Diez millones y un solo ser humano

Daniel Romero en la obra de teatro Diez Millones. Foto: Manolo Garriga.

Daniel Romero en la obra de teatro Diez Millones. Foto: Manolo Garriga.

Recuerdo a mi papá haciendo plantillas por encargo en los años difíciles del Período Especial. Coloridas frases y consignas eran pintadas en serie, para arengar al pueblo trabajador, que cada año debía añadir un nuevo reto a su agenda cargada de imprevistos. Cepilleras y cualquier objeto utilitario se sumaban a las faenas de mi padre, que mezclaba así lo sublime y lo doméstico, lo social y lo privado.

Cada generación de cubanos desde el Triunfo de la Revolución hasta acá, ha sido influenciada con alguna contienda social de consecuencias nunca estudiadas ni abordadas de manera suficiente; como si la Historia no consiguiera contar las implicaciones y solo fuera una plantilla repetida e incrustada en la pared hasta el desgaste.

La zafra de los diez millones y los sucesos de la Embajada del Perú, en 1970 y 1980 respectivamente, son dos acontecimientos que marcaron a generaciones de cubanos, y llegaron hasta nuestros días como mitos propagados de boca en boca. Aún no alcanzamos a comprender toda su complejidad, y menos, a reconocer sus huellas irreversibles en tantas biografías personales.

Diez milllones es el título que el director Carlos Celdrán elige para el estreno que celebra los veinte años de la agrupación Argos Teatro. Su fundador se ha dedicado desde los inicios a versionar textos clásicos y contemporáneos, para contextualizarlos en la realidad cubana más inmediata y en el expediente personal de los actores. Pero esta vez Celdrán se arriesgó más y escribió un texto que toma su biografía personal como centro de la acción dramática. Se representa a sí mismo a través de la escritura, en un brillante ejercicio de dramaturgia y puesta en escena. El personaje de El Autor es una proyección evidente del director, en distintos momentos de su vida, mostrando la profunda confusión que los procesos políticos pueden dejar en los individuos.

Foto: Manolo Garriga
Foto: Manolo Garriga

El niño, luego el adolescente, y más tarde el joven, crece dividido entre las represiones de una madre autoritaria (capitana marcada por la efervescencia política) y las visitas que solo una vez al año, esta le permite hacer a su padre (relegado en un pueblo de campo, con toda la familia en los Estados Unidos). La relación entre padre e hijo es fuerte a pesar de la distancia, el joven espera cada verano con ansiedad, pues la atención de su padre y los paseos en bicicleta lo alejan de la presión de los internados, donde la madre trata de corregir el comportamiento amanerado y particular de su hijo. Esta relación es truncada porque el padre se va hacia la Embajada del Perú a exigir su salida definitiva del país. Simultáneamente, el hijo participa en una marcha que convoca a los estudiantes a vociferar insultos afuera de la Embajada, y con la misma euforia que levanta los brazos en esa marcha enardecida, mira desesperado buscando a su padre.

Muchas son las historias que han abordado estas temáticas en Cuba a través de distintos medios: la migración, las contradicciones políticas, la represión, ya sea de expresión u orientación sexual. Sin embargo, aunque son tópicos que a muchos interesan, a menudo se quedan en el cliché. Precisamente, porque los creadores solo pretenden aferrarse de manera radical a alguna postura, y muestran estampas fugaces que acuden al humor chato, a la crítica fácil o al melodrama. Buscando lo social se quedan en el coqueteo pintoresco con lo político, y olvidan al individuo que hay detrás de cada contingencia masiva.

En Diez millones, acudimos a un verdadero acto de confesión, de intimidad, a un estado de diálogo desgarrador y frontal con los espectadores. Los monólogos de todos los personajes, tocan con profundidad preguntas que si bien rozan el existencialismo porque van a la esencia del  fenómeno, de las contradicciones entre el pasado y el presente, la memoria y el olvido, el “deber ser” y el “ser”, la verdad y la apariencia, la realidad y las construcciones ficticias; cuestionan las raíces de nuestros debates cívicos y políticos.

Foto: Manolo Garriga
Foto: Manolo Garriga

Treinta años después, el hijo cuenta cómo fue a ver su padre a los Estados Unidos y conoció a su familia de “allá”, cómo su madre más adelante renunció a su ideología y se fue también. Él se convirtió en director de teatro y ha visitado a sus padres en algunas ocasiones; ambos demostraron con los años no ser tan distintos: el padre es demócrata y la madre adora a Obama. Ahora los tres se llaman poco “porque es caro”, y se envían correos a menudo porque “escribir es más fácil”.

La madre se pregunta: “¿De qué sirve la verdad, ahora? ¿De qué sirve el arrepentimiento si ya no somos los mismos?”. La huella que ha dejado en la familia cubana el dilema entre “irse o quedarse” y el debate moral detrás de ello “traidor o patriota”, la ha dividido hondamente, y sus implicaciones, repito, son aún insospechadas.

La separación, las secuelas, los abusos y los giros que toma la política con sus campañas en ambos lados, nos reiteran con este espectáculo, que el mejor lugar donde sondear esas fracturas es en las personas, en sus biografías, en el deterioro de sus relaciones y afectos, en el dolor de no encontrar suficientes razones para  levantar la mano contra el vecino o renegar de un padre. El silencio ha sido nuestro peor cómplice, pues lejos de mostrar las heridas, las ha enterrado profundamente en las personas y en sus vidas.

 

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