Santiago

El sol se levanta temprano en estas tierras; te persigue. Hasta las sombras son aquí luminosas, me dijo Antonio Ferrer Cabello, el pintor de los músicos de la Casa de la Trova. Allá me fui uno de esos días en que la vida muerde. Desde la pared me miraban Pepe Sánchez, Miguel Matamoros, Sindo Garay, Compay Segundo. Escuchar la voz portentosa de Eva Griñán me amansó… La música amansa.

¿Dónde hallaron aquellos cantores y guitarreros, el manantial inagotable de música, aquella poesía conmovedora y sutil, imbatible y eterna? ¿Cuántas madrugadas? ¿Cuánta bohemia aún está flotando en el aire?

Esas preguntas las hice a Eliades Ochoa, ya no sé dónde. Será que aquí el ron se toma al palo, será que aquí la tierra tiembla; pero la gente es más fuerte que eso. Será… Tal fue la respuesta, él sabrá… Hasta el más impasible la siente: la música te acompaña al caminar y aunque no esté sonando, te recorre… El eros que se desborda en el Caribe, ese del cual hablaba el maestro de la danza, Eduardo Rivero.

Tal vez sea el aire, tal vez ese rumor que acompañara al mismísimo Miguel Velázquez, el primer músico de la Isla, o a Esteban Salas cuando llegó a Santiago de Cuba en 1764 y convirtió la capilla de música de la catedral “en un verdadero conservatorio”. Ojalá en estos tiempos, los excesos no la conviertan de ciudad musical en ciudad ruidosa.

El sol y la historia te persiguen. Son las mismas calles y el mismo suelo de Antonio Maceo y de Guillermón Moncada, de Mariana Grajales. La ciudad que se alzó un noviembre, que lloró a Frank. Dices esos nombres y tiemblas. La sangre generosa está debajo de los adoquines y los pretorios, en el barro de las tejas y en las avenidas. Es la argamasa perfecta para alzar nuevos cimentos.

Foto: Foto: Rolando Pujols
Parque Natural Pico Turquino. Foto: Rolando Pujols

Ya no veo las montañas de tanto verlas. Verde intenso, verde difuso. Allá, cerca de las brumas, está el Pico Real del Turquino, con Martí en el penacho. Y la Gran Piedra con sus helechos arborescentes. La huella francesa y el sudor haitiano, las haciendas y acueductos, la convivencia del oboe y el tambor.

Regreso a mi ciudad-anfiteatro. Recorro sus terrazas a pie, el transporte no alcanza. En los muros del cuartel Moncada, ahora hay pañoletas. En la antigua calle Catedral alta, nació José María Heredia, en la infatigable Santiago. Nadie como Martí para definir.

Si salvo una de las escalinatas, me acuerdo de Aguilera Vicente. Grabó como nadie un instante de lluvia en Padre Pico. Si voy a las afueras, me llego hasta El Caney, “donde las frutas son como flores”, diría Félix B. Caignet; o a Puerto Boniato, para tejer una red en el abismo, para ver el sol entre las flores del framboyán.

Bajo hasta la Alameda Michaelsen. Los adoquines saltan. Las líneas fantasmas del tranvía se sumergen y vuelven. Las luces danzan en la bahía. Allá, dentro de sus aguas, está Cayo Smith –rebautizado Granma–, con su pequeña iglesia y sus casas de madera. Una isla dentro de otra isla.

Y más allá, en sus costas, sumergidos, los restos de la armada española. El acorazado Almirante Oquendo, cargado de herrumbre, apunta al cielo. En estas aguas se decidió el destino de siglos durante la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana. Allí, y en las trincheras de San Juan. Bajo una ceiba enorme se firmó la paz: hay tanta en estos sitios…

Los santiagueros tenemos a la diestra, a Cachita. Así le decimos, en familia. Mi madre le pidió un milagro cuando algo amenazaba mis pulmones. Y allá se fue al Cobre, aquella mañana. Echó toda su anatomía sobre las rodillas y se dejó caer en el mármol. La carne contra la piedra. Aún la veo ascender la larga escalinata del santuario de la Virgen de la Caridad, y no se me va este dolor de no tenerla. Esta tierra es más mía, desde que la dejé sembrada en Santa Ifigenia.

Cafetal La Isabelica. Foto: Rolando Pujols
Cafetal La Isabelica. Foto: Rolando Pujols

El poeta Raúl Ibarra tiene un poema dedicado al ron. Ron para los famosos, ron para los desconocidos. Hasta Diego Velázquez toma ron en sus versos. ¿Ha probado un trago, un buen trago doble, en la tierra de Bacardí? ¿Ha visto usted una bodega de ron con sus maderas borrachas? Ni el inmisericorde huracán Sandy pudo desordenar sus toneles.

La corneta china es un llamado, un llamado a los vivos y a los muertos. Si nunca se dejó penetrar por su sonido, si nunca se desconflautó con la conga de Los Hoyos o de San Agustín, si nunca se fue detrás; apresúrese… Son de esas cosas que hay que vivir aunque sea una vez. No dibujo una postal turística: vivo mi ciudad.

Santiago sufre y sueña en la punta del caimán. Tiene sus ayacas envueltas en hoja de maíz, su macho asado en púa y sus batidos de zapote. Su prú oriental, por supuesto, hecho de hojas y raíces.

Santiago tiene sus propias maneras. Las palabras no son solo palabras, son el espíritu. Tiene nombre de apóstol y apellido de país, pero sobre todo tiene a su gente roja y negra y verde, a su gente que no se rinde fácil; que lejos o cerca, nunca deja de ser. A su gente que sabe mirar a los ojos.

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