El arte de Bebo de Cuba

El Bebo/ Foto: Claudia Soto Pinckney

“La vida de Bebo es una película. Aprendió a tocar el piano en una mesa con las teclas dibujadas. Hablar con él era conocer a Cachao, el guaguancó, a Bill Evans, a Rachmaninov y el jazz. Ahora mismo estoy viendo una foto de él abrazado a Sarah Vaughan y a Nat King Cole. Bebo es la música cubana del siglo XX”.

Javier Limón

Esto es un boceto, un atisbo que apenas permite sospechar al hombre que fue Bebo Valdés. Para que este texto adquiriera cabal dimensión, serían necesarias un par de voces que aquí faltan, sería necesario acudir al Quivicán natal, a la Suecia (segunda patria), a todos esos parajes y personas en los que dejó huella. Pero no es posible. Parafraseando a Ana Prieto a propósito de Borges, entre los recuerdos, las veracidades y el eco, el único testimonio es su música. Pero aun así surge terca e imperiosa la necesidad de un texto como este.

Bebo Valdés
Bebo Valdés / Foto tomada de tete1960.blogspot.com

Bebo Valdés era un hombre extraño. Gigante del jazz afrocubano en la era en que se forjaban los caminos del género, la primera imagen suya que evocan sus conocidos es sin embargo la de un tipo sencillísimo, un caballero de la vieja escuela. Resulta así que es uno de los pocos casos de la historia del arte en el que la maestría cede paso a la personalidad no por sus excesos –Hemingway– ni por su originalidad –Borges, Woody Allen– sino por ser, simplemente, un hombre de bien.

Un hombre de bien que sin embargo no pudo renunciar a la libertad de tocar el piano sin cortapisas. Un hombre de bien que se afincó en una tierra nórdica y distante, en la que permaneció treinta años rumiando silenciosamente su arte, en la tranquilidad de los salones. Unos salones que nunca supieron que tenían una leyenda viva. Un hombre de bien que lo largó todo con tal de que lo dejaran tocar en paz.

La historia de Bebo Valdés, que es inseparable a la del jazz afrocubano, empezó hace muchísimo tiempo, con unos europeos lujuriosos y unos esclavos africanos mezclados hasta el infinito, con un piano que fue violado dulcemente por un tambor frenético e intraducible, con una síncopa que perdió la virginidad en una maratón de sucesiones rítmicas.

A esa fusión permanentemente inconclusa llegaronen los años 30 Dionisio Ramón Emilio (Bebo) Valdés Amaro y su piano con la intención de divertirse, sin saber que llegaría a estampar su nombre en la tarja de los padres fundadores.

Eran los años de La Habana nocturna, un gigantesco garito en el que los turistas acompañaban el alcohol, los juegos de azar y las drogas con la banda sonora de los impetuosos músicos cubanos. Bebo por entonces andaba incursionando en el jazz, absorbiendo todo lo que podía de sus admirados Art Tatum y Bill Evans, pero se nutría también “de la rutina de la calle, el boogie-boogie, el danzón, la rumba”, como dijo alguna vez.

Siendo un adolescente,Caballón –como también lo llamaban por su alta estatura– se enrola con su amigo de la infancia Israel López Cachao en la creación de una orquesta, en la que el genial bajista cocinaba  el futuro mambo. Mientras continúa sus estudios, se va abriendo paso como pianista en formaciones como la de Wilfredo García Curbelo y Julio Cueva. En esta combinación de academia y universidad de la calle va germinando una manera única de tocar, un estilo que permite a cualquier melómano distinguir los arreglos e interpretaciones de Bebo Valdés.

El año 1947o 1948 –este dato como muchos otros de su vida, es bastante impreciso– significa el primer viaje de Bebo tras sus raíces africanas. Visita Haití; allí siente su alma católica resonar con esos rituales en los que no cree, pero le conectan con un pasado vibrante, tan suyo como las composiciones de Saumell y tan contagioso como el guaguancó del reparto Santa Amalia, pero aún más antiguo, un arcano de indescifrable atractivo. Un santero que conoció le revela premonitoriamente que ese viaje a los orígenes tendrá otros destinos y que algún día visitará Salvador de Bahía, ese pedazo de África insertado en tierra americana, en el que la religión yoruba vive ajena al paso del tiempo.

El aliento de los orishas parece impulsar a Caballón. Es contratado en el Club Tropicana, la meca del jazz en Cuba por entonces y trabaja como pianista y arreglista de Rita Montaner y la Orquesta de Armando Romeu. Diez años trabajará en Tropicana, y en ese período –la llamada década de oro de la música cubana– no habrá fenómeno musical que le sea ajeno.

Desde finales del 40, el inquieto baterista Guillermo Barreto –vecino, amigo y compañero de banda de Bebo– organizaba los domingos por la tarde, o en las madrugadas tras finalizar el show de Tropicana, unas sesiones de improvisación en las que músicos del patio y extranjeros daban rienda suelta a su creatividad mezclando jazz con ritmos afrocubanos. Las descargas podían durar indefinidamente; un tema, a vecesapenas un riff, bastaba para que una avalancha de músicos e instrumentos se sucedieran interminables, llegando a empatar no pocas veces el día, la tarde y la noche. A las descargas, además de habituales como Peruchín, el Negro Vivar, Walfredo de los Reyes, Israel López Cachao, el Niño Rivera y Tata Güines se sumaban unos maravillados Roy Haynes, Kenny Drew, Sarah Vaughan y Richard Davis, quienes, a su paso por Tropicana, fueron subyugados por el estilo y la capacidad interpretativa de los músicos cubanos y sus ritmos.

Las descargas se hicieron costumbre en los predios de Tropicana (y fueron asimiladas por toda una serie de géneros y estilos como lo fue el filin), pero el escaso interés y la falta de visión de las disqueras no las habían tomado en cuenta. Hasta una noche de finales de 1952.

Mientras Bebo descansaba en un cabaret de La Habana junto a otros miembros de la Orquesta de Tropicana, Irving Price, dueño de una tienda de discos en la calle Galeano, le dice que Norman Granz –mítico productor norteamericano, fundador de monumentos del jazz como Jazz at thePhilarmonic y el legendario sello Verve– está en La Habana, sorprendido con el hecho de que los músicos cubanos toquen jazz. Hacen las coordinaciones pertinentes y en el estudio de Panart, entre los rones y cervezas de rigor, Bebo y un grupo de músicos de Tropicana grabaron el disco Cubano!, en el que tocaron varios temas de jazz clásico, pasados por el filtro cubano, y una colosal improvisación a partir de un riff tocado por Caballón, que tomaría el nombre de Con poco coco, un clásico de las descargas del jazz afrocubano de todos los tiempos. A este disco y a estos músicos les tocó el privilegio de entrar a la historia de la música como la primera grabación de una descarga cubana.

De esta época dorada data también su orquesta Sabor de Cuba, una jazzband en toda regla, con veinte músicos, entre los que se encontraban un cantante llamado Beny Moré y un joven pianista de dieciséis años, que por su elevada estatura y habilidad para manejarse en el piano con unos dedos afiladísimos no cabía la menor duda de su procedencia: comenzaba la carrera del otro Valdés, Chucho.

Cuenta Leonardo Acosta en su imprescindible Un siglo de jazz en Cuba:

“En el año 1952 el pianista, compositor y arreglista Bebo Valdés inició lo que pudo ser una revolución musical semejante a la que llevaron a cabo Machito y Mario Bauzá en Nueva York o Dámaso Pérez Prado en México. Sin embargo, lo que hubiera sido la revolución del ritmo batanga ha quedado solo como una interesante curiosidad histórica y un grato recuerdo para los que la vivieron. (…) Bebo parecía el hombre indicado para hacer una nueva fusión entre el jazz y lo afrocubano, superando la creciente comercialización del mambo y las limitaciones del chachachá.”

En los estudios de RHC Cadena Azul, el 8 de junio de 1952, Bebo da a conocer el ritmo batanga, que pretendía convertirse en el rival del mambo. La tarde del debut, Bebo se acercó al micrófono y explicó que batanga proviene de las voces africanas batá y tanga. El estilo difería en lo fundamental del mambo en que contaba con una sección de trombones y una trompa –“para llenar el vacío entre los planos agudo y grave que creaban las orquestaciones de Dámaso”, dijo Bebo– y su gran aporte fueron las nuevas combinaciones rítmicas introducidas en la percusión cubana, al introducir por primera vez en una orquesta un tambor batá, un instrumento que había permanecido apartado de los escenarios producto al racismo habitual en Cuba, en la que era considerado una cosa de negros brujos.

La orquesta del batanga, que causó furor entre el público en su debut, se presentó durante los tres domingos siguientes pero, en palabras de Bebo, “la batanga murió de muerte natural”. Los patrocinadores y las empresas disqueras prefirieron apostar por lo seguro y no se le hizo promoción al nuevo ritmo, que no podía competir en el gusto de los bailadores con la simplicidad sonora y bailable chachachá.

Bebo Valdés Ilustración: Amazonaws
Bebo Valdés
Ilustración: Amazonaws

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Tras el triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959, Bebo –incapaz de acoplarse a la nueva Cuba que estaba surgiendo, en la que pasó del desenfreno de las noches de cabaret y descargas propias de los 50 a tener que rendir cuenta de su repertorio– toma la decisión de salirse del juego. Una tarde de 1960 llegó al estudio para grabar un material que estaba recopilando con la intención de llevárselo a México. Un individuo de camisa roja se le acercó y se identificó como miliciano.

– Vamos para la plaza, van a dar un discurso– le dijo.
– Lo siento, tengo una sesión ahora– le respondió Caballón.
– No hay sesión de grabación, todo está suspendido.
– No voy a ninguna tribuna, lo veré por televisión en casa.
– Usted debe ir camarada.
– No soy su camarada, soy un amigo o un enemigo o nada.
– Escuche, usted está en el camino equivocado, si no entra a la guagua estará en problemas– le dijo mientras señalaba un vehículo que estaba parqueado junto a dos camiones, listo para ir a la plaza.

Bebo no subió a la guagua. Poco después, tras coordinar con su amigo y mánager Roger Frederick Reiter, saldría del país junto al cantante Rolando Laserie rumbo a una gira inexistente en México. Atrás quedaron su esposa Pilar Valdés y cinco hijos. Fue una decisión difícil, desgarradora, pero los escrúpulos fueron superados por la presión de no “sentirme libre para tocar la música que me diera la gana”, como declaró en alguna ocasión.

Tras un periplo que lo llevó por México, Estados Unidos y España (donde trabaja con el cantante chileno Lucho Gatica), Bebo se une a los Lecuona Cuban Boys. Junto a esta orquesta desanda Europa; tocan en Inglaterra, Francia, Holanda, Alemania, Finlandia. Llegan a la fría Suecia el 17 de abril de 1963. Allí le dan asilo político, el destino perfecto para aquel negro de estilo parsimonioso y refinado. Bebo nació en Cuba, podría decirse, para escribir una parte de la historia del jazz latino; su verdadera biografía de hombre terrenal, en cambio, lo esperaba en Estocolmo.

En Suecia conocerá lo que es el frío absoluto. Durante seis meses trabajará en un club del Círculo Polar Ártico, y combatirá el hielo a golpe de improvisaciones interminables; aquí se muere de frío, pero encuentra la tranquilidad suficiente para tocar su música.

Los Lecuona Cuban Boys son contratados por Ove Hahn, el jefe artístico del parque de atracciones GrönaLund, para que tocaran en el restaurante Tyrol. Aquel montón de apuestos latinos atrajo a muchas chicas que se quedaban mirando a los músicos, entre los que resaltaba un  gigante caribeño de seis pies cuatro pulgadas que posaba sus manos inmensas sobre las teclas del piano con una ternura increíble.

Allí lo descubrió una jovencita bellísima de 18 años, que se aficionó a aquel cuarentón que interpretaba temas del repertorio clásico y muy de vez en cuando otras cosas raras que no entendía, pero que le hablaban de un lugar en el trópico en el que la noche no paraba, en donde el baile y la música reptaban por todas partes.

Rose-Marie Pehrsonse empeñó en que ese cubano sería su hombre, y que le tocaría en las noches de los próximos cuarenta y cinco años esas variaciones de los standars de jazz que tanto la trastornaban. Y Bebo, siempre galante, la complacería; mucho tiempo después, deslizó su nombre en varias composiciones, para acercarla a la magia de las noches habaneras que Rose-Marie no pudo conocer.

En los próximos treinta años Bebo Valdés será apenas un recuerdo en la mente de sus contemporáneos, una leyenda que solo conocerán los fanáticos del jazz y quienes vivieron la Cuba intensa de casinos y cabarets. Son años grises como el invierno nórdico, en los que tiene que tocar sin descanso versiones de los Beatles, los hits del mundo pop y el jazz norteamericano en hoteles y cruceros. Toca el piano en unas clases de ballet. A veces piensa meterse a taxista, pero una vez más la decisión de hacer lo que le gusta prevalece.

A pesar del silencio mediático, siempre tiene junto al piano y en los cuartos  una libreta en la que anotar esas melodías que acuden a su cabeza. Si no las anota, se van irremisiblemente; pueden venir otras, pero esas melodías – como los amores de los boleros que tanto le gustan-, no vuelven más.

En el año 1994, Paquito D’Rivera, movido por quién sabe qué orisha y apremiado por compromisos disqueros que no podía cumplir, llama a Caballón.

– Bebo, por lo que existió entre tú y mi padre, ayúdame con esto porque sé que tú puedes hacerlo y rápido.
– Estoy fuera de eso Paquito, hace un bulto de años que no compongo nada. Tal vez si me das más tiempo…– le respondió Valdés.
– Pero, ¿tienes ideas?
– Sí, ideas tengo unas cuantas.
– Pues ponte que eso me sirve.

Bebo se puso a revisar su material y en una maratón de 36 horas montó varias piezascon sus arreglos para nueve instrumentos. Aunque inicialmente el disco era para Paquito este decidió que era hora de que Bebo cabalgara de nuevo. En un estudio de Alemania, en solo tres días, D’Rivera produce Bebo ridesagain, una compilación de temas clásicos del repertorio cubano y composiciones del propio Bebo. No ha perdido el tiempo en estos años Bebo Valdés; las consolas recogen la sabiduría de unas manos prodigiosas, una lección pacientemente añejada. A los 76 años, Bebo tiene mejor sabor que nunca.

Bebo Valdés Ilustración: El artista de la familia
Bebo Valdés
Ilustración: El artista de la familia

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Fernando Trueba no es solo un cineasta español reconocido, sino también un fanático confeso del latinjazz desde que en los ochenta cayera en sus manos el disco Blowin de Paquito D’ Rivera. La pasión de Trueba por el género lo llevó a darle forma a una vieja ambición: ver la historia de la música que tanto ama plasmada en un filme. Y es imposible repasar el latinjazz sin contar con Bebo Valdés.

Trueba planea una reunión de gigantes a través de la película Calle 54, antes de que fuera demasiado tarde –providencial intuición la suya, unos meses después de filmada la película falleció el contrabajista Israel López Cachao–, filme sobre la música. El cine es un mero vehículo para la expresión de un arte poderoso, la cámara es apenas el oportuno intruso que recoge los intercambios de unos músicos exquisitos.

La película permitió a Bebo rememorar los viejos tiempos de las descargas de Tropicana; después de décadas tocó otra vez con sus viejos compañeros y conoció a varios de los mejores continuadores del jazz afrocubano.

A partir de Calle 54 –y de la mano de Fernando Trueba y NatChediak–, la carrera de Bebo Valdés renace como si se tratara de una joven estrella pop. Graba El sabor de Cuba con sus socios de toda la vida, Israel López Cachao y Patato Valdés, disco con el que gana el primero de los nueve Grammy que obtuvo en los años siguientes.

La versión de Lágrimas negras que interpretan Bebo y Cachao en Calle 54 llegó al cantaor flamenco Diego El Cigala, y a través de una paella organizada por Trueba, el músico cubano y el español se conocieron. El proyecto surgió ahí mismo con una premisa básica: despegarse de sus respectivos orígenes. Bebo le dijo a El Cigala: “’tú no seas gitano, que yo no voy a ser un negro de Cuba”. El resultado fue el álbum Lágrimas negras, una relectura inolvidable de grandes clásicos de la música popular latina.

Poco después se convierte en el guía protagonista del filme El milagro de Candeal (otra vez Fernando Trueba), en donde, entre otras muchas cosas, viaja a las favelas de Salvador de Bahia para reencontrarse con sus orígenes africanos. En tierra brasileña evoca una lejana y casi olvidada conversación con un santero haitiano. La profecía tardó seis décadas en cumplirse, pero cuando sucede, Bebo comprende un poco más los caminos ocultos de la santería. Es demasiado viejo para empezar a creer en los orishas, pero no puede evitar dedicarles un pensamiento respetuoso.

Creador de la música y fuente de inspiración a la vez de la película animada Chico y Rita –nominada al Oscar en 2012–, Bebo es retratado poéticamente en un hermoso filme que homenajea, una vez más, el trabajo de aquellos músicos que gestaron el encuentro del jazz y los ritmos cubanos.

A los 87 Bebo Valdés pisa por primera vez el legendario club VanguardVillage. Los habituales del lugar, para quienes el pianista es, si acaso, una remota referencia de los tiempos del bop, y sí estaban acostumbrados en cambio a las ejecuciones de su hijo Chucho con su estilo ágil, quedan sumidos en un ambiente de dulce gracia, envueltos en la familiaridad de las notas despedidas por los dedos afilados del octogenario, que regala un concierto contenido, sin estridencias, una actuación perfecta de viejo intérprete, un recuerdo de los tiempos en los que el jazz no era el deseo trivial de sobresalir.

Cuenta Ben Ratliff: “mientras Chucho –para quien el club es un espacio familiar– toca con fiereza, rápidamente, diríase que poseído; Bebo tocaba con gentileza, como si estuviera en una sala llena de amigos.”

En el 2011 es nombrado junto con Chucho Doctor Honoris Causa del BerkleeCollege of Music de Boston, justo colofón de su renovada carrera y de su contribución imprescindible al jazz.

“Esto es un sorpresa. No esperaba estos reconocimientos a esta altura”, suele decir cada vez que le otorgan un nuevo premio, que recibe con el mismo gesto sencillo con que agradecía los escasos aplausos en los salones suecos en los que trabajó anónimamente por décadas.

Bebo Valdés Ilustración: Pkyb-Klei
Bebo Valdés
Ilustración: Pkyb-Klei

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Más de una vez se ha dicho el chiste malo de que el mayor legado de Bebo Valdés es ser el padre de Chucho. Dejando al margen la pesadez de labroma, sería absolutamente ingenuo desechar la importancia que tiene para el mundo del jazz Chucho Valdés, quien probablemente no sería el mismo si su padre fuera otro. Una ecuación más exacta –menos cómica pero más real, más poética– debería decir que porque hay un Bebo, hay un Chucho Valdés.

La relación entre padre e hijo ha sido poco analizada, como de hecho ha sido poco analizada la vida de la mayoría de los artistas cubanos vivos. De ahí que tengamos que sospechar, conjeturar, llenar los espacios a partir de los hechos notorios. Así podemos pensar en un distanciamiento abrupto a partir del año1960, en que Bebo abandona definitivamente el país. Durante muchas décadas, padre e hijo se reencontrarán en festivales de jazz, clubs, como dos viejos conocidos que se calibran de encuentro en encuentro. En esos años Chucho se hizo un gigante del jazz y Bebo rumiaba paciente y anónimamente su saber, a la par que enamoraba para siempre a una muchacha de 18 años.

Después de un tenso encuentro en 1978 en el Carnegie Hall, a donde Bebo fue a escuchar a Paquito D’ Rivera en Irakere y terminó topándose con Chucho, comenzó el deshielo de la relación padre hijo, quienes estuvieron 18 años sin hablar siquiera. Poco a poco fueron restableciendo lazos que difícilmente fueran lo mismo, pero eran preferibles a la separación total.

En noviembre de 2005, a petición de Chucho, Bebo y su esposa se trasladan para Benalmádena, Málaga. Quizás ve esto comola última oportunidad de tener un tiempo más a su padre, ese padre que se le fue demasiado lejos demasiado tiempo. Poco se sabe de lo que sucede en los altos de la colina de Benalmádena, pero es dable suponer que este reencuentro no sirve de reconciliación; ambos ahora son un par de viejos, empatados en esa franja homogénea que es la tercera edad. Bebo, enfermo de Alzheimer desde hace un tiempo, no debe facilitar mucho las cosas.

En el verano de 2012 muere Rose-Marie Pehrson. Aunque no hayanterminado de atar los cabos de la relación padre-hijo, Bebo –hombre caballeroso y de costumbres– no tiene el más mínimo interés en dejar sola a su esposa tanto tiempo. En febrero sus hijos suecos lo llevan de regreso a Estocolmo (en contra de la voluntad de Chucho); el Alzheimer ha degenerado prácticamente por completo su sistema.  En la madrugada del 21 de marzo de 2013, un Bebo Valdés muy debilitado por la neumonía sueña que está en un parque de Estocolmo y que una joven de cabellos oscuros lo mira extasiada. Ese mismo día fallece. El pianista se ha acomodado en los brazos de Rose-Marie, de vuelta otra vez a los fríos prados de Estocolmo, lejos nuevamente de Chucho, separados padre e hijo esta vez hasta el reencuentro definitivo en el círculo del infierno de los jazzistas, un club en el que la descarga, no acaba nunca.

 

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