Esas canciones que terminan esfumándose, diluyéndose…

Foto: sonandoenpuertorico.com

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Con lo de Martí, con el 120 aniversario de la muerte de José Martí digo, recordaba una sentida canción que musicólogos y colegas nostálgicos alguna vez interesados en el asunto circunscriben a los primeros años del siglo veinte. Expresa el dolor, la pena y la zozobra que trajo a la entonces joven República su muerte y a la accidentada nación su breve olvido. El trovador Emilio Bilillo le dio por título: “Clave a Martí”, pero entre los cubanos apenas se escucha, y probablemente algún joven, de ser interrogado al respecto, simplemente señale a un instrumento musical fabricado con dos buenos trozos de madera.

Desde 1985 Radio Martí tomó la “Clave…” como distingo de su frecuencia, o como le conocen los radialistas, para que funcionase como el jingle perfecto dado el mensaje con el que el habanero Bilillo había reescrito la “Clave…”, originalmente compuesta por el actor bufo José Tereso Valdés, aunque su autoría se siga discutiendo y hasta se asocie de alguna manera con Alberto Villalón, autor por otra parte de una canción impresionante: “Boda negra”.

“Clave a Martí” es una de esas tonadillas que han ido mutando a lo largo del tiempo y, por razones ajenas al arte y a su propio destino, terminan condenadas a la desmemoria. Se suma a las tantas canciones de nuestra historia musical –sucederá igual en todas partes, supongo– transformadas, perdidas, proscritas o desconocidas, aunque ayer la cantaran hasta perder la garganta gente conocida como la mezzosoprano Lalita Salazar o unas hermanas guaracheras de apellido Márquez.

Los fundamentos son varios para que una canción acabe diluyéndose en la memoria colectiva. Hay razones políticas, motivos para que la “Clave…” dejara de escucharse pese a su patriotismo intrínseco y pujante y hasta rabioso. Razones “políticas” fueron las que mantuvieron asimismo lejos de estaciones de radio allá por los sesenta el tema de Ela O’Farril que tan bien entonaba Olga Guillot. ¿Por qué había que decirle adiós a la felicidad? –preguntaría la burocracia personificada en un asesor o director radial, en un circunspecto funcionario partidista–, cuando tan bien estamos entregados a la zafra azucarera. Ela debió transmitir su queja a Fidel Castro –leí la anécdota escrita por Graziella Pogolotti– y entonces se produjo el milagro.

Hay también motivos menos rastreros. La gente deja también de identificarse con una letra o ritmo musical. Y debemos agregar la tremenda incultura, el facilismo o los efectos cancerígenos de las repetidas listas de la radio y la televisión. Casos triviales abundan, como decir que “Ojalá” fue escrita por Nassiry Lugo o “Contigo en la distancia” por Cristina Aguilera. No sé si Cesar Portillo acabó por morirse después de escuchar semejante disparate adolescente.

A Luis Miguel, el mexicano estrella por los noventa al punto de traer como locas a las muchachas de mi generación, niñas que en los ochenta lo habían visto sufrir un accidente en las pantallas de los por entonces dignos cines provinciales –y lloraban y casi ni podían concentrarse en el aula después–, le escuchamos aquello de cuando calienta el sol allá en la playa… Nadie imaginaba –nadie menor de treinta años, digamos– que semejante letra pertenecía a un trío de guantanameros, anteriores al dúo guantanamero llamado Angelitos negros, predecesores de los todavía populares Buena Fe.

Los hermanos Rigual habían nacido en la ciudad atravesada por el río Guaso, pero más temprano que tarde, como todo artista que se respete, emigraron a La Habana para desarrollar su carrera. Y pronto –siempre detrás del éxito– esta los hizo subirse a un avión para radicarse en México. Allí encontraron la fama y sentados en vaya a saber qué café escribieron la tan famosa “Cuando calienta el sol”. De modo que no sabemos ahora si se refieren al sol cubano o al mexicano –aunque es el mismo en ninguna parte cae igual.

Los Rigual, cantados por Luis Miguel, y mejor por Vicentico Valdés, se suman a una clase de individuos marcados por la sombra del plagio. Al menos la antes mencionada obra forma parte de los archivos donde se recogen creaciones des orígenes dudosos. Son autores que por desconocimiento, necesidad o morosidad terminan perdiendo su mejor obra y esta pasa a ser repertorio también de otra tierra.

A Mérido Gutiérrez, un holguinero que por motivos ancestrales –los de encontrar una vida mejor– se radicó en New York, le pasó parecido. Según la historia, casi leyenda, sin tener nada que comer una noche el también cantante, guitarrista y tallador de diamantes entregó su obra más sólida por pocas monedas a dos norteamericanos. Nat King Cole la popularizaría enseguida al murmurar a los micrófonos eso de Mona lisa, Mona lisa…

El tema, por otra parte bastante sencillo, se volvió un éxito de ventas debido a que los oídos de toda época parecen a gusto con melodías livianas. El norteamericano ascendió a los primeros sitios en las dichosas listas de éxitos. Hasta viajó a La Habana a grabar sus temas cantados en español. Pero tal fue la mala suerte del holguinero que hoy ni siquiera se le asocia, y su muerte sucedió en la ciudad de los parques donde vive aún parte de su familia.

De modo que no es sola la canción la que muchas veces se difumina. También por razones que van de lo político a lo azaroso los autores se apagan lentamente aunque sigan vivos en alguna parte, tocando el piano, el saxofón o cualquiera que sea el instrumento si acaso lo practicaran.

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