Combos

Los Mustangs

Los Mustangs

En las décadas de los sesenta y setenta los combos tuvieron su agosto. Una cosa fue la invasión de The Beatles, The Rolling Stones, The Beach Boys y toda aquella avalancha angloparlante (que a duras penas podíamos oír por la WQEM) y otra la intoxicación, en todas las paradas del dial, con Los Mustang, Los Brincos, Los Jabaloyas, Los Fórmula V, Los Pasos

Algunos de nuestros combos venían de antes, como Los Armónicos de Felipe Dulzaides; los de: Franco Laganá, Eddy Gaitán y Senén Suárez, por ejemplo. Y otros como Los Barba, Los Dada y Los Kent emergieron en aquellas noches fundacionales, cobijados por la fulgente y deliciosa inmadurez de la época. Mayo del ’68 y París eran la noticia que, fragmentada, conocimos por Radio Bemba.

Fue una hemorragia la de los combos, pero para empezar me concentro en los citados, porque cada uno portaba su singularidad: Franco Laganá era italiano y su número estelar fue “Chinque minuti ancora”; su vocalista, María Elena, muy delgada entonces, deleitaba y alarmaba con “La Pelota Roja”: el deleite, por la interpretación; la alarma, por el posible descoyuntamiento de brazos, cabeza y caderas con las contorsiones del ye-ye.

Felipe Dulzaides tuvo el privilegio de Margarita Royero, que al interpretar “Frenesí” nos melificaba la frecuencia cardiaca; y también de Doris de la Torre, cuya elegancia interpretativa enrumbó el éxito de “La renuncia”, de Eduardo Davidson. La televisión, con sus estelares, Música y estrellas, Saludos, amigos o La hora del cañonazo, mantenía actualizada, en lo tocante a lo nacional, nuestra afición combológica.

Eddy Gaitán inventó el ritmo wa-wa para que la cantante Aida Rosa, con voz de arpa y un infantil hoyito en la aleta izquierda de la nariz, popularizara “Yo no sé si volveré a querer”. Y también alguna vez, si mal no recuerdo, su agrupación acompañó a Pilar Moráguez en “Me falta valor”.

Senén Suárez, el zurdo supersónico, nos divirtió con “Guasabeando el rock and roll”, mientras con su “Eres sensacional” incorporó a nuestras menguadas herramientas retóricas las redes para pescar, trocha arriba y trocha abajo (Santa Clara, carnavales del ’67), a las esquivas muchachas en cuyo tren inferior debutaban las minifaldas de primera generación, media cuarta por debajo del blúmer. Al alto punteo de su guitarra Senén le adicionaba la gracia de solfear en silencio –boca cerrada y mandíbula batiente– los acordes.

Antes de aquella trocha de la villaclareña calle San Miguel, en mis períodos de estudiante de secundaria y bachillerato, otros combos me inocularon la impresión de habitar la modernidad. Su evocación pertenece, lo sé, al reino de lo folclórico pueblerino, pero el que en cada localidad de mediana importancia existiera un combo, puede investir al fenómeno de relieve nacional. En Camajuaní (mi pueblo de la secundaria) Los Noctámbulos solo tocaban instrumentales; Los Duendes y los Bule Bule tenían una proyección que iba y venía del pop español al pop anglo, en tanto Los Hitachi, con su vocalista Pablito Broche, a full con el tono alto, casi que igualaban a Los Ángeles negros con aquella melcochosa balada: “Y volveré / como el ave que retorna a su nidal…”

Los Sputnik, de Encrucijada, más que combo era ya un conjunto, pero se hacía llamar combo, para no desentonar. Lázaro García, con Los Jaguares, le ponía caché al cabaret Guanaroca, en Cienfuegos, Los Fakires, con Bastida cantando “La mentirosa”, desbordaba el 8-A de Santa Clara, en tanto Los Pirámide, de Caibarién, amenizaban los matinés de Patio Club y del Ranchón de la Playa. Bailar era lo más grande de la vida, y a la par, en nuestras prioridades, estaba vestir de acuerdo con la norma de la pepillería más recalcitrante: pantalones corte tubo, pulóveres cuello v, sandalias y gafas de sol.

Cuando Los Barba, (“O bembe o bamba” y “Dama de todos los sueños”), Los Dada (“Flores en jarrones de cristal”), Los Kent (“Black is black”) y otros irrumpieron en el éter ya los combos no se conformaban solo con guitarra prima, guitarra acompañante, bajo y batería, y la ganancia de instrumentos diversificó las sonoridades, que se hicieron más cosmopolitas y tortuosas.

“Los 15 de Paul Anka” se convirtió en un disco fósil y, sobre todo Los Kent, con sus interpretaciones en inglés, colmaron todas las celebraciones quinceañeras de La Habana. Mike Porcel y Pedro Luis Ferrer eran los vocalistas y guitarristas de lujo de Los Dada. Frank Tony primero, y El Conde después, vocalistas estrellas de Los Kent, fueron los tipos más coreados por las minifalderas y peludos de la capital. Pusieron la más alta coordenada en el arribo del pop rock –y su fusión con lo autóctono– a nuestros escenarios y celebraciones hogareñas.

Vivíamos años duros, de muchos prejuicios. Pero también fue la época de saltar sobre los retos, siempre que encontráramos la ocasión. A no pocos nos raparon la cabeza alguna vez, bien por una beca, bien por el servicio militar, bien como medida correctiva porque la melena desentonaba con el ideal que se había prefabricado para los jóvenes. Pero fueron los años en que también muchos de nosotros leímos hasta la desesperación, aprendimos teoremas, postulados de mecánica cuántica, química orgánica, economía política, las leyes de Mendel, tropología… Y en ninguna de esas ciencias que pusieron a nuestro alcance los mismos que nos prohibían vestir y pelarnos a la usanza, encontramos justificación para actos tan absurdos como el de una directora (o director) de plantel, tijera y limón en mano, en la puerta del centro bajando dobladillos, cortando pelo a trocha y mocha, o zafando las costuras a las patas de los pantalones si no dejaban pasar el limón entre el muslo y la tela.

La vida siempre es superior a las entelequias. Y a la mayoría de mis coetáneos nunca nos faltaron triquiñuelas para correr detrás de nuestros propios paradigmas. El pelo sobre las orejas y la melenita incipiente se disimulaban bien con vaselina, los pantalones, escondidos en la maleta escolar, al salir de clases los sustituíamos en el baño de cualquier cafetería, donde también nos quitábamos la grasa de la cabeza. Y de esa forma quedábamos aptos para ingresar en algún combo inexistente y parecernos a John Lennon, o a David Clayton-Thomas, el de Blood, Sweat & Tears. Como nadie tenía un pitusa, a los pantalones mecánicos les cosíamos sellos con rótulos apócrifos, las camisas Mac Gregor de los padres se sometieron a un voraz rediseño, donde siempre se respetaba la marca, aunque en los cuellos crecieran picos; los relojes, sortijas y cadenas también se reciclaron sobre nuestros cuerpos. Fueron tiempos duros, pero nuestra rebeldía no respetaba cumbres.

Que más tarde nuestras inquietudes derivaran hacia la antipoesía, el existencialismo, la dialéctica, el psicoanálisis, el socialismo utópico, el comunismo científico, el zen, y que algunos de nosotros termináramos escribiendo cosas sin mucho ton ni son, pero con swing (eso creíamos), no le resta valor formativo a aquellas tardes noches en que nos reuníamos, casi siempre con un poco de alcohol y algún cigarro extraviado, a ejecutar en el vacío los instrumentos de nuestro combo virtual mientras de Raulito Sordía –la viva estampa de Salvatore Adamo– con su registro de barítono asustaba a la noche vociferando: You’ve made me so / very happy, / I’m so glad you / came in to my life…

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