Manuel Moreno Fraginals: «Soy maestro y a mis alumnos me debo»

No tuvo la pretensión de concebir a "El ingenio" como un non plus ultra que explicaría a la colonia en toda la extensión de sus siete letras, pero lo consiguió.

Trinidad. Foto: Alain L. Guitérrez Almeida

Conocí a Manuel Moreno Fraginals (1920-2001) a mediados de los años 80, cuando me pidieron entrevistarlo para una revista de ciencias sociales en la que me desempeñaba como Jefe de Redacción prácticamente acabado de egresar de la Universidad de La Habana.

Ya para entonces era Moreno, así con mayúsculas, el hombre que había puesto en práctica un nuevo concepto de la investigación histórica insertándose en una corriente de pensamiento no ortodoxo, abierto, y ajeno a los determinismos y la chatura que por entonces pululaban en muchos sectores de la academia cubana.

Su obra mayúscula, de esas que llegan para quedarse, fue sin dudas El ingenio, una asombrosa mezcla de derroche tecnológico, análisis y erudición que constituye un aporte fundamental para poder entender la lógica de la plantación; esa que él mismo definió alguna vez como «una unidad de producción organizada que produce una sola materia prima de origen agrícola destinada a la exportación», es decir, al mercado mundial.

Este aserto tendría un sinnúmero de implicaciones para la relación metrópoli-colonia y rompería los moldes tradicionales de la dinámica Norte-Sur con el surgimiento de una sacarocracia –término que Moreno no inventó, pero que forma parte de su manera– a medio camino entre pasado y modernidad.

La sacarocracia explota la fuerza de trabajo esclava y da cuero en los cepos acudiendo a sus técnicos orgánicos, pero se capacita en los grandes centros de desarrollo cultural europeo, incorpora adelantos científico-técnicos antes que cualquier otro lugar de América Latina –la introducción del ferrocarril fue apenas uno de ellos– y genera hasta eufemismos que disfrazan su condición de esclavistas bajo la noble nomenclatura de «patricios».

Foto: Yariel Valdés García.

También construye el esplendor de las ciudades coloniales, y de sus damas de volanta y agua de rosas, al son de contradanzas y latigazos, como lo ha resumido en un maravilloso libro el escritor Reynaldo González. Pero no fue Moreno Fraginals un historiador de una sola pieza. Dejó la huella de su genio en los estudios culturales y la sociología de la literatura.

Su ensayo sobre El conde Alarcos, la obra del dramaturgo matancero decimonónico José Jacinto Milanés, que murió loco de remate, vale por discutir, partiendo de un sofisticado conocimiento de las circunstancias históricas, que no fue un drama medieval sin ton ni son, sino un manifiesto reivindicativo de la oligarquía criolla en sus contradicciones con sectores del poder metropolitano, la razón última del éxito de público de una obra que hoy ha pasado al olvido.

Ese texto de Moreno constituye una muestra de lo que contemporáneamente conocemos como estudios de recepción, hoy tan raros en Cuba que casi no se les ven.

En similar sentido debe evaluarse un ensayo sobre el Espejo de Paciencia, el poema fundacional de la literatura cubana que convierte a un hecho de contrabando –condenado y sancionado legalmente por el poder colonial, pero en el que todo el mundo participaba, autoridades incluidas– en una acción por la gloria del Rey de España contra la perversidad de los herejes debido a la pericia de un profesional de la escritura que sabía muy bien lo que estaba haciendo.

Ingenio azucarero occidental hacia 1850.

La obra de Moreno despunta también por una sostenida voluntad de estilo que la convierte en un producto muy especial. Su temprana amistad con José Lezama Lima y los miembros del grupo Orígenes dejó una huella que se mantuvo en las verdes y las maduras, a pesar de que su concepción de la historia y la cultura tenía muy poco que ver con catedrales verbales, trascendentalismos y conceptos de la poesía basados en inmanencias.

Si el historiador es también un escritor, como lo ha sido desde que la Isla empezó a tener conciencia de sí, Moreno es –sin discusión– uno de ellos. Y también un paradigma para quienes quieran incursionar en estos menesteres.

Dijo una vez: «Soy maestro y a mis alumnos me debo. Para ellos, para Cuba, sigo escribiendo: humildemente, sin creerme jamás que realizo obras maestras, y ni siquiera creyendo que tengo en mis manos toda la verdad. Siempre pienso: hasta aquí he llegado; soy, simplemente, una estación de tránsito, no un punto de arribada final. Un maestro triunfa cuando los alumnos le aventajan: me interesa fundamentalmente impulsar a la generación que llegará mucho más allá que yo y superará ampliamente mis libros».

No tuvo la pretensión de concebir a El ingenio como un non plus ultra que explicaría a la colonia en toda la extensión de sus siete letras, pero indudablemente sin ese libro, y sin su obra toda –que fue tan breve como intensa–, hoy la entenderíamos menos.

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