiempos. Había sido aquel el primero con el cabello naranja, el niño inquieto, duro, rebelde; la pequeña bestezuela.

*La semana anterior se cumplieron 30 años del fallecimiento prematuro de Luis Rogelio Nogueras, Wichy.

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