Sandrine perdida en La Habana

Sandrine Bonnaire

Sandrine Bonnaire

A Sandrine Bonnaire la delata su mirada. No importa cuán inadvertida intente pasar, con cuánta negligencia sostenga el cigarrillo o cuán leve sea su maquillaje: la célebre actriz francesa tiene unos inconfundibles ojos oscuros que lo miran todo como si no comprendieran nada…

Por eso la reconocí inmediatamente en el lobby del Cine Chaplin cuando, vestida de negro y flaca como ella sola, caminó a contracorriente del molote, buscando el aire libre para fumar. Por cierto, raro vicio para alguien cuyo apellido suena a “buen aire”…

Salí del vestíbulo a interrumpirle una calada, y en mi mal francés y en su inglés con acento gabacho estuvimos hablando hasta que los organizadores del XVI Festival de Cine Francés le reclamaron entrar, porque la gala estaba por comenzar…

Quisiera conocer más de la cinematografía cubana, pues en mi país apenas se conoce Fresa y Chocolate, no mucho más”, me confesó con cierto embarazo. Cruzó los brazos, y habló sobre Ella se llama Sabine, un documental sobre su hermana, que sufrió las consecuencias del diagnóstico tardío de una forma de autismo.

Durante 25 años, Sandrine filmó instantes de la niñez y adolescencia de Sabine. “A ella le encantaba que la filmara. Me lo pedía mucho, incluso le gustaba actuar. Se volvía más tranquila y concentrada, se sentía mejor consigo misma”, cuenta la actriz.

Al preguntarle sobre la utilidad social del cine, fue más allá y dijo que el arte todo servía para expresar posiciones y compartir ideas, “siempre y cuando se haga con toda responsabilidad”. Ahora bien, Sandrine reconoce que para actuar hacen falta deseos, y cada día es más complejo seleccionar un tema para filmarlo.

Por último, ya caminando de regreso adentro, le pregunté qué le gustaba de Cuba, y me dijo que adora varias cosas, como la solidaridad de los cubanos. Se quedó un rato en silencio, sopesó algo mentalmente y agregó: “Diría también que la libertad que tienen los cubanos, aunque en los países capitalistas entiendan otra cosa por ser libres”.

Al final, Sabrine subió al escenario del Chaplin, sencilla, sonriente y buena onda, y dijo más menos lo que ya me había adelantado: que conoció Cuba hace apenas tres semanas, y al volver a París sintió una poderosa necesidad de regresar a este país para conocerlo (conocernos) mejor, si acaso eso fuera posible en par de semanas de turisteo.

Aquella noche el Chaplin estaba atestado de francófilos, algunos francamente snobs, y valga la redundancia. De hecho, muchos en el público se reían de ciertos chistes antes de que los tradujeran, a veces sin ganas, solo por demostrar que ellos sí entienden. Una prueba más que la pedantería no entiende de geografías ni de clichés.

Por ejemplo, la sobriedad de Sandrine contrastó con la extravagancia de otras figuras del cine cubano, disfrazados de… de ellos… La Habana será una ciudad surrealista, pero la combinación de gafas, sombrero y paraguas siempre choca en las noches.

¿Y yo cómo demonios acabé hablando de moda? Merde, no soy más que otro snob

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