Un conjuro para que no haya soledad

“Estudié la guitarra pensando en ser maestra rural, que en definitiva, pase lo que pase, eso es lo que soy; no rural, me siento maestra ambulante, al estilo del discurso de José Martí, que dice que cuando el maestro deja el aula, debe andar por los caminos de tal forma que el campesino se le acerque sin temor a mostrarle una semilla que va a sembrar, y que donde quiera que esté plante su tienda de maravillas, porque hace falta gente que venga al mundo a conmover.”

Teresita Fernández

La frase viene de un video  que encontré en Youtube hace unas semanas. En el video, una grabación tomada de Cubavisión Internacional llena de lloviznas y ruidos extraños provenientes de la señal, se puede ver a Teresita hablar de su llegada a La Habana; de la música infantil –“es la niña que llevo dentro”, confiesa–; del arte como medio de enseñanza; de sus canciones para grandes – “mi croniquita de viaje”, como las llama ella–; de la histórica peña en el Parque Lenin, con las rocas traídas del mar y las yagrumas custodiando la magia del arte; de la importancia de figuras como Gabriela Mistral y José Martí en su vida; de su vocación cristiana; de su felicidad por haber cumplido con su deber.

Teresita llegó a La Habana desde su Santa Clara natal en el año 1957, cargada de guitarra, música, poesía, soledad y un miembro del movimiento 26 de julio escondido en un auto, una llegada fortuitamente revolucionaria  que le puso en contacto con las Hermanas Martí. A aquella joven maestra que rumiaba canciones para niños La Habana le mostró su cara bohemia y nocturna de la mano de Bola de Nieve, y se instaló en la Rampa, primero en el Monsigneur y luego en el club Coctel, pero no dejó por eso de cantar a las muñecas de trapo, a las lagartijas, a los gatos y a los charcos.

A golpe de canciones y desde pequeños espacios, con aquel estilo extraño que se negaba a la espectacularización, fue tejiendo una de las leyendas más poderosas de la música cubana. Ganó el respeto y cariño de los jóvenes poetas y trovadores de los años 60 y ganó las almas de millones de niños con canciones –qué canciones, con himnos– como “Vinagrito” y “Tin tin, la lluvia calló”. Teresita logró eso que parece imposible, convencer desde su obra a todos, a grandes y chicos, a culteranos y sencillos, de que alguien es imprescindible.

Si Argentina tiene a Maria Elena Walsh, los cubanos tenemos a Teresita Fernández. Teresita ha llenado el corazón de una nación, sembrando con su poesía y pasión por el trabajo un ejemplo que difícilmente halle parangón en este mundo de intereses. No importa que su nombre no estuviera en las bocas de la gente ni que faltara su voz en los escenarios rutilantes; su victoria es de otro tipo, su victoria consiste en formar parte indisoluble de cualquier intento de construcción de eso que llaman identidad nacional, su triunfo lo obtuvo desde el instante en que no hay un cubano que pueda decir que nunca ha tarareado alguna de sus canciones.

A las nueve y cuarenta y cinco de la mañana supe del fallecimiento en la madrugada de Teresita Fernández. Ya no podré cumplir mi viejo sueño de entrevistarla por largas horas, de mirar sus arrugas sabias y hermosas, de indagar en la causa de esa tristeza honda que acompañan sus textos y sus melodías, esa tristeza que la llevó a decir “todas las canciones mías infantiles son el reflejo de una niña sola, que no tenía con quien comunicar”. Me tendré que conformar con releer sus testimonios en el libro Yo soy una maestra que canta; tendré que detenerme en las fotografías que le hiciera Kaloian. Tendré que escuchar sus canciones para niños y adultos y mirar un video de mala calidad sacado de Youtube. Tendré que acurrucarme en los más hondos recuerdos de mi infancia para espantar la soledad del niño que vive en mí.

Foto: Kaloian Santos

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