El Indio

Foto: Dahian Cifuentes.

Jorge García es un artista, aunque lo niegue con rotundidad.

Tiene dos facetas: por un lado, la que le da el dinero para comer y vivir y, por el otro, la que le da las fuerzas necesarias para soportar la pesadez y la lasitud de los días. “Para seguir adelante, continuar, sin ser derribado” –precisa.

En sus dos trabajos Jorge mezcla una misma pasión: el gusto por lo extático, lo sombrío. Como vitralista pasa muchas horas en continua soledad, creando y restaurando, en antiguas casonas e iglesias donde ha logrado captar épicas y penumbras poco comunes –pero latentes– en Cuba. Como guitarrista de Front the Grace (una de las pocas bandas de Death Metal que hay en la Isla) despliega toda su férrea creatividad con distorsionados y poderosos riffs.

A Jorge, para efectos del cosmos metalero del que forma parte desde hace más de 15 años, nadie lo llama por su nombre: todos le dicen “el Indio”.

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Una noche en El Vedado, un jueves cualquiera, no pasa nada. Desierto por todos lados.  En la intersección entre Calzada y F una abandonada luz de neón señala la existencia de un pequeño bar.

Solo es cruzar su puerta para salir del caribe y entrar en la singularidad de un subterráneo mundo gótico que no tiene cabida a otras horas del día: chamarras de cuero, ropas negras, botas, cabellos largos, maquillajes pálidos, alegorías medievales, grafías afiladas se balancean, íntimamente, generando una atmósfera ritual.

Un centenar de jóvenes se reúnen semanalmente a escuchar la música que los une y los identifica como metaleros, en uno de los pocos lugares de La Habana que ofrecen un espacio en su programación para las vertientes más insociables y extremas del género: death, black, dark.

“El death simplemente se tropezó conmigo un día y, desde ese momento, se quedó para siempre. Mi primera banda, por allá por el 2002, fue Congregation, un piquete entre amigos que duró lo necesario” –señala el Indio.

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El Indio no viene de familia de músicos y mucho menos de rockeros. Empezó escuchando Glam, por allá en las postrimerías de los espinosos 90s. El metal llegó por accidente. Entre tanta cosa que escuchaba un día dio con un sonido introspectivo, luctuoso, profundo. Un sonido que le fascinó y que después fue descubriendo no solo como género, sino también como estilo de vida.

Su conversación es agradable y espesa. Llena de referencias sonoras y reflexiones sobre la cotidianidad de su labor como músico. Toda la gente en el bar le habla, le pregunta, le posa. Dice que en Cuba el rock no cuenta con ningún apoyo y que de hecho hubo una época que estuvo prácticamente prohibido, ya que a alguien se le ocurrió que era una manifestación que reivindicaba valores imperialistas. “Diversionismo ideológico” se llamó puntualmente la “desviación” que miles de jóvenes sobrellevaban.

– ¿Qué dificultades experimenta actualmente la escena? –pregunto, con mi voz enmarcada por Dream Teather.

– Todo es complicado. No hay promoción, ni te la van a dar. Los medios en general miran hacia otros lados más comerciales: la salsa, la rumba, el reguetón. También es muy difícil y costoso conseguir buenos instrumentos que se ajusten al sonido que buscamos. En general la sociedad cubana como que se niega a aceptar que esto también es música. Es una cuestión de prejuicio. Este trabajo, de tener una banda y trabajar por ella, buscando espacios para tocar y formas independientes para grabar nuestra música es de mucha paciencia. Tenemos toda la voluntad del mundo, porque amamos lo que hacemos y por suerte contamos con un público que, aunque socialmente permanece rezagado, como nosotros, es muy fiel –responde, con la luminosidad de un experto.

– ¿Cómo ganaron este espacio?

– Este club es como nuestra casa. Lo ganamos hablando, conversando, entrando a negociar con el estado y ya después empezamos con el boca a boca hasta garantizar bandas y asistencia mínima todos los jueves.

– ¿Cómo son las relaciones entre las diferentes subculturas del rock habanero?

– Son relaciones a medias, no hay un diálogo, lo cual es una grieta. Tampoco hay violencia como sí pasa en otros lados. Nos ayudamos para tocar, pero no para hacer frente a una sociedad que prescinde de nosotros como jóvenes y rockeros. Si uniéramos nuestros públicos tendríamos más visibilidad y la gente sabría que lo que hacemos no es malo ni del diablo ni nada de eso, sino simplemente música, otra muy diferente a la tropical y bailable, pero música que se vive y se siente igual.

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Front the Grace está a punto de saltar al escenario. La ansiedad del Indio es perceptible. No tiene ganas de seguir conversando. Las ganas de estar allí, haciendo crujir su guitarra y liderando la catarsis colectiva, lo dominan más. Son las 12 de la noche. En punto.

La cabeza del Indio se mueve desorganizadamente. Sus rectos cabellos de 60 centímetros revuelan, como foscas en avance, a su alrededor. Sus piernas permanecen dobladas, soportando el peso de su guitarra eléctrica. Por momentos la desenfrenada convulsión deja ver la ostensible inscripción de su camiseta: Cannibal Corpse. Una de sus bandas preferidas. Sus dedos son más rápidos que el diapasón que hace explotar la batería. Sobre el escenario se despliega una guerra estridente. Vaporosa. Nutritiva en lobregueces. Cinco músicos se deshacen de sus vísceras para entregarlas, vivas, a su reducido pero devoto público. Una voz gutural capitanea la ceremonia. La misa.

A las 2 de la mañana, mucho después de la crápula sonora, lo busco para una foto. Accede. Antes de meterse en una van con sus compañeros, me muestra unos documentos, con firmas y timbres ministeriales: “la burocracia que tengo que hacer para cuidar este espacio, pero bueno, lo más lindo de Cuba es ser cubano, solo así entiendes todo esto”.

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