El reguetón y “el fin de la cultura”

Algunos se quejan del reguetón. Que es un subproducto cultural. Que generalmente resulta grosero. Que como un virus informático se va metiendo en el coco de la gran mayoría de los jóvenes para eliminar del sistema todo lo que tiene que ver con el buen gusto, las tradiciones y la educación estética. Y se dice más; como algunos han decretado “el fin de la historia”, ya otros se adelantan a pronosticar “el fin de la cultura”.

Aunque quizás tengan razón estos apocalípticos, la fiera no es tan mala como la pintamos. Si me contrataran como abogado del diablo en este caso, y sin dejar de reconocer la personalidad satánica del acusado, podría exponerle al jurado algunas atenuantes.

Todos los pájaros comen arroz, pero la culpa siempre la paga el totí. Así que cuando se comienza a debatir el tema de la hecatombe musical, no se menciona más que al reguetón. Nos olvidamos de esta manera de otros engendros que le acompañan o que le precedieron. Pasa inadvertida y socarrona, como esa patadita que se suelta en el último paso de su baile estereotipado, la bachata. No aquella bachata de Víctor Víctor  que tuvo momentos de gloria con Juan Luis Guerra y La 440, entre otros, sino la aventurera bachata globalizada, esa que engaña a los fatuos con virtuosismos de cuerdas construidos con otros dígitos que no son los de la mano y hasta con invitados que en algún momento fueron músicos ilustres –y que quizás lo siguen siendo– convocados para intervenir con mediocres solos de trompeta o percusión. Condenamos al reguetón y dejamos libre de culpa a esos Pimpinelas –entre otras aberraciones– que, fieles a la teoría de las especies, adaptándose a cualquier cosa, amenazan con ser eternos. Hasta aceptamos, como si fuera un bálsamo, los chousitos armados por las disqueras para resucitar a José José y validar a Marco Antonio Solís, Chayanne, Christian Castro… y una larga lista.

Reprobamos a “la plaga” nativa de reguetoneros y nos dejamos pasar todo tipo de subproducto autóctono proveniente de cualquier “oficina”. O de cualquier programa de televisión que haciéndonos creer que estamos entre amigos nos entrega la peor copia de los peores programas de las peores televisoras, esos que alguien con un mínimo de juicio estético no le regalaría ni a su peor enemigo.

Caemos en la trampa del que debuta con tres o cuatro –en el mejor de los casos– números de aceptable calidad artística, pero que al ver desbrozado el terreno de la pegadera y la gozadera, empieza a tupirnos con cualquier cosa en nombre de su nombre, o en nombre del padre o del abuelo.

Otro argumento favorable al reguetón es la manera en que ha movido el pensamiento intelectual cubano y a la vez la pluma de los críticos. A los escritores, quienes en muchas ocasiones evitan asumir la crítica a sus colegas o lo hacen de la más paternalista o sociolista de las maneras, no les tiembla el pulso –o la lengua– a la hora de criticar a un reguetonero. Y generalmente lo hacen con saña.

Sin embargo, al reguetonero esto parece resbalarle. Nunca he encontrado una réplica a algún artículo crítico antirreguetonero. Sé de poetas que se han ido a las manos por la detracción de un verso. Conozco de rupturas intelectuales provocadas por criterios encontrados. Por eso no puedo menos que “admirar la nobleza” con que ese reguetonero –del cual a juzgar por los textos de sus composiciones, por su apariencia física y por el ímpetu de su voz se puede esperar la más violenta de las reacciones–, asume la opinión del otro.

No es mentira que el reguetón arrastra a la juventud. Incluso, muchos viejos y viejas no temen hacer el ridículo al reproducir los fáciles movimientos del hipotético baile o repetir sus fútiles letanías.

Pero el reguetón –y sus especies agregadas– arrolla con todo. Triunfa porque es un próspero negocio. Ahora que la palabra especular –que según el diccionario significa: reflexionar, meditar, pensar, discurrir, contemplar, examinar, estudiar, teorizar…–  gracias a la prosperidad de algunos bolsillos y la miseria de algunas mentes ha trocado su significado por  fanfarronear, presumir, alardear, ostentar… el reguetón permite a algunos hacer público el acto de gastarse el billetaje en un concierto de cualquiera de los cientos de estrellas del reguetón que llenan el firmamento de la noche sabatina de cualquier lugar de Cuba.

El reguetoconsumidor, que es una reproducción mimética de su ídolo, billete por medio, se da el lujo de demostrarle a la reina del perreo, a esa que bien imita a las chicas de notable desviación en las vértebras sacrolumbares y acumulación adiposa en las sentaderas –las que aparecen en videos realizados por quienes antes fueran de la vanguardia del audiovisual criollo–, a esa sabrosura que los machos reguetoconsumidores ambicionan, que él sí es un bárbaro y que tiene dinero igual que esos ídolos que esa noche van a adorar, y que hasta es capaz de vestirte igual. Y moverse, como un palmípedo, igual. Y hasta cantar igual o mejor que ellos. Y beber Chivas Regal mezclado con Red Bull.

Esta es, sin dudas, una plausible práctica que permite sanear las finanzas y recaudar divisas para el desarrollo del país.

Pero el reguetón es más. Llega más allá. Al corazón del pueblo. El reguetón permite también al menesteroso mover su cuerpo y gozar con la música del bicitaxi que pasa, libre y democrático –en fin, un bicitaxi–, por la calle, compartiendo con todos el producto más pegao. Llega al infeliz que no tiene un equipo de audio porque su vecino, solidario, lo pone a todo volumen haciendo el papel de buen samaritano del mal gusto.

Un gusto que se legitima sobre las bases de la repetición y el remedo.

Así vamos, con el reguetón a cuestas. Aunque no nos guste, aunque mil veces le calumniemos. Castigados a soportarlo como si fuera una suegra o un jefe de departamento impuesto desde arriba. Consolándonos con la certeza de que podría ser peor.

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