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La doctrina del shock

En mi columna anterior, no recuerdo bien por qué, hacía referencia a De zurda, el programa que emitió Telesur durante el Mundial (ya nadie habla de eso, pero yo siempre ando desfasado). En realidad, lo que yo quería decir es que una de esas noches estaba haciendo zapping distraídamente, caí en Telesur y me detuve un momento, extrañado, porque pensé que había escuchado mal, porque… ¡Maradona y Víctor Hugo Morales estaban hablando de Naomi Klein!

En el talk-show futbolero de pronto se había abierto un paréntesis dedicado a la lectura. Maradona estaba diciendo que adquirió el hábito (de leer) en Cuba, mientras se estaba recuperando de “su enfermedad”. En Cuba él tenía mucho tiempo libre y le regalaban libros (temas de historia, sobre todo). Ahora estaba leyendo con mucho interés La doctrina del shock, y expresaba sus elogios (compartidos, desde luego, por Víctor Hugo) tanto a la obra como a la autora canadiense.

Habrán sido dos o tres minutos, pero en ese breve paréntesis entraron cosas: la lectura y su valor terapéutico, la lectura como el consumo que te ayuda a superar otros consumos, una idea de redención personal ligada a lecturas que te alimentan políticamente, etcétera. Además, claro, del fenómeno imprevisto que fue la recomendación maradoniana, en televisión, en vivo, en plan Oprah.

No es descabellado pensar que al día siguiente más de uno (fuera de Cuba, se entiende) corrió a la librería o a Amazon en busca de su ejemplar de La doctrina del shock (la primera edición en español, de Paidós, es de 2007). Y sin duda hicieron bien, porque Naomi Klein es una imprescindible dentro del pensamiento de izquierda en la actualidad. Poco tiempo después Telesur daba amplia cobertura a la visita, calificada de “histórica”, del presidente chino a América Latina; ya para entonces los lectores, poniéndose también históricos, podían recordar la parte del libro dedicada a la matanza de la Plaza de Tiananmen en 1989.

Sobre el movimiento popular que estalla en Beijing, una década después de que el Partido Comunista iniciara la reconversión económica del país, apunta Klein:

Estas protestas fueron descritas de forma casi unánime como una confrontación entre unos estudiantes modernos e idealistas, deseosos de la implantación de libertades democráticas de corte occidental, y la vieja guardia autoritaria que pretendía salvaguardar el Estado comunista. […] Los manifestantes exigían democracia, pero muchos de ellos estaban en contra de las medidas gubernamentales del capitalismo sin restricciones, un detalle del que la prensa occidental olvidó informar en la mayoría de sus noticias y reportajes.

Con su habitual detector de ironías, Klein —hay que decir que el emblemático No Logo, su bestseller de 1999, estuvo disponible para el desabastecido lector insular: la editorial Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro lo sacó en el mismo 2007, creo, como una manera de reconocer tácitamente que nunca iba a poder publicar La doctrina del shock sin mutilar dos o tres capítulos— señala que la masacre fue tratada en los medios occidentales como una muestra de brutalidad comunista que empañaba el acierto de las reformas económicas, cuando en realidad lo que estaba en juego en China era la profundidad y la pureza de tales reformas.

La alternativa no era, como tantas veces se ha dicho, entre democracia y comunismo […] La decisión pasaba por un cálculo más complejo: ¿debía el Partido llevar adelante su programa de libre mercado a toda costa, lo que significaba pasar por encima de los cadáveres de los manifestantes si era necesario? ¿O debía ceder a las peticiones de democracia de éstos, ceder su monopolio de poder y arriesgarse a un serio revés en su proyecto económico?

La primera opción, ni qué decir. Lo que salieron a defender los tanques en las calles de Beijing, hace 25 años, fue el capitalismo.

A la masacre de Tiananmen siguió una cacería de brujas que extendió por todo el país los asesinatos, los encarcelamientos y las torturas. Como en aquel poema de Brecht, el gobierno disolvió el pueblo para elegir un pueblo a su medida.

Nunca tendremos estimaciones fiables del número de personas muertas y heridas durante aquellos días. […] Como ya sucediera en América Latina, el gobierno reservó su represión más dura para los obreros industriales, que representaban la amenaza más directa para el capitalismo desregulado.”

Por esta conexión latinoamericana pasa el tema de fondo de La doctrina del shock: la historia negra de la teoría económica según la Escuela de Chicago, la pesadilla de violencia, desgarro y trauma ciudadano (el shock) que acompaña el sueño de los mercados totalmente libres; la utopía de Milton Friedman, quien fuera consejero y brújula inspiradora de los reformadores chinos como antes lo fue de las dictaduras del cono sur, en especial Chile.

Del mismo modo que el terror de Pinochet había despejado las calles para dar paso a su cambio revolucionario, Tiananmen había allanado el camino para la transformación radical sin que hubiera ya temor alguno de rebelión. […] Y así, con la población sumida en un estado de salvaje terror, Deng [Xiaoping] pudo emprender reformas más profundas […]. Para Deng y el resto del Politburó, las posibilidades del libre mercado habían pasado a ser ilimitadas.

En los años siguientes el capital estaba fluyendo sin innecesarias restricciones de corte democrático, libre ya de cualquier reclamo social, laboral, salarial… Esa fue la oleada de reformas que transformó a China en la fábrica del mundo. El crecimiento de un gigante se abonó con sangre en la raíz.

A lo que apunta Naomi: no fue a pesar de Tiananmen, sino gracias a Tiananmen, que China se convirtió en la gran potencia económica que es hoy. De este modo, Tiananmen hizo posible las alianzas y los buenos negocios que vino a rubricar y a renovar el presidente chino en este lado del Pacífico. Todos salimos ganando.

Sabemos lo que significa decir ese nombre, Pinochet, acá en América Latina. Cuando hace poco veíamos a Xi Jinping en televisión, cuando por el cintillo rojo del borde inferior de la pantalla corría el mensaje “En desarrollo”, su alargada sombra estaba pasando también por ahí, ante nuestros ojos —tal vez junto a la palabra “desarrollo”—, nada más y nada menos que en Telesur.

Pero yo había empezado hablando de Maradona, claro. Maradona, que se hizo lector en Cuba y luego, sencillamente, le dio por comentar en De zurda el libro que estaba leyendo. Me recordó a un amigo suyo que tenía una idea más performática de lo que puede ser compartir, exponer, una lectura. Me recordó a Hugo Chávez obsequiándole a Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano; a Hugo Chávez en España, mostrando a las cámaras la cubierta Anagrama de El capitalismo funeral, de Vicente Verdú…

Escenas con nota al pie bibliográfica, donde se pretende que el libro elegido hable por uno, o hablar uno a través del libro, de ser posible desde el mismo título. (Y como para muchos el tema de este artículo no es otra cosa que el fútbol: también recordé a Guardiola regalándole a Messi una novela de David Trueba titulada Saber perder. “Pero yo no soy de leer”, confesaba Leo por aquel entonces a la revista Etiqueta Negra.)

Pero sucede que a veces los libros, bien leídos, se resisten a semejantes operaciones de recarga simbólica. Como muñecos de ventrílocuo que de repente adquirieran voz propia, si uno los observa con atención los buenos libros pueden trastocar o subvertir, de una forma u otra, más temprano o más tarde, el sentido de esas escenas en las que fueron insertados.

Del show al shock.

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