“Traigo mi isla debajo del brazo…”

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida

No lo conocía. Nadie me lo había descrito. Todavía me pregunto cómo adiviné que era él cuando lo vi avanzar cerca del Cementerio de Colón. Algo me impulsaba:

– Usted es Ernesto Víctor Matute, ¿verdad?

Cada nota, cada homenaje, cada reseña del Guantánamo republicano, llevaba su firma. En el periódico La Voz del Pueblo fue colaborador asiduo. Se me hizo omnipresente. Pero, su vida solo empezó a dibujárseme cuando tuve en mis manos el libro Vientos de Proa y otros poemas (El mar y la montaña, 1991), poemas sociales, gritos desde una aldea.

“Parece probable que el primer responsable de la preteritación sufrida por su poesía sea el propio Matute. (…) se trata de la eclosión de un proceso creador que vio interrumpida su natural evolución (…) lo que explica en parte el relativo olvido o real desconocimiento”, dejó escrito entonces el presentador Enrique Lomba.

El prólogo se me antojó una rareza, un signo de interrogación. ¿El único libro de un poeta vivo? ¿Un poeta a quién no importaba el destino de sus versos? ¿Era acaso posible? La pregunta me martilló, me desafió. Y me lanzó a conocerlo.

Usted es Ernesto Víctor Matute, ¿verdad?,  fue la pregunta lanzada al desconocido. Estamos de vuelta al esoterismo, a lo ignoto. El señor movió la cabeza y me indicó seguirlo. Fue toda su respuesta…

Vientos de Proa, publicado en 1948, fue casi un heroísmo. La impresión le costó al autor 300 pesos, lujo que su modesto salario de ferroviario no se podía permitir. La generosidad de un amigo de Logia acudió en su ayuda. Sin embargo, la alegría le duró poco.

Ernesto Víctor Matute. Foto: Cortesía de los Archivos guantanameros de Manuel Augusto Lemus
Ernesto Víctor Matute. Foto: Cortesía de los Archivos guantanameros de Manuel Augusto Lemus

Ernesto Víctor Matute (Guantánamo, 23 de diciembre de 1911-La Habana, 8 de abril de 1999) fue fundador del Partido Ortodoxo que encabezó Eduardo Chibás. Aquel manojo de poemas militantes, comenzaron a volverse peligrosos. Después de regalar algunos ejemplares, la esposa decidió enterrar los restantes en una lata. Y cuando tiempo después volvieron a emerger, ya era una masa pútrida e insalvable.

Sin embargo, no se crea que el libro del joven poeta pasó inadvertido. Algo tenía. Juan Marinello le envió enseguida una carta de felicitación. La gran recitadora Eusebia Cosme hizo flamear su poema “Elogio de un poeta a su isla antillana”, que empezó a conocerse como “El cocodrilo verde”. Luis Carbonell, no hace falta decirlo, le puso su excelencia.

Curiosamente, el autor aparecía inmerso en la vida social, como desasido de su lírica. Es solo una impresión. Aparece erguido en la guardia de honor ante los restos de José Martí, en 1951. Versos habrá en la inauguración del monumento a las madres en Guantánamo, en 1954. En la despedida íntima al poeta Regino E. Boti, cuya enfermedad se le había revelado fatal ya en 1958. Le regala un soneto:

¡Oh panteísta! Del terruño oscuro / sacaste al sol romántica paleta / en voz fornida, trascendente, inquieta // En un verso varón, atleta, puro / Que hizo vibrar la luz a su conjuro / Y dio a estas tierras su mejor poeta.

Su creación aparece desgajada, dispersa, hecha al paso. Algún verso de circunstancia en la revista Bohemia o el periódico Hoy; otros, en álbumes personales, boletines y publicaciones sectoriales de poca circulación. Seguramente habrá que seguir buscando. Muchos proyectos se le quedaron incompletos, relegados siempre por otras misiones.

“Me considero un poeta natural. Nunca sentí la poesía como un oficio, como una obligación… y por eso he sido un poco despreocupado con mis escritos”, me confesó.

La vida girará pronto y Matute con ella. En el hervidero de la Revolución, dirige por un breve período el periódico El Guaso Libre y participa en la Campaña de Alfabetización. Entre 1961 y 1964 es designado cónsul en Valparaíso, Chile, tierra que amará con intensidad.

En la ciudad de los cerros recibe a Haydée Santamaría, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y otras personalidades. Comparte con Volodia Teitelboim y Luis Augusto Turcios Lima. Publica el poema “Canto a O’Higgins” y Salvador Allende (entonces senador)  le envía una esquela firmada: “Mi amor por Chile se acreciente al ver tu cariño”. Su hijo, Ernesto Víctor Matute Ayala, me extiende el documento original, con el escudo del país estampado.

En más de una ocasión visita Isla Negra. Una tarde, el mismísimo Pablo Neruda le pide al cubano que diga su “Elogio de un poeta a su isla antillana”. Quiere escucharlo de sus labios, es una oportunidad soñada; pero Matute otra vez se esquiva y, diplomático al fin, encuentra una salida elegante:

“Compañeros, amigos, un día le podré decir al oído a cada uno de ustedes, ‘El cocodrilo verde’… pero hoy la luna, el mar, todo está lleno de Pablo Neruda”.

El poema, no obstante, siguió en el aire, sobrevoló a su creador, se encargó de inmortalizarlo; mientras aquel trabajaba calladamente en el Centro de Documentación de Relaciones Exteriores, hasta su jubilación en 1981. Un año después, Antonio Núñez Jiménez publica su libro El Archipiélago y decide incluirlo. De allí lo tomará la actriz Alicia Pineda para un espectáculo en Argentina, junto al inolvidable Tito Junco. De allí lo tomarán muchos.

La vida premió mi insistencia, me reservó el privilegio que no se hizo en el santuario de Neruda. Todavía estoy allí, en su pequeño apartamento del Vedado. Puedo escuchar su voz. Puedo ver sus ojos, desmesuradamente abiertos:

Traigo mi Isla debajo del brazo
Y todos me preguntan:
¿Es un cocodrilo verde?
Yo digo que sí. Y me sonrío.
Eternamente verde.
Crucero entre las dos Américas,
Mi Isla es una gota de esmeraldas
ceñida por los mares
y en ella baja a prolongarse el cielo.
……………………………………
Traigo mi Isla debajo del brazo
y a nadie se la entrego.
¡Quién ha visto que un hombre con orgullo
quiera vender su cocodrilo verde!

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