Stalin,Trotsky y Ramón

La fila parecía infinita. Como en todas las colas cubanas, esa tenía su segunda parte, su continuación: el siguiente paso. Uno esperaba un buen rato para comprarlo, y luego debía tener la misma paciencia para obtener la firma. No era obligatorio, pero ¿quién podía adquirir el libro y no ponerlo delante de su autor para que le dejara un autógrafo?

Leonardo Padura terminó de escribir “El hombre que amaba los perros” en algún momento de 2009. Cuatro años después continúa atendiendo las “consecuencias” a su última creación, ya sea ante una multitud disciplinadamente enfilada en el Vedado habanero o en una entrevista ante un periodista argentino.

El interés de la prensa, la sucesión de premios y la formalidad de firmar su nombre con la caligrafía apurada de los autógrafos, es la natural reacción a un libro del que se habla mucho y que pocos han leído en Cuba. Conseguir un ejemplar es un golpe de suerte, no por su escasez, sino por el interés de los lectores isleños, que agotan cualquier edición en el tiempo mínimo indispensable en que demora enterarse, llegar y comprar.

“El hombre que amaba los perros” es una novela histórica y sus protagonistas respiran en La Habana de los años setenta y ochenta o en la Europa de la entreguerra, con los ojos puestos en el Moscú de las purgas estalinistas o merodeando en la España de una guerra civil.

Descubrir que Liev Davidovich no es otro de esos pobres diablos enviados a aburrirse de frío en la Siberia, es la primera de muchas sorpresas que encuentra el lector al que le prometieron una novela sobre un asesinato, y que termina dando saltos de Kirguistán hacia Baracoa (sí, la de Guantánamo), o de Barcelona hasta los fiordos de Escandinavia.

El final de la historia se conoce desde la primera página, que recuerda la noticia de la muerte de Trotski, un acontecimiento histórico tan conocido que no vale la pena utilizarlo como misterio para una novela. Padura escapa al cliché de asombrar al lector con este hecho y lo entretiene contando lo ocurrido antes del crimen, una narración intercalada con la vida de un cubano llamado Iván, que, como el lector, va descubriendo quién era León Trotski.

Una pregunta surge mientras se pasa de una página a la siguiente: ¿hasta qué punto se está leyendo la imaginación de Padura y cuánto de Historia (con mayúscula) hay en esas páginas? ¿Qué tan real fue la Unión Soviética que el autor pone en boca de Liev Davídovich?

Personalmente, me creo fidedigno el retrato de la actitud de esos militantes comunistas catalanes, cuya disciplina y tozudez ideológica tanto impresionaron a un miliciano británico llamado Eric Arthur Blair, quien luego escribiría una novela llamada 1984, bajo el apodo de George Orwell.

En su novela, Padura narra en tres puntos de vista: la mente de la más revolucionaria oposición al estalinismo, el soldado republicano atormentado por una Yocasta subordinada a Moscú, así como el personaje cubano habitual de sus novelas (otro de esos desilusionados contemporáneos del viejo Mario Conde).

No faltan, como es habitual, las metáforas y oraciones cargadas de ironía y las catarsis superlativas de burlas hacia la Cuba de los años setenta, de la que Padura y otros intelectuales cubanos parecen acordarse tan bien…y por lo que sienten tan poco aprecio.

El nombre de Leonardo Padura sobre la tapa de un libro lo convierte en un best seller instantáneo, pero  “El hombre que amaba los perros” tiene un atractivo especial, tal vez, para las decenas de miles de profesionales cubanos que vivieron y se formaron en la Unión Soviética, o para las nuevas generaciones que todavía en las escuelas reciben clases de una historia del siglo XX que gira alrededor de la Revolución de Octubre, la Gran Guerra Patria y la Guerra Fría entre el socialismo y el capitalismo, que ven y escuchan los recuerdos de la República de los Soviets con el mismo asombro con que se puede imaginar a un brontosaurio pastando, inconmovible y majestuoso, en algún momento del Jurásico.

A través de casi medio millar de páginas, hasta el momento en que Ramón Mercader mata a Trotski por orden de Stalin, “El hombre que amaba los perros” me enganchó por los razonamientos revisionistas de Liev Davídovich, por la estúpida ceguera de un catalán manipulado y por la suerte de un Iván que eligió ser terrible consigo mismo.

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