Una orilla de amor y otra de ausencia

Foto: Kaloian

Foto: Kaloian

Era una tarde de Santiago. En sus versos de “La Trocha”, la calle ondeaba, se encogía, se armaba de sabor, de carnaval. De pronto era nostalgia y de pronto, pregón.  La voz quería escapar: ciclónica, indomable, misteriosa. Una voz de otro mundo.

Me hubiera gustado conocerla, a la dueña de aquella voz. A la osada muchacha que había regalado flores silvestres a Gabriela Mistral, saltando la verja de la casa de Dulce María Loynaz. A la joven que lloró a Frank País, compañero de estudios en la Escuela Normal para Maestros de Oriente, y luego lo pintó con una conmovedora sencillez:

“Recuerdo cosas simples: te gustaban las lomas / los pantalones cremas y las blancas camisas / la música, las nubes, la Biblia, las palomas / tocar himnos al piano y esconder las sonrisas”.

Hubiera querido tener sus cantos salidos de la imprenta clandestina en 1957 y la primera edición de su libro Color de Orisha (Barcelona, 1972), inspirado en Lydia Cabrera, que tan buena crítica le granjeó. Y sentarme en un rincón mientras actuaba, sobre todo en aquella descarga en Washington (1973), que una cubana de los pies a la cabeza como ella, supo contar a sus amigos:

“(…) me robé el show con La Trocha, que la arrollé como nunca, porque la orquesta de Mulens y Julio Gutiérrez me sopló una clase de conga que se acabó el mundo y creo que me descuarejingué  y no se me quedó célula sin menear (…) Yo creo que la diosa Ochún, tan resalá como es, se me coló adentro (…) me compraron libros, me besuquearon. Bueno, shampoo de cariño y aché de nuestro pueblo”.

Le habría felicitado por su célebre artículo “Los emigrados” (La Opinión de Los Ángeles, 1972), por su medalla de oro en la Universidad de Turín con Idilio del girasol (Barcelona, 1975), y por aquella nota lapidaria aparecida en la revista Norte de Holanda: “es hora ya que el mundo rinda pleitesía a esta poetisa cubana”.

Pero su vida no fue de aplausos. Ni de lejos. Tuvo contradicciones con sus compañeros en el duro período de la lucha clandestina, a finales de los cincuenta en Santiago de Cuba, cuando toda precaución era poca. Viajó a México y a Estados Unidos.  De allá regresó a su país durante un breve período, en 1959, ya en estado de gestación.

Decidió emigrar a los Estados Unidos, “por razones privadas, como el haberme enamorado de un emigrante con el que me casé. No obstante tan emigrante como el que más”. Así lo dejó escrito. También hubo desencantos, lo que deja entrever en algunos de sus poemas.

Aunque su obra ha sido incluida en numerosas antologías, esas circunstancias la persiguieron, ora como un perro de presa; ora, como una sombra. “Con tristeza me digo a veces que si me hubiera quedado en Cuba, a estas alturas estaría consagrada”, escribe en 1977.

Pura del Prado
Pura del Prado

Nació en Santiago de Cuba, el 8 de diciembre de 1931. Su nombre completo era Pura del Carmen del Prado Armand.  Sangre mambisa corría por sus venas, pues era nieta de Silverio del Prado, general del Ejército Libertador. Tuvo dos hijos, Raúl y René, de su matrimonio con Jorge Pedraza, piloto de aviación civil residente en Miami. De ahí sobrevino su seudónimo de Esther Pedraza.

La periodista e investigadora Nydia Sarabia afirma que en varias ocasiones quiso volver, pero su esposo “no aceptaba ese traslado de ella (ni de visita) a Cuba”. El entorno y la economía también conspiraron en su contra. Mas, al fallecer en Miami, el 16 de octubre de 1996, nadie pudo negarle lo que tan ardorosamente había pedido:

“El día que yo me muera / se va a morir Cuba un poco / porque mi espíritu loco / tiene zumo de palmera… / / ¡Prométanmelo, soldados! / Cuando se rompa este hierro / ¡No dejen en el destierro / Mis huesos abandonados / / Llévenme para allá / Aquí no. ¡Qué va!”.

Pura del Prado fue sepultada el 22 de noviembre de 1996 en el panteón del Arzobispado, en la necrópolis de Santa Ifigenia. Era una tarde de Santiago. El doctor Guillermo Orozco despidió el duelo, y develó una carta que la escritora enviase en 1972 al Círculo Artístico Literario Heredia, y a sus compañeros de la pluma, la revolución y la vida de ayer, según sus palabras.

“A veces me pregunto ¿y qué habrá sido de mis amigos del alma? ¿se acordarán de mí, de esta poeta que hace tantos años no pisa su tierra, ni los ve ni les habla, y que sin embargo, jamás dejó de amarlos (…) Muchas noches y tardes y días, envuelta en olas lejanas (…) de mi propia entraña he arrancado voces, miradas, sonrisas. (…) A veces, he cantado mi nostalgia:

Entre angustias y dicha dividida

acá mi nido, allá mi procedencia

un mar entre los bordes de mi herida

una orilla de amor  y otra de ausencia.

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