Sanchos

EScultura de Sancho en la Habana Vieja Foto Reinaldo Cedeño

EScultura de Sancho en la Habana Vieja Foto Reinaldo Cedeño

¿Qué hubiera sido del Quijote, de Don Quijote, sin Sancho Panza? ¿Cuántos se atreven a desfacer entuertos, a desandar el mundo sin un fiel escudero?

Cervantes se había propuesto con El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, satirizar las novelas de caballería, tan en boga entonces. Eso se ha dicho, se ha repetido, basándose en el tono burlesco de la propuesta.

Sin embargo, una cubana que ganó el Premio Cervantes, Dulce María Loynaz, se permitió discrepar. Sería insistir en que fue obra de la casualidad. Un propósito tan estrecho no hubiera arrojado jamás una obra monumental como aquella, comentaría alguna vez.

Desde los albores del siglo XVII hasta hoy ha inspirado, ha inflamado a gente de todas las geografías y de todas las condiciones. Claro, todo el crédito acaba llevándoselo el caballero de la triste figura, aquel que va al lomo de Rocinante.

Sancho es la contraparte, el personaje secundario, el otro. El del burro. El obeso. Tal vez nos hemos detenido demasiado en su apariencia. No hemos cruzado la puerta.

Naturalmente, Sancho no hubiera podido desfilar como modelo de Chanel en un pedazo del Prado habanero ni en una casa de modas en París. Sin embargo, esa certeza poco le quita, poco le agrega. A la realidad, esa que asoma fuera de pantallas y pasarelas, nadie la puede recortar a su antojo.

Hay zurdos y hay derechos, altos y bajos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, negros y blancos. Los hay delgados y los hay gordos.

Y ahora que hablo de libras… La primera vez que escuché a Juan Miguel Mas, director de la compañía  Danza Voluminosa, me reí. Otra cosa fue verlo en el escenario, cuando escruté, no su peso sino su vuelo interior. Ya estaba avisado cuando aplaudí el proyecto Las Voluminosas, las chicas del inquieto William Ortiz, que arrasan en cada carnaval.

Sin Sanchos no habría Quijotes. Póngale nombres ahora mismo a los que usted conoce. Se esconden, se apartan, aguardan. Son la retaguardia, el cable a tierra, el rabo del papalote. Son  los que escuchan, los que ponen el hombro, los que alzan la cuchara, los que están a la cabecera de la cama.

Al final acaban conectados, “quijotizados”. La amistad hace milagros y las hace el amor. Los Sanchos recomponen el espíritu que otros corroen, creen más en las quijotadas que el propio Quijote. Y le despiertan –le sujetan– la adarga. Lo cargan, si es preciso.

Pagan el precio que no les toca, pero van generosos y anónimos por el mismo camino, sin importar sea cual sea el resultado.

Este 13 de junio cumpliré 48 años. Estaré lejos de casa, pero cerca de mis muertos. Nadie me pregunte cómo he llegado hasta aquí, pues no tengo respuestas, mucho menos recetas.

A veces me he lanzado contra los molinos, mas no reclamo emblema de Quijote. Ha sido la vida. Uno comienza gateando y ella exige que tomes la garrocha. Es más, a estas alturas, creo que estoy “sanchificándome”.

Porque Sancho es la voz de abajo, la humanidad sin afeites, la advertencia cariñosa y tenaz. La paciencia, el cayado, la rara joya de la lealtad. La mano siempre abierta.

Lástima que algunos solo vean su panza.

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