Canciones al menudeo

Carlos Sánchez. Foto: Ángel Márqués Dolz.

Carlos Sánchez. Foto: Ángel Márqués Dolz.

Hoy por hoy, ¿cuál es la trompeta que suena más en La Habana: la de Alexander Abreu o la de Yazek Manzano? La de ninguno de los dos. Carlos Sánchez es el que más sopla.

Son casi las 11 de la mañana. En la calle de los Oficios, una moneda de 25 centavos de CUC –el peso fuerte cubano– reposa brillante sobre el pequeño bolso de paño negro de Carlos Sánchez.

“Con cuatro piezas de esas llegó al peso en la mañana”. El optimismo sale sin pose de la boca de este buscavidas.

Su teatro de operaciones es la zona colonial de La Habana, barrida por enjambres de turistas. Allí ejercita el arte de la contingencia. Sin papeles. Con o sin suerte.

El nacimiento de una pasión

La historia de Sánchez es la de tantos. Es un “palestino”, genérico despectivo dado a los migrantes que llegan a la capital desde el oriente de la Isla.

Nació en Banes hace 52 años y de niño nunca nadie puso una trompeta en sus manos, pese a que su tío tocaba el instrumento en orquestas populares luego de abandonar la práctica de la medicina.

“Me castigaban por culpa de la música”, dice a OnCuba al evocar las reprimendas de sus padres cuando de pequeño olvidaba los encargos domésticos.

No había remedio. Era capturado por el sonido de la trompeta que salía de los locales de ensayo de varios conjuntos lugareños. Allí pasaba las horas. “Sentía una pasión tremenda por eso”, cuenta.

Su servicio militar transcurrió en la marina. “Reabastecía de aceite a los barcos soviéticos de guerra. Llevaban como cuatro pipas” (cisternas).

A fines de los años 80, matriculó en una academia naval en las afueras de La Habana. No llegó a ser marinero.

De vuelta al terruño, Sánchez se hizo mecánico operador de centrífuga y trabajó en algunos centrales azucareros del país. “Pero destruyeron muchos –lamenta. No debieron hacerlo, porque Cuba siempre ha vivido de la caña de azúcar”.

Foto: Ángel Márqués Dolz.
Foto: Ángel Márqués Dolz.

Buscando el rumbo

Sin empleo, Sánchez probó suerte en la construcción. Después, en los muelles de Luz, fue estibador “sin tamaño ni físico”. Aquello era demasiado duro.

¿La próxima tentativa? Cartero en la Lonja del Comercio. “Por eso me conozco todas las calles de La Habana”.

En la trama de los oficios, tocó el turno a la relojería. Siguió así los pasos de su abuelo, relojero de renombre en Banes.

Ese período lo recuerda nítidamente. Fue en el verano del 94. Ocurría “el maleconazo”, una revuelta relámpago que desató una crisis migratoria con los Estados Unidos cuando Cuba lidiaba con los peores números de su historia republicana.

“¿Y no te dio por irte?”, le pregunto.

“No, para qué. Yo amo mi país, soy cubano. Y, además, ¿qué voy a hacer allá?”

Por entonces, empezó a frecuentar el salón de ensayos de la sociedad Rosalía de Castro, donde varias orquestas afinaban su repertorio. “Tenía loco a los músicos, cuenta, principalmente a los trompetistas, con preguntas y más preguntas”.

Buscando ingresos extras, voceaba por las calles la compra de relojes despertadores rotos. “Eran rusos, de cuerda, y  los reparaba”. Los campesinos pagaban 60 pesos por cada aparato.

El negocio sufragó la primera trompeta de Sánchez. Cien pesos. Menos de 2 dólares, pues para la fecha –fines de los años 90– la inflación era aún una conspiración surrealista: 1 dólar por 75 pesos.

Con una vieja y casi destartalada Weltklang en sus manos, Carlos Sánchez hizo tres cosas: sellar los salideros del instrumento alemán, comerse con los ojos el manual del compositor y musicólogo español Miguel Hilarión Eslava y “caerle detrás” con la trompeta a algunas melodías que reproducía, una y otra vez con frenesí de poseso, en una grabadora de cinta.

Hasta un día en que la fortuna tocó a su puerta.

Una revelación y zapatos de dos tonos

Ensayaba “Bésame mucho“, el clásico de la mexicana Consuelo Velázquez, cuando en la Alameda de Paula, frente al puerto habanero, una turista pidió que posara para unas fotos. Lo hizo durante una extenuante sesión en la que no dejó de tocar.

Al final, la chica puso un billete de 10 dólares en la palma de su mano. “Ah…entonces esto es así,” se dijo, iluminado, como un místico ante una revelación divina.

A partir de aquella epifanía, Carlos Sánchez comenzó a construir su propio personaje, olfateando que en una era tan tiranizada por la visualidad es imprescindible hacerse de una imagen.

Buscó y rebuscó un traje en tiendas de ropa reciclada. Infructuoso. Se conformó con un saco carmelita y un pantalón de igual color, pero a rayas. “Parecía un payaso”.

Luego, como fue imposible conseguir zapatos de dos tonos en las peleterías, resolvió comprar un par a unos menesterosos por 20 pesos. Un zapatero los reparó y los pintó de negro y carmelita. Con tales accesorios, armó su primera estampa.

La segunda vino poco después. Pantalón y saco blanco comprado a un particular. El sombrero, por 5 CUC, fue adquirido en los almacenes San José, el mayor bazar de artesanía de la ciudad. Los zapatos bitonos de charolina, hechos a mano, le costaron 10 CUC.

“Le doy importancia a la imagen porque represento a la época de los 40 y 50, y pongo una bandera detrás para que sepan que soy cubano, bien cubano. ¿Me entendiste?”, explica este emprendedor que no fuma ni bebe, es padre de dos adolescentes y no come carne de cerdo, “porque tiene 8,5 por ciento de colesterol por encima de las demás carnes. Es un veneno”.

“A mi manera”, “Dos gardenias”, “Y la amo”, “Hojas muertas”, son algunas de las piezas de su todavía escueto repertorio. “Toco casi todos los días, sobre todo por la mañana… No me da para vivir, pero me ayuda a vivir”, sopesa.

Foto: Ángel Márqués Dolz.
Foto: Ángel Márqués Dolz.

Nostalgia de un fiscorno y el abolengo de un título

El oficio acusa sinsabores. Hasta ahora Sánchez “trabaja” de contrabando.

Le han negado la licencia de músico ambulante porque no existe en las alrededor de doscientas opciones de autoempleo autorizadas. Suena raro en la llamada isla de todas las músicas. A cambio, la burocracia le ofrece un permiso de mago o de payaso.

“No soy lo uno, ni lo otro”, aclara. Su limbo legal le ha ocasionado multas de hasta 1500 pesos, algunos “traslados” a la unidad policial y el decomiso de un espléndido fiscorno, regalo de una pareja de jazzistas alemanes.

“Eso me da sentimiento”, dice afligido.

Tampoco puede integrarse a una agrupación. “No me quieren”. Para ello le exigen documentos de algún conservatorio.

¿Un destino a contramano?

Carlos Sánchez no tira la toalla. Ha conseguido un puesto en el retablo de tipos populares de la ciudad vieja. Con un clic en YouTube se le puede ver tocando la trompeta, algún que otro reportaje en medios norteamericanos lo cita y hasta su rostro integró la colección que en diciembre de 2014 presentó el estadounidense Jeffrey Cárdenas y la cubana Yanela Piñeiro en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Hace unas noches, el representante de la Sonora Ponceña lo invitó a tocar en la Bodeguita del Medio, prometiéndole integrarlo al concierto que planea Manuel “Mannix” Martínez para este año en la Isla.

Pocos ya lo saludan por su nombre de pila. Ahora Carlos Sánchez es… “El trompetista de La Habana”.

Mímica mediante, una joven pareja de viajeros hace saber su intención de fotografiarse junto al músico. No es un encantador de serpientes, pero sí de turistas. Carlos lleva entonces su trompeta a la boca y toca la melodía que le abrió el camino: “Bésame mucho”, un gesto que para el tiempo de ejercicio es ya un ritual.

Seguramente, antes del mediodía, brillará una segunda moneda sobre su bolso negro. Tal vez de mayor valor. Su meta de 1 CUC está cada vez más cerca.

Salir de la versión móvil