Armonías, sandungas y gargantas

La Orquesta de Armando Romeu con la cantante Delia Bravo y Bebo Valdés al piano en el Teatro Astral. Foto: desmemoriados.com.

La Orquesta de Armando Romeu con la cantante Delia Bravo y Bebo Valdés al piano en el Teatro Astral. Foto: desmemoriados.com.

Durante los años cincuenta la industria discográfica, los filmes, la radio, y un nuevo medio en pleno proceso de expansión, la TV, constituyeron poderosas apoyaturas para el consumo cultural y el gusto por la música cubana en toda su diversidad.
Testimonia Marta Valdés:

Los jóvenes a quienes les tocó marcar con su huella renovadora la música popular en los diez años transcurridos entre la mitad de los cuarenta y la mitad de los cincuenta, no se limitaron a la canción y el bolero. Ellos habían visto llegar el mambo y, más tarde acogieron como suyo el cha cha chá. El bolero, la canción, el son y la guaracha formaban parte del ambiente sonoro que les había recibido al nacer, en los barrios y repartos donde alcanzarían uso de razón. Más allá de esas expresiones presentes en la vida diaria, la entrada de la radio en los hogares más modestos puso al alcance de todos los oídos algunos ingredientes nuevos a tener en cuenta. Fue el mambo la primera de esas vetas novedosas que colorearon la música cantada en aquella época: traía su ritmo propio, su riqueza melódica y armónica –como hijo que era de buenos padres– y un invariable toque humorístico que ya había caracterizado a la guaracha y el son. 

El son, que tuvo su clímax en los años 20, fue de hecho trasfundido por Arsenio Rodríguez, el ciego maravilloso que amplió el registro de las agrupaciones soneras añadiéndoles piano, tumbadora y tres trompetas, una movida de impactos trascendentes:  llegaba la era de los conjuntos.
En los años 50, las jazz bands señoreaban en salones de baile, sociedades y cabarets. La del Casino de la Playa, por donde pasó Dámaso Pérez Prado antes de lanzar el mambo en el DF, y la Banda Gigante de Benny Moré, no son sino dos consecuencias de una intensa interacción de dos tradiciones musicales –la norteamericana y la cubana– que había llegado como a su mayoría de edad rompiendo esquemas y, sobre todo, trayendo al mundo algo distinto y diferente.

La reencarnación de un mito


En Tropicana sonaba toda una institución dirigida por un pionero del jazz y un verdadero maestro: la orquesta de Armando Romeu, con músicos de la talla del pianista Bebo Valdés. Y en términos de charangas otro maestro, Enrique Jorrín, popularizaba un nuevo ritmo que puso a bailar a la Isla entera, en especial con una tonada sobre una chiquita con ciertas imposturas en Prado y Neptuno, uno de los centros vitales de aquella ciudad en movimiento, y con otra sobre un automóvil con problemas técnicos en la vialidad.
Su texto testimonia el impacto social entre los habaneros del túnel de Línea, inaugurado al año siguiente del zarpazo de Batista. Dice la letra de “El túnel” (1953):
Toda la gente en La Habana
Que le gusta manejar
Cuando salen de paseo
Quieren el túnel cruzar. 
La literalidad de lo narrado en estas cuatro líneas, de una completa inocencia, se convierte sin embargo en plataforma de despegue para asociaciones que los oyentes/receptores estaban en condiciones de decodificar desde el proverbial choteo cubano. En esto consiste, en última instancia, su efectividad.
El automóvil deviene, de hecho, una sustitución del miembro viril, que resulta por lo demás prácticamente alabado por sus dimensiones (“un maquinón”), según corresponde al imaginario de una cultura fuertemente fálica. El túnel, un lugar al que se penetra, y del que se sale, remite casi sin ambages al acto sexual:
Yo conozco un muchacho
Que maneja un maquinón
Y le dice a la chiquita vamos al túnel, mi amor.
El carro que es caza pollo
Entra en seguida en acción
Finalmente:
Y cuando están en el túnel
Se oye esta conversación:
¡Ay, mi vida, qué tragedia,
¡El carro se me paró! 
Lo decía Lope de Vega: “vienen a ser novedades las cosas que se han olvidado”, eso siempre estuvo ahí. Enrique Jorrín y Arturo Liendo se insertan así en esa capacidad de sugerencias característica de cierta zona de la música popular cubana, avalada por textos del tipo “si me pides el pescao te lo doy” (Eliseo Grenet) o “quimbombó que resbala pá la yuca seca (Arsenio Rodríguez), lo que denota a las claras el rol de la sexualidad en la cultura de los años cincuenta.
Lo anterior explica –por supuesto, junto al ritmo–, la gran popularidad de la Orquesta América en 1953 y después. Además de “El túnel”, ese año la lista de chachachás más sonados incluía títulos como “El alardoso”, “Nada para ti”, “Miñoso al bate”, del propio Jorrín; “Me lo dijo Adela”, de Otilio Portal, éxitos solo comparables con otro de la Orquesta Aragón compuesto en 1955 por el flautista Richard Egües y grabado un poco más tarde por Nat “King” Cole en un estudio habanero. Tenía un mensaje alto y claro: si se tomaba chocolate, había que pagar lo que se debía.

La Orquesta América. Foto: alchetron.com.
La Orquesta América. Foto: alchetron.com.

Surgido a fines de los 40 en el Callejón de Hammel, fuertemente asentado sobre la vieja trova santiaguera, Stan Kenton, Duke Ellington, Glenn Miller, los crooners de la películas de Hollywood y sus grabaciones en acetato, el filin acabaría por imponerse en los clubes y el gusto popular con clásicos como “Contigo en la distancia” (1946) y “Tú mi delirio” (1954), de César Portillo de la Luz; “Novia mía” (1946) y “La gloria eres tú” (1947), de José Antonio Méndez; “Palabras” (1955), de Marta Valdés y “Tú me acostumbraste” (1957), de Frank Domínguez. Se trataba de una nueva manera de hacer y decir, con textos directos, líricos y espirituales que arrojan abundante información acerca de las relaciones entre los sexos a la altura de los años cincuenta.
La tradición de los cuartetos, iniciada en la década anterior, tuvo una inconfundible gema en las D´Aida con sus vocalistas Elena Burke, Moraima Secada y Omara y Haydée Portuondo, contratadas por el cabaret Sans Souci, el Comodoro y otras nocturnidades por su indiscutible derroche de profesionalismo, sandunga y cubanía. En el Club 21, frente al hotel Capri, Meme Solís descargaba al piano con importantes figuras de la canción hasta fundar Los Meme, sin dudas uno de los cuartetos definitivos durante la década siguiente al cabo de efectuar varios cambios de vocalistas.
Al cierre de la década, y a inicios de la siguiente, en el club La Red, en L y 19, una santiaguera llamada Lupe Victoria Yolí Raymond, más conocida como La Lupe (1936-1992), imponía un estilo arrebatado, duro y carismático. Primero formando parte de un trío, después en solitario. Su versión de “Fever”, popularizada en los Estados Unidos por Peggy Lee y Elvis Presley, más ese “¡ay, yiyiyiyi!”, su sensualidad manifiesta y su peculiarísimo comportamiento escénico, le generaron tempranamente rechazos y fanaticadas, estas últimas también en el mundo gay, un espacio de silencios que los investigadores deben seguir desenterrando.
También por entonces en la zona del cabaret Las Vegas y Radio Progreso, en el Bar Celeste, una mulata gorda descomunal cantaba boleros. Según Guillermo Cabrera Infante, “con un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo, de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo, canturreando por entre los labios aporreados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente, bellamente el efecto total era de una belleza tan distinta, tan horrible, tan nueva”.
Mundo de vitrolas y ron. A Fredesvinda García Herrera (1935-1961), una empleada doméstica más conocida en lo artístico como Freddy –otra impronta norteamericana, como el “The Man I Love” de su repertorio, aunque en español–, la catapultearon de ahí para ponerla a cantar en el cabaret del Capri y en el programa televisivo “Jueves de Partagás”. Finalmente, vino su único LP (1960).

Freddy, la que lloraba boleros


Inmortalizada por una de las mejores novelas del boom latinoamericano, el suyo constituye un interesante fenómeno de recepción donde se conjugan cuerpo, origen social, voz de contralto, y luego muerte y mito.
La compositora Ela O’ Farrill  lo estampó en una canción:
Soy una mujer que canta
Para mitigar las penas.
No era nada ni nadie y ahora
Dicen que soy una estrella,
Que me convertí en una de ellas
Para brillar en la eterna noche.
 
Sirenas, tableteos de ametralladoras, petardos y bombas componían el resto del sonido urbano, junto a gargantas universitarias Colina abajo gritando y escribiendo ABAJO BATISTA en los edificios de la calle San Lázaro.

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