Silvio Rodríguez: Hoy hace 20 años que no fumo

Es bueno tratar a nuestro cuerpo con la misma consideración que deseamos ser tratados.

Silvio Rodríguez, en los tiempos en que sí fumaba.

Eran más o menos las 5 de la tarde y estaba en la sala, viendo la película Magnolia, en la que acababa de ocurrir una lluvia de sapos, como en las plagas del Egipto bíblico. Entonces una voz femenina –supongo que Aimee Mann–, empezó a entonar una canción que más o menos decía: “Te has pasado la vida criticando los defectos del mundo. Y ¿qué me dices de los tuyos?”… Confieso que no recuerdo si eran exactamente esas palabras o eso fue lo que mi cabeza interpretó. El caso es que llevaba mucho tiempo inconforme por continuar con aquel vicio y en aquel momento estaba fumando. Mi primo Héctor ya me había dicho que fuera inteligente y lo dejara antes que un médico me lo pidiera, porque cuando eso pasaba el daño solía ser irreparable.

Empecé a fumar a los catorce, en la campaña de alfabetización. Primera vez que me alejaba lo suficiente de mi familia como para empezar a asesinarme sin ser interrumpido. Después continué en la escuela secundaria, en los trabajos voluntarios, los acuartelamientos, las guardias de milicia. Mi madre me sentía el olor, me preguntaba si estaba fumando y yo me escabullía diciendo que estaba rodeado de fumadores (lo que no dejaba de ser cierto).

Los tres años de servicio militar me hicieron un fumador consumado. Cuando empecé a tocar guitarra mis dedos pasaron de amarillentos a violáceos, por la mezcla de nicotina con las ampollas que me salían. Desde entonces hasta el 30 de marzo del 2000, todas las personas que se me acercaron, todo el que entró a mi cuarto, olió mi ropa o siquiera leyó un libro mío supo que mis humores olían a tabaco quemado. Algo de lo que sólo nos damos cuenta cuando dejamos de fumar.

La tarde en que lo dejé sabía que no iba a ser fácil; por eso no me dio por envalentonarme sino por hacer como si no hubiera decidido nada. Apagué el cigarrillo y me dije: “Ahorita prendo otro”. Cuando llegó “ahorita”, lo pospuse para después de la comida. Pero después de cenar dije: “Me fumo el próximo a la hora de dormir”. Ya sabía que al acostarme lo iba a posponer para después del desayuno…

Así me fui engañando hora tras hora, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Nunca me atreví a decirme que estaba dejando de fumar. Si alguien me preguntaba: “¡Eh!, ¿ya tú no fumas?”, respondía que cómo no, lo que en ese momento no quería. Incluso mucho tiempo después no me atreví a decir que había dejado fumar; siempre cambiaba el tema. Me cuidé mucho de alardear, de escupir para arriba. Nunca subestimé el poder de mi enemigo.

Lo cierto es que aquel paso lo di en un momento táctico bastante inapropiado: la mañana siguiente empezaba a grabar Expedición. Llevaba un año trabajando en las canciones que lo conformarían, sobre todo en las orquestaciones. Era un viejo deseo, hacer un trabajo con arreglos sinfónicos escritos por mi: todo un reto. Le había pedido a Andrés Alén que me revisara las partituras y él, al verlas, pronunció aquellas memorables palabras: “¿Y dónde están los segundos violines?”… Yo respondí que los había omitido, pero: “¿Quién ha visto una orquesta sinfónica sin segundos violines?”… Así que tuve que revisar toda la música, en algunos casos volver a repartir las voces y en otros escribir las que no existían. O sea, aquel 30 de marzo del 2000, yo llevaba un año fumando toneladas de cigarrillos, mientras trabajaba en mi amado proyecto y, justo el día anterior de empezar a grabarlo, se me ocurrió enfrentar las tensiones propias de una grabación en estado de total desamparo, sin el “apoyo” de mi íntimo amigo: el tabaco. No recomiendo semejante imprudencia al que decida dejar de fumar, aunque doy fe de que tampoco es imposible.

Mi última caja de cigarrillos quedó abandonada en el mismo rincón de la mesa en que la había dejado. Pasaban meses y ahí seguía. Después de un tiempo, una tarde en que estaba solo, encendí uno y le di una calada. Con mucha vergüenza lo apagué enseguida. Más que por fumar lo hice por curiosidad, por aquello de cruzar la raya (otro vicio peligroso, aunque más infantil). Después guardé la cajetilla, que estaba casi llena. Allí se mantuvo años hasta que un día, buscando otra cosa, apareció. La abrí, vi que el papel se había oxidado y que todo parecía una especie de reliquia de la antigüedad. Creo que había un amigo en casa y que se la mostré, antes de echarla a la basura.

Y hasta hoy.

Fue impresionante el regreso de olores y sabores que no recordaba. Pensaba que eran cuentos de la gente, pero es cierto. Los despertares nunca más volvieron a ser lentos, con aquellas sombras cariñosas, como para que no saliera a la luz. Fue notable el aumento de mi capacidad respiratoria y el vigor general. Incluso un amigo pintor (gente que sabe de colores y texturas), un día me dice: “Compadre, ¿qué cremita Ud se está echando que le ha cambiado el tono de la piel?”… 

Creo que es bueno tratar a nuestro cuerpo con la misma consideración que deseamos ser tratados. ¿No será ese un derecho humano a cumplir con nosotros mismos? Bueno, ojalá sea así, con pandemia y sin ella.

*Este texto fue publicado originalmente en el blog Segunda cita. Se reproduce con la autorización expresa de su autor.

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