Víctor Rodríguez Núñez: “descubro que me quedé cuando me fui”

Recuerdo exactamente el día en que conocí a Víctor Rodríguez Núnez. Debe haber sido en 1973 o 1974. Se apareció en mi casa de la mano de un amigo común y disparó a quemarropa unos textos bucólicos y sonoros que evocaban el lugar donde pasó su infancia: Cayama. La sonoridad del vocablo y su extrañeza quedaron grabados para siempre en mi memoria.

Desde entonces ha llovido mucho. Él se fue de Cuba en los noventa y yo me quedé. Pero nunca hemos perdido esos vínculos que poco a poco han ido convirtiéndose en una serena y fiel amistad.

Ahora Víctor otra vez me sorprende con una buena nueva: ha sumado a su currículum repleto de galardones, uno de los más importantes premios concedidos a un poeta de lengua española: el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe.

Uno de los miembros del Jurado, Luis Antonio de Villena, ha destacado en los poemas de Rodríguez Núñez su barroquismo comunicativo, atemperado por el uso de estrofas tradicionales pero debidamente renovadas y con un tono reinvindicativo y social. El poeta, que vive en Estados Unidos y que contempla a Cuba desde fuera, refiriéndose a Cuba, dice: “país resuelto en ruinas triangulares / sin aire en la escalera / que ya no queda aquí ni regresa contigo”.

Nacido en La Habana, Cuba, en 1955, mi amigo es poeta, periodista, crítico, traductor y catedrático. Ha publicado los poemarios Cayama (1979), Con raro olor a mundo (1981), Noticiario del solo (1987), Cuarto de desahogo (1993), Los poemas de nadie y otros poemas (1994), El último a la feria (1995), Oración inconclusa (2000), Actas de medianoche I (2006), Actas de medianoche II (2007), tareas (2011), reversos (2011), deshielos (2013) y desde un granero rojo (2013). Han aparecido recopilaciones de su obra en siete países de lengua española. Las más recientes han sido Cuarto de desahogo (La Habana, 2013), Desde un granero rojo: poesía reciente (Quito, 2014) y El mundo cabe en un alejandrino (Córdoba, 2015). Hay antologías de su obra en alemán, chino, inglés, italiano, francés, macedonio, serbio y sueco; amplias selecciones de sus poemas han sido traducidas a otra docena de idiomas; ha leído sus textos en eventos literarios de más de treinta países y obtenido numerosos premios internacionales.

He aquí las preguntas que le propuse y a las que él, gentilmente, accedió contestar.

¿Cuándo apareció en tu vida la poesía?

Nací en La Habana pero mis padres me llevaron de niño a Trinidad, de donde eran. Crecí en Casilda, cerca del mar, y luego que mis padres se separaron, en el Central FNTA, entre cañaverales. Mi casa estaba en Cayama, un barrio de inmigrantes gallegos, portugueses y japoneses. Esta casa, este barrio, son el centro de toda mi obra, mi verdadera patria. En Cayama no había libros, ni siquiera la Biblia, pero eso no significa que no hubiera poesía. La naturaleza desbordante, las historias de mi abuela Angélica, las décimas con que Inginio López hasta pedía los mandados, me marcaron los huesos. No me di cuenta de eso hasta que llegué a Cienfuegos para hacer el preuniversitario. En el taller literario de la escuela conocí a Albis Torres, una poeta de una sensibilidad y humanidad extraordinaria, de cuya mano entré en la poesía. Ella pasó a máquina el manuscrito de Cayama, mi primer libro, y lo mandó al Premio David de 1975, donde recibió Mención. Cuando vi publicados en La Gaceta de Cuba varios de estos poemas me dio tremenda vergüenza. Desde entonces no he parado de leer y escribir poesía para no volverme a sentir así.

¿De qué poetas te sientes deudor y cuál es tu concepción poética de la escritura?

La lista de los poetas a los que debo algo sería interminable. Me limitaré a los cubanos: Eliseo Diego, con su sentido del lenguaje, y Fayad Jamís, con su sentido de la imagen. Y a los latinoamericanos: César Vallejo y Juan Gelman, con su aguda conciencia del otro, su búsqueda radical de una poesía otra. En la última década he tratado de librarme de una visión eurocéntrica del mundo y para eso he leído con fervor poetas orientales de todas las épocas. Sin embargo, desde finales de la década de 1970 mi poética no ha cambiado esencialmente, sólo ha sufrido reajustes y variaciones. Como dije en otra ocasión, he buscado una poesía autónoma, pero no desentendida; participativa, pero no política; subjetiva, pero no intimista; estructurada, pero no hermética; comunicativa, pero no explícita; lírica, pero no ahistórica; dialógica, pero no coloquial; cubana, pero no de la cubanidad ni de la cubanía; abierta al mundo, pero no colonizada. Sobre todo busco un lector activo, que participe en la creación del texto, democratizar la actividad poética. He renunciado a darle explicaciones, manipularlo emocionalmente, ofrecerle moralejas.

En qué medida vivir fuera de Cuba ha sido beneficioso o perjudicial para tu escritura.

Vivir fuera de Cuba por más de treinta años no ha sido perjudicial porque, contra viento y marea, me he mantenido en estrecho contacto con mi gente, con mi cultura. Vuelvo a Cuba cada vez que puedo, una o dos veces al año, para ser quien soy, para juntarme con las partes de mí que no partieron. Mi residencia sigue siendo Campanario 158, entre Ánimas y Virtudes, y mantengo mi carné de identidad. Además, el alejamiento objetivo de Cuba significó, para mí, un acercamiento subjetivo. Pude entender mejor de dónde venía, cuál era mi linaje, en qué código me expresaba. Así, el beneficio mayor de vivir fuera de Cuba es que he podido desarrollar mi verdadera identidad, que excluye el nacionalismo. Este constituye una ideología perversa, que no ha ayudado a los pueblos a liberarse. Resulta en definitiva una no-ideología, y se le echa mano cada vez que hay una carencia de utopías sociales, cuando se agudiza el miedo a los otros. Siempre hay sujetos sociales que son excluidos de las construcciones de nación porque se basan en la diferencia. Yo estoy por la identificación, abierto a todo lo que me cuadre en términos sociales y culturales, venga de donde venga.

¿Puedes contarnos cuándo y por qué decidiste emigrar y cómo son tus nexos ahora con tu país de origen tanto como ser humano que como escritor?

Decidí emigrar en 1992 no por razones políticas sino por necesidades económicas. En Cuba, ni en ningún otro país, he sido perseguido; no me considero una víctima de nada ni de nadie. Estuve en Colombia algo más de tres años y no me fue mal. Pero en 1995 me trasladé a Estados Unidos, con una beca, para hacer una maestría en literaturas hispánicas en la Universidad de Oregón. Luego obtuve el doctorado en la Universidad de Texas en Austin, y desde 2001 soy profesor de esa especialidad en Kenyon College, Ohio. He podido apreciar de primera mano la diversidad de este país, al vivir en tres regiones muy diferentes por su geografía y su cultura. He podido aprender el inglés académico y de la vida real, aunque mi acento cubano es como una mancha de plátano. He podido conocer la poesía norteamericana, de ayer y de hoy, y su tremendamente complejo sistema editorial. He podido desarrollar una nueva faceta de mi trabajo, la traducción, que me enriquece como poeta. Y sobre todo, he podido crear una nueva familia, con mi compañera desde hace casi veinte años, Katherine M. Hedeen.

¿Qué significan los premios para ti que has ganado tantos?

Me siento muy honrado y agradecido por todos los premios que he recibido en mi vida, especialmente el Loewe, pero soy consciente de que los premios no añaden ni quitan ningún valor a las obras. Con esto en mente vale la pena frecuentarlos, son un buen recurso para el poeta si se saben manejar. En vez de que el libro esté cogiendo polvo en una gaveta, ponerlo a concursar implica que lo lean otros. Y cada rechazo no debe ser motivo de depresión sino acicate para revisar en profundidad el manuscrito. Gracias a los concursos, he logrado publicar seis libros en España desde el año 2000, y saldrá en los próximos meses despegue. Lo curioso de mi caso es que escribo una poesía a contracorriente de la que predomina hoy en España: la llamada poesía de la experiencia, muy cercana a nuestro viejo coloquialismo. Claro, a mí lo que realmente me interesa es publicar en Cuba, pero no siempre lo logro. Letras Cubanas publicó en 2013 mi antología Cuarto de desahogo y presentará en la próxima Feria de Libro deshielos & desde un granero rojo. Todavía ando en la búsqueda de una edición cubana de mis libros tareas y reversos.

Háblanos del libro premiado con el Loewe, de qué trata, ¿cuál es su temática si la hubiera y qué aspectos novedosos tiene con respecto a los anteriores?

En despegue hay una conciencia, abiertamente expresada, de la condición de exiliado. Le fui dando vueltas a ese tema hasta que, en este libro, le entré de golpe o me entró de golpe. Hay circunstancias íntimas, como la muerte de mi madre Zenaida Núñez a fines del 2012, y la muerte de mi padre en la poesía, Juan Gelman, a principios del 2014. De pronto me quedé huérfano y, como no podía hablarles más, comencé a escribirles estos sonetos. Sabes, el libro parte del único poema que Juan nos dedicó a mi hija Miah, mi compañera Kate y a mí. Cuando él murió, en enero de 2014, releí ese poema y fue entonces que entendí su mensaje. El libro toma su título de este poema y lleva como exergo dos de sus versos: “El alma despegada contempla/ las partes de sí que no partieron”. El lenguaje en despegue se hace más violento, digo cosas que no hubiera dicho antes, suelto la lengua desde todo punto de vista. En definitiva, descubro que me quedé cuando me fui, que estoy al mismo tiempo dentro y fuera de Cuba. La isla no se reduce a mi memoria, y debo volver siempre para reconstruirla, sacudir su espeso polvo con mi trapito.

¿Por qué seguir escribiendo poesía en un mundo donde cada vez disminuyen más los lectores de ese género?

Porque realmente vale la pena. No estoy muy seguro de que haya menos lectores de poesía que antes. Donde quiera que voy encuentro nuevas editoriales y montones de revistas, las publicaciones en Internet tiene cada vez más fuerza y creatividad. La poesía es una de las herramientas más importantes del ser humano, nos ha ayudado a vivir desde el principio. Sirve sobre todo para entender el mundo, lo que le pasa a uno, lo que le pasa a todos. No es una creación de la modernidad, viene de mucho antes; es anterior a la literatura, incluso anterior a la escritura. Por eso me molesta mucho que la reduzcan a un “género literario”. Se ha modernizado bastante pero no ha perdido su carácter original; mantiene sus raíces en la oralidad. De ahí que la gente asista con entusiasmo a los festivales de poesía y sin embargo no compre libros con el mismo fervor. No me preocupa para nada que la poesía no sea un objeto de consumo masivo en nuestro tiempo. Posiblemente es la única cosa que el capitalismo no ha podido convertir en mercancía. Esto es una prueba irrefutable de que tiene un núcleo humano que nada ni nadie puede reducir.

Cuéntanos un día en la vida de Víctor Rodríguez Núñez.

Me levanto a las seis y media de la mañana, preparo el desayuno para Kate y Miah, y leo las noticias y los mensajes y hasta los chismes en Facebook. Cuando ellas se van de casa, bajo al sótano donde tengo mi estudio para escribir. Trabajo en mi poesía todos los días, como un novelista en su novela; o sea, trato de que no se me enfríe el brazo. Como decía Gelman, a la poesía hay que pasarle la mano todos los días, o si no se va con otro, o con otra. Estar atento a lo que ocurre, a tu alrededor y en el mundo, es la clave del trabajo poético. Tomo notas a mano y, cuando se llenan los cuadernos, los dejo reposar por años. Un día escojo uno al azar y lo paso a la computadora. A veces de una página se salva un verso, a veces de un verso surge una página. Lo importante es que haya un diálogo entre el que fui cuando escribí la nota y el que soy al trascribirla y editarla. Después de almuerzo voy a la universidad, doy mis clases y hago lo que tenga que hacer allí, que siempre es bastante. Después que regreso a casa hago tareas domésticas, contesto mensajes y leo, pero nunca escribo. Me acuesto a las diez y media de la noche y, hasta la fecha, duermo bien.

¿Cómo fueron tus primeros años en Estados Unidos?

Durísimos, como los de cualquier inmigrante. La beca de la Universidad de Oregón me alcanzaba para vivir una semana, tenía que trabajar fuera del campus para completar el mes. Además, lo hacía por debajo de la mesa, porque carecía de permiso. Limpié potreros, reparé cercas, cuidé vacas; lavé los platos y llevé las cuentas de un restaurante; manejé un camión de distribución de quesos y café. Todo esto además de las clases de posgrado que tomaba y las clases de licenciatura que impartía. Pero lo más estresante fue aprender los códigos de la cultura anglosajona. Algo simple como abrirse paso entre los señalamientos de un supermercado era una verdadera pesadilla. En la Universidad de Texas en Austin me fue un poco mejor, completaba mi beca con la traducción de textos escolares. Sin embargo, tuve que hacer algo horrible: pagar mi ataúd; depositaba la plata a inicios del año académico y no me la devolvían hasta el final, cuando probaba con mi presencia que no había muerto. Hoy miro esos comienzos en Estados Unidos y no puedo creer que tuve fuerzas para hacer todas esas cosas y no dejar de escribir poesía.

¿Qué piensas de esta nueva aproximación entre el país en que vives y tu Patria?

Es como si se reunieran las dos partes en que he estado dividido física y mentalmente por veinte años. Como si Cuba y Estados Unidos ya no fueran mundos separados, sino dos países comunes y corrientes que pertenecen al mismo mundo. Me parece un paso positivo para el pueblo cubano, que ha sufrido incontables necesidades materiales, por el embargo externo y por la ineficiencia interna. La situación en que se encontraban ambos países ya no daba más, había que cambiar de página, y estoy muy satisfecho de que se haya creado esta nueva situación. No me hago muchas ilusiones, porque es difícil que los gobiernos cubano y norteamericano renuncien a sus principios, que los enfrentan inexorablemente. Ojalá que ambos extremos negocien, entren en confianza, lleguen a acuerdos. En términos dialécticos, que pasen de la negación a la negación de la negación. La cultura puede jugar un papel fundamental en este proceso porque conduce al diálogo, al reconocimiento de que hay más en común que diferencias, al entendimiento del uno con el otro. Aunque no me lo propuse, el título de mi libro podría ser una alegoría, llamar al “despegue”.

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