Oh, La Rampa

En junio de 2019 la Empresa Eléctrica decidió entrar en la historia de un modo peculiar en una acción sustentada en una mezcla de ignorancia, irresponsabilidad y desidia.

Foto: Ulises Toirac.

En 1946 un santiaguero graduado de Business Administration en la Universidad de Yale llamado Goar Mestre (1912-1994), puso la primera piedra de un edificio en la esquina de 23 y L. Entonces dijo algo que funcionó como un oráculo: este sería “el corazón de La Habana”.

Era el nacimiento de un complejo cultural y de negocios diseñado tras el famoso Radio City de Nueva York, y en particular el cine Warner –después Radio Centro y finalmente Yara– con capacidad para 1 700 personas, en el que se llegaría a exhibir la primera película en Cinerama, tecnología salida al ruedo en Estados Unidos en 1952.

Y también el de esas cinco cuadras de 23 y L hacia abajo, buscando el mar, que se conocerían como La Rampa.

A escasa distancia de ese corazón, en 17 y N, el edificio Focsa (1956), de Ernesto Gómez Sampera, fue el pionero de los rascacielos de la línea costera, una de las siete maravillas de la arquitectura local. Luego sobrevino el hotel Capri (1957) de José Canaves; y en La Rampa el Retiro Médico (1958) de Quintana, Beale, Rubio y Pérez Beato; y el Habana Hilton (1958), encabalgamiento de Welton Becket Associates con la firma cubana Arroyo y Menéndez, obra monumental sin paralelo en la América Latina del momento.

Foto: Archivo.

En 23 y O los planificadores urbanos colocaron otro cine, diseñado por el arquitecto cubano Gustavo Botet, inicialmente un local de Boleras Tony, pero readecuado en poco tiempo para su utilización como tal, donde en 1957 se dio a conocer en Cuba el sistema Todd-AO, hecho para competir con Cinerama, con la exhibición de La vuelta al mundo en 80 días (1956) y las actuaciones de David Niven y Mario Moreno, Cantinflas.

Bancos, restaurantes, agencias y oficinas de líneas aéreas reforzaban el carácter cosmopolita del área, y por extensión, de la misma Habana. En la calle O, pasando por el restaurant “Monseigneur” y cruzando la calle 23, erigieron entonces tres hoteles en línea: el Saint John´s, el Vedado y el Flamingo, muy cercanos al cabaret “Montmartre” de Humboldt y P.

Foto: Archivo.

Fue también, ciertamente, la hora de los night clubs en esas muy celebradas cuadras. Aparecieron de pronto más luces en la ciudad tratando de competir con El Prado: Olokkú (23 y N), La Zorra y el Cuervo (23 y O), La Gruta (23 y O)…, escoltados por otros en el mismo Vedado y en Miramar: el Club 21 (21 y N), el Karachi (17 y K), La Red (19 y L), El Escondite de Hernando (Infanta y P), El Gato Tuerto (19 y O), el Scherezada (19 y M), el Turf (Calzada y F), el Johnny’s Dream, al otro lado del túnel de Quinta Avenida, a un costado del río Almendares.

Foto: OnCuba.

Oh, La Rampa. Oh, La Habana.

Pocos años después, bajo los barbudos, en octubre de 1963 se celebró en La Habana el VII Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos. Un evento que congregó a más de dos mil profesionales para discutir los problemas arquitectónicos del Tercer Mundo. Ahí se acordaron y emprendieron acciones para seguir dándole de ancho a esa modernidad de La Rampa. Fue entonces que se decidió construir el Pabellón Cuba y la cascada de 23 y Malecón.

Foto: Archivo.

De ahí también salió la idea de hacer algo distinto y diferente con las aceras de esas cinco cuadras: incluirle mosaicos de artistas cubanos como Wifredo Lam, René Portocarrero, Hugo Consuegra, Mariano Rodríguez, Amelia Peláez, Cundo Bermúdez y otros. Una galería de arte a cielo abierto sobre la que las personas pudieran caminar. Los más renombrados arquitectos, ingenieros y artistas plásticos se involucraron en el proyecto bajo la dirección de los arquitectos Fernando Salinas y Eduardo Rodríguez.

La heladería Coppelia, recién reparada, le daría el punto final a ese proceso, en 1966.

Foto: Reuters.

Con La Rampa se inauguró lo que sería una tradición en generaciones de habaneros: los paseos Rampa arriba y Rampa abajo. Escriben Isabel Rigol y Ángela Rojas:

“en esta zona se podía pasear, comer en buen un restaurante chino, polinesio, francés o criollo; merendar en una cafetería al estilo de Nueva York. Los noctámbulos podían darse tragos y bailar en los sótanos hábilmente adaptados para cabarets, oír mejor el filin, comprar objetos exóticos en la tienda Indochina –ubicada en la planta baja del Retiro Médico–, adquirir finas porcelanas o cristales daneses en la Casa Dinamarca, comprar libros de moda. Se podía también oír a los excelentes conjuntos musicales españoles que pasaban por Cuba, como Los Chavales, Los Xeys y Los Bocheros, o a los cantantes italianos Ernesto Bonino y Tina de Mola, que actuaban en el Radio Centro. Se podía, en cualquier momento, caminar Rampa arriba y Rampa abajo”.

Y en 1964 Mario Trejo proclamaba lo siguiente desde las páginas de la revista Cuba: “La Rampa no es una calle. La Rampa es un estado de ánimo […] Los estudiosos del urbanismo dan de La Rampa la siguiente definición: tramo de la calle 23, en El Vedado, que desde hace diez años ha pasado a ser el paseo favorito de los habaneros”.

En junio de 2019 la Empresa Eléctrica decidió entrar en esa historia de un modo peculiar: rompiendo y cementando una parte de esa acera, la de 23 entre L y M, con la subsiguiente destrucción de aquella estructura de granito fundido en los talleres Ornacen S.A., Rancho Boyeros, en 1963.

Una completa barrabasada. Y acción sustentada, por decir lo menos, en una abrumadora mezcla de ignorancia, irresponsabilidad y desidia. Pero ese no es el mayor problema. Nadie intervino. Nadie mandó a parar. Y nadie rindió cuentas, aun cuando tanto dentro como fuera de la Isla varias voces se levantaron para denunciar el acto de canibalismo cultural.

Artistas e intelectuales. Cubanos de a pie y de distintas tesituras en las redes sociales. Órganos de prensa en la web. El embajador de Cuba en Austria dijo en Twitter: “Esta no es La Habana que nos merecemos. Esto se llama chapucería de indolentes”. Y también: “Atención autoridades de mi Habana. Es La Rampa. Es una acera patrimonial”.

 

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