La “Santa Bárbara” de Flor Loynaz

Yo no quiero otra sangre: no querría / ni fuerza ni salud si son ajenas. / ¡Quiero ser lo que soy! ¡Y soy apenas! / Y aun de mí me fatigo todavía.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Felipe Gardyn no es un nombre relevante. Tal vez no hubiera entrado a la Historia ni como nota al pie de no haberle regalado, en 1929, una quinta en las afueras de La Habana a su prometida, una joven llamada Flor Loynaz. No era cubano sino inglés, arquitecto por más señas. La nombraron “Santa Bárbara”, como se sabe una de las marcas de la religiosidad nacional, junto a la Virgen de Caridad del Cobre y San Lázaro –Changó, Ochún y Babalú Ayé en las religiones populares de origen africano.

Nuestro hombre en La Lisa puso, por así decir, el disco duro. Pero la mano de Flor trazó desde el principio lo que ella quería en aquella construcción de estilo neoclásico que le había dado su brevísimo marido. Los vitrales. La escalera con armadura tártara al final. El famoso San Miguel Arcángel y el dragón de bronce. Y hasta una capilla.

La poetisa Dulce María Loynaz testimonia que, en efecto, a su hermana menor se deben…

los hermosos y delicados motivos florales de los mosaicos pintados a mano que cubren el piso de la alcoba principal; el llamado Salón de la Primavera; los santos de madera de la capilla que simulan vivir; las esculturas de piedra inacabadas que sorprenden en la espesura del jardín; la elegante espiral en que se desarrolla la escalera de caoba encerrada en la torre de planta oval; la belleza de los artesonados de los techos y de los mármoles italianos de los pisos.

Y también…

la gran diversidad de formas y tamaños de los vanos de las ventanas y las puertas; el colorido y la gracia de los vitrales; el afán por aparentar la simetría de formas y volúmenes, cuando en realidad son asimétricos; y, en fin, esa búsqueda de la perfección clásica que termina mezclando y mezclándose con todos los estilos en ese sabio eclecticismo, tan milagrosamente armónico y tan audazmente elegante, de muchas de las mansiones habaneras de principios de siglo.

Ese mismo año se había iniciado el segundo mandato del presidente Gerardo Machado y Morales (1925-1933), marcado por los efectos de la Gran Depresión después de que el Congreso aprobara un famoso y oneroso proyecto de reforma constitucional. Este segundo período se inauguró el 20 de mayo de 1929 en el recién construido Capitolio.

Fue dictatorial y represivo como ninguno hasta entonces. Al año siguiente, en septiembre de 1930, durante una manifestación estudiantil en la calle Infanta, cayó mortalmente herido Rafael Trejo, alumno de la Escuela de Derecho de la Universidad, hasta fallecer pocas horas más tarde en un hospital habanero. Las protestas estudiantiles fueron entonces constantes. El machadato cerró la Universidad.

Flor Loynaz.

A aquella joven de 22 años no le resultaron ajenos esos sucesos. Un día se enlistó en una organización opositora hasta manejar su Fiat 1930 para hacerle un atentado en el puente de El Laguito a un testaferro del régimen, nada menos que al presidente del Senado, Clemente Vázquez Bello, finalmente ejecutado por un comando abecedario el 28 de septiembre de 1932. Era la misma Flor que, rodeada de esos perros y gatos que con el tiempo llegarían a ser infinitos, escribía poemas tan originales como vitales y palpitantes, aunque sin concederles la más mínima importancia, y menos aún la posibilidad de que el público los leyera haciéndole incluso resistencia a varas de medir tan exigentes como la de Juan Ramon Jiménez en su La poesía cubana en 1936, con prólogo y apéndice del propio antologador y comentario final de José María Chacón y Calvo.

Uno de esos poemas, dedicado justamente a ese Fiat y escrito en 1935, pertenece por derecho propio al mundo del vanguardismo cubano:

“A la bobina: mi Fiat de 1930”

Muéstrate indiferente o refractaria
al elogio que tienes bien ganado:
pues que sin duda aquel que te ha elogiado
desconoce tu alma extraordinaria.

Alma que de manera involuntaria
a la par que tu hierro se ha forjado:
el alma de un titán encadenado
grande y sumisa está en tu maquinaria.

Temo que te rebeles algún día
cansada de mi frágil tiranía.
En tanto vas veloz cuando yo quiero

sin que nadie jamás ose alcanzarte.
¡Y yo con los demás soy a envidiarte
pues te envidio el corazón de acero!

El auto lo subieron, sin que se sepa bien cuándo ni cómo, en el techo de “Santa Bárbara” y lo ocultaron de manera que la temible porra no pudiera encontrarlo nunca. Tenía un impacto de bala en su parte trasera. Fue, sin dudas, otro ejercicio de poiesis urdido por la propietaria.

Ya se sabe que era de armas tomar, si venía al caso. Lo tenía en sus genes. Hija como era del General de la Guerra de Independencia de 1895 Enrique Loynaz del Castillo. Cuentan que una vez salió de noche con dos pistolas del viejo Loynaz a ver quién andaba por ahí rondando por los jardines de la casa. Entonces emergió un viejito que terminó trabajando para ella. Dicen que lo cogió preso y lo entró a su casa, pero que terminaron como amigos tomándose un buen café. Y ella fumándose su habano, riéndose del incidente con la picardía a flor de sus expresivísimos ojos.

Después de años de soledad, en 1978 sobrevino el primer encuentro de la mansión con el mundo del cine al ser escogida por Tomás Gutiérrez Alea como escenario del filme Los sobrevivientes, basado en un cuento del escritor Antonio Benítez Rojo. Una narración sobre una familia aristocrática que decide aislarse del mundo al triunfo de la Revolución de 1959 y empieza a vivir en reverso. “Un verdadero viaje surreal” –dice una reseña crítica de entonces– “del socialismo al canibalismo”.

Aquella casa se llenó de pronto de otros (nuevos) fantasmas: actores viejos y jóvenes, asistentes de dirección, luminotécnicos, maquillistas y dos peculiares perros. La propiedad entraba de nuevo a la historia, pero esta vez de otra manera. Los perros borzois rusos de Jaime Ramón López –el nombre con que se camuflaba por las calles habaneras Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky allá en Ciudad México de 1940– figuraban en el filme de Titón, quien lo había conocido durante una de sus caminatas por la Quinta Avenida de Miramar y lo había persuadido de que se los prestara para su película, sin dudas con la anuencia de los encargados de su estancia en Cuba.

Dulce María (i) y Flor Loynaz.

En 1985, después de la muerte de Flor, continuó el deterioro de la casona, no solo por la acción de los elementos, sino también por el factor humano. Insectos y roedores campearon por su respeto como tomando al fin posesión del reino después de haber sido prohijados por su dueña, renuente a matar cualquier criatura viva por insignificante que fuera, la que escribía poemas a los ratoncitos, las cucarachas y un soneto al comején de su biblioteca:

Libros maravillosos y deshechos
donde la traza y la polilla un día
con hambre semejante al hambre mía
aquí encontraron alimento y lecho.

Viviendo estamos bajo el mismo techo
¡y bien conoce Dios cuánto querría
aplastaros a todas a porfía
si al corazón no repugnara el hecho!

Mas pienso en vuestras vidas pequeñitas
que aquí transcurren apaciblemente:
y en mi vida que pasa lentamente

como un ala entre sombras infinitas.
Es por eso que inclino la cabeza
y se cruza de brazos mi tristeza.

Allí donde habían florecido surrealidades y cosas exóticas, emergieron matas de boniato, malanga, calabaza, corrales de puercos… Rajaduras y quiebres fueron tomando la voz cantante en una casona ahora abandonada y carcomida por la humedad de los trópicos, esa que todo lo corroe, como el cáncer en la garganta que se había llevado al cementerio a una flor seca tan liviana como un papelito de cebolla.

Pero en la vida hay cosas que andan como predestinadas. Se produjo entonces el segundo encuentro de la mansión con el mundo del séptimo arte mediante la figura de Gabriel García Márquez, por entonces presidente de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, constituida en diciembre de 1985, interesándose por “Santa Bárbara” para su posible uso institucional. Esto dio inicio un proceso de negociación entre el Consejo de Estado y su heredera, Dulce María Loynaz, hasta que finalmente la casa fue vendida al Estado cubano. Hoy brilla de nuevo. Acaba de ser declarada Monumento Nacional.

Cuentan que durante su reconstrucción se vio a una mujer joven por los jardines con un peculiar vestido verde, el mismo que utilizó en vida para moverse por bares y cantinas habaneras acompañando al poeta granadino Federico García Lorca. Era la sombra viva de quien una vez pudo escribir un soneto como el siguiente:

Yo no quiero otra sangre que la mía:
esta sangre que lleva por mis venas
mezclándose al acíbar de mis penas
la dulzura de mi melancolía.

Yo no quiero otra sangre: no querría
ni fuerza ni salud si son ajenas.
¡Quiero ser lo que soy! ¡Y soy apenas!
Y aun de mí me fatigo todavía.

Ya pasó la olvidada primavera
y se encanece mi cabello lacio…
Como estrella que oscila en el espacio

late mi corazón, que nada espera.
Déjale adormecer, y que despacio
entre las sombras de mi pecho muera.

Salir de la versión móvil