Pablo nos canta

Pablo Milanés no es mi gurú, ni mi líder. Es mi contemporáneo que esparce belleza.

Pablo Milanés en concierto Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Hace algunos años coincidí en un restaurante habanero con Nancy Pérez Rey, esposa de Pablo Milanés. Por entonces, el trovador se recuperaba con éxito de una compleja intervención quirúrgica. Nancy, en un gesto de amor, le había donado un riñón, y el cuerpo de Pablo lo aceptaba satisfactoriamente. Me acerqué a su mesa y le pregunté cómo seguía el maestro y le agradecí su gesto altruista a nombre de nuestra cultura. Intercambiamos unas pocas palabras. Como despedida le pedí que le trasmitiera a su esposo que de este lado del mar somos legión los que lo queremos, y que siempre estamos esperando verlo aparecer, guitarra en mano, en cualquier escenario de La Habana. Ella quiso saber mi nombre para sumarlo al mensaje. Pero le dije que eso no importaba, que era solo un cubano. 

De regreso a mi mesa, mi acompañante y yo rememoramos lo que significaba Pablo Milanés para cada uno de nosotros. Ella había nacido en un país del sur de América, y nunca lo había escuchado en vivo. Aún así, las canciones de Pablo la habían acompañado en sus sueños juveniles, habían sido vehículo de mensajes amorosos, le habían servido para sentirse parte de un ámbito que sobrepasaba las arbitrarias líneas de las fronteras: era más latinoamericana gracias a Pablo Milanés.

Evoqué para ella los días durmiendo en el portal de Teatro Estudio para escuchar al trovador, junto a Silvio y Nicola, muchas horas después, en una noche de La Habana que recuerdo estrellada. Le hablé de los conciertos fabulosos del grupo de Experimentación Sonora del Icaic, de las jornadas de trabajo voluntario, ateridos y hambreados, cantando a voz en cuello, entre los surcos hostiles de las cañas filosas “Para vivir”. Nada menos que un tema de desamor en medio de lo que se suponía una campaña épica. 

Pablo Milanés y su grupo en concierto. Foto: Kaloian.
Foto: Kaloian.

Le dije que no recuerdo un minuto trascendente de mi vida en el que la música de Pablo no haya estado presente de algún modo. Fui uno de los jóvenes que él relata en “Sábado corto”, buscando por toda la ciudad, a la salida de la beca, un sitio para amar, fuera de las colas y la sordidez ambiente, que nuestras hormonas y ojos adolescentes no podían notar.  

Ya entrado en años, tuve que recordarle a una joven “que no creo ser el hombre que a cualquier dama asombre / y es que mi mejor tiempo pasó”. Pablo, en esa y en tantas ocasiones no hablaba por mí, sino que cantaba por mí, en ese estado de sublimación en que palabras y notas musicales se amalgaman en una alquimia única. Pero no sólo en el plano del amor y el desamor. Me comunicaba sus angustias existenciales por el paso “implacable” del tiempo, el dolor ante la pérdida de los amigos (“El guerrero”), su rabia por el genocidio al que eran sometidos los niños vietnamitas. 

Mucho en la formación de mi sentido cívico tiene que ver con Pablo Milanés, lírico siempre, ajeno a consignas, vertical en la defensa de sus principios. Él, además, me inoculó la pasión por la trova tradicional y acendró en mí un sentimiento de cubanía que nada sabe de imposiciones, escamoteos o diseños prefabricados de “ideólogos”. Un amor y una filiación que ningún funcionario torpe puede cercenar. 

Los seis discos dedicados al filin, los tres volúmenes de Años, son monumentos de la música nacional. Ha cantado a Martí y a Guillén, pero sobre todo se ha cantado a sí mismo, que es como decir: nos canta a nosotros.

El cineasta Juan Pin Vilar me escribe esta mañana:

“Pienso en algo notable en Pablo, la belleza de su voz y la sencillez de sus canciones, que además son profundas y tocan el corazón, cualquiera que sea el motivo que las cree. En lo que la inmensa mayoría de los cantautores describe metáforas hermosas, a la vez que complicadas, él, como bien diría Eliseo Diego refiriéndose a la poesía, ‘utiliza las mismas palabras con que se insultan las vecinas’. Yo he conocido grandes cultivadores de la trova que llegan a determinado público. En cambio, cuando escuchas a Pablo, visitas el más sofisticado lunetario y el pequeño bodegón del pueblo. Esa es la singularidad de su cubanía, la mezcla entre el más allá y el más acá”.

Pablo no es mi gurú, ni mi líder. Es mi contemporáneo (el tiempo se encarga de barrer los compartimentos generacionales) que esparce belleza. Algo que siempre habrá que agradecer.

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