Pongamos que hablo de Sabina

La vida lo ha llevado por esos predios en los que se aprende a vivir el momento, a desconfiar de lo humano y a burlarse hasta de uno mismo.

Foto: Kaloian.

Sabina vive el ritmo interior del desafuero. Es un purasangre y sabe muy bien cómo lidiar con el fuego de la euforia, gritos y el enjambre de manos que se extienden para tratar de acercarse a su cuerpo. No pierde su probada compostura. Había venido a La Habana antes para cantar y compartir con sus amigos y colegas, que no son pocos. Pero nunca antes como escritor invitado a la Feria del Libro de la Habana. Yo estaba allí casi de casualidad. Había acompañado a mi madre que estaba cubriendo la feria y ese día tenía que reportar la presentación de su libro de sonetos Ciento Volando y de 14, en una de las salas de La Cabaña. Y no quise perderme algo que tenía todos los ingredientes de una gran celebración.

Eso sucedió hace ya 15 años. Creo que fue la última visita a Cuba de Sabina. Al menos que se conozca. Él mismo ha dicho en ese tono dylaniano entre la picardía y el cinismo que no vuelve más. También ha tomado distancia del sistema político del país al que le mostró simpatías durante el furor de sus tiempos jóvenes.
No cabía un alfiler en aquella imagen. Una multitud de personas, en su mayoría jóvenes, querían arrebatarle un autógrafo o una foto al madrileño, al amigo irrestricto de Javier Krahe, a aquel músico que ha cronicado en sus canciones la vida de las almas al borde del abismo, los mentideros de la infidelidad y el desasosiego de las calles y las noches en Madrid. Mi madre lo esperaba en una de las esquinas del recinto. Lo miraba furtivamente para tratar de encontrar el mejor momento para hacerle dos o tres preguntas. La empresa parecía imposible. Las personas estaban dispuestas en cualquier momento a abalanzarse sobre el cuello o la mesa que lo separaba de la audiencia. Sabina, ese maestro en encauzar el caos, en poner los límites sobre cables de alta tensión, disfrutaba aquella tarde con esa sonrisa ladeada que nunca se ha quitado de la cara, incluso hasta en sus peores momentos, como me han contado amigos cercanos del músico.

La sangre no llegó al río y el autor de El hombre del traje gris lidió con la euforia contenida como un delantero estrella. Firmó libros, le devolvió la mirada a alguna fan y lanzó bromas que aligeraron la tarde.
La presentación coincidió con su arribo a los 57 años el 12 de febrero. “Creo que nadie ha celebrado mejor que yo un cumpleaños”, bromeó frente al público el cantautor. En uno de esos instantes mi madre sorteó a la multitud y logró conversar con el músico. Sabina le contó sobre su sorpresa por ver la acogida de su libro y por la avalancha de personas en la Feria. Fue un diálogo que recuerdo interrumpido por las personas que se le acercaban y los fotógrafos. Mi madre no guarda ninguna imagen de aquel momento. Ella nunca ha sido de tomarse fotos con artistas o escritores, un escenario cultural que ha trabajado durante décadas. Hoy, a los 15 años de la última visita de Sabina a Cuba, mi madre me comenta mientras redacta una entrevista que le hubiera gustado conservar aquel recuerdo como mismo conserva el cálido abrazo de García Márquez durante una de las ediciones del premio Casa de las Américas.

Sabina, un viejo lobo, conocía muy bien que aquella multitud estaba por él en la Feria. Que guardaban la esperanza de escucharlo repasar alguna que otra canción y que la Feria, es cierto, atrapa a mucha gente con los hábitos más diversos. Pero sabía que él, ese día, era el protagonista de las expectativas de cientos de cubanos que durante años habían establecido una profunda conexión con su música y sus historias acrecentadas por las leyendas urbanas y por los respectivos mitos. A Sabina realmente se le conoce después de renegarlo, después de ponerlo al final de cualquier estante de discos, tras dejarlo que se haya implantado en tu vida durante años, después de las modas y los temas repetidos por todos para tratar de establecer alguna conexión o sentido de pertenencia a un universo emocional del que el propio Sabina se moriría de la risa.

Foto: Kaloian.

Ese fue uno de mis debates internos durante la adolescencia con la música o los músicos que me dicen algo. Me preguntaba cómo era posible que aquello le gustara a casi todos por igual y si realmente las canciones nos hablaban a todos de la misma forma. Sabina durante largos años fue la punta del iceberg de esas sufrientes discusiones interiores. Pero el tiempo me hizo comprender que debemos recorrer muchos caminos antes de decir que una música nos identifica, antes de amueblar la sala de nuestra conciencia individual con un sonido, con un texto o con la entrega de un artista. Debemos pasar por muchas bifurcaciones para asegurar algo semejante y, por qué no, el propio artista también debe vivir mucha vida y traducirnos sus experiencias sobre lo que ha interpretado, para que nos reconozcamos tanto en su música como en sus acciones. Porque a veces, y no son pocas, hay que separar la obra de artista, dado que ambos pueden llegar a ser irremediablemente antagónicos.

Ya con los años, Sabina demostró que es un tipo bastante consecuente, aunque él mismo denostaría tal aseveración. La vida lo ha llevado por esos predios en los que se aprende a vivir el momento, a desconfiar de lo humano y a burlarse hasta de uno mismo. Es ante todo un sobreviviente. Sobrevivió a varios accidentes del corazón, a las deformidades y engaños de la política, a las trampas humanas y sobre todo a él mismo. Y lo ha hecho con cierta dignidad de un cantautor que ha sido el más popular de su país, que le cantó a causas libertarias que creía justas, que después le puso un traspiés a su desencanto y que aprendió muy bien a lidiar con el éxito tras regresar de Inglaterra, adonde fue de muy joven y donde, si la memoria no me falla, trabajó hasta en una morgue para sobrevivir.

Joaquin Sabina - Lo Niego Todo (Official Video)

Con Cuba Sabina siempre tuvo una relación difícil. En su momento defendió lo que creyó justo hasta que tomó la decisión de criticar lo que consideraba y no encajaba en su propio sentido de la justicia, ese del que también dio muestras durante los fueros de sus primeros años de la fama y la juventud. Pero de lo que no ha tomado distancia Sabina es de los amigos cubanos que ha hecho en el camino, esos con los que comparte habitualmente sus “tiempos madrileños” y que lo han acompañado en los duros momentos de ingresos y de enfermedad.

Hace mucho Sabina aprendió a ser Sabina. Y sobre todo aprendió a disfrutar de esa enorme popularidad que le llegó tras la publicación de Malas compañías, con temas de leyenda como “Calle Melancolía” o ese himno de la cultura española que es “Pongamos que hablo de Madrid”. De tocar en tugurios a las principales cadenas de radio y televisión en España. Y luego un boleto de avión a la conquista del mundo.

Serrat anunció recientemente una gira de despedida de los escenarios. Los cubanos dejaron mensajes pidiéndole que no se olvidaran su público en la Isla. Cuando Sabina anuncie algo semejante se escucharán, con mayor fuerza, los mismos reclamos. Los mismos pedidos al cantautor para que venga a la Isla porque, aunque muchos lo han podido escuchar en otros escenarios, creo no tiene el mismo significado oírlo cantar esos temas entre con tu tierra bajo los pies, entre los tuyos y con la carga emocional que cada uno les incorpore. Nadie avizora qué podría pasar en ese momento. Lo cierto que es que muchos en la Isla no dejarán de demandarle que regrese y los libre del peso de esa añoranza en su despedida, porque no son pocos los que ya han visto mucho y no estarían dispuestos a reeditar aquella certeza de que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Porque ya de eso tenemos bastante en el desasosiego expectante de nuestras vidas.

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