“El corcel de mi esqueleto”: purificación y desgarramiento

La más reciente puesta en escena de El Ciervo Encantado me devolvió a la noche de La Habana enriquecido emocionalmente, lleno de preguntas, y con algunas pocas certezas.

Aylen Luna. Foto: Leonardo Tarrero.

Aylen Luna. Foto: Leonardo Tarrero.

Debo decirlo desde el inicio: soy fan de El Ciervo Encantado. No significa que mi simpatía por su desempeño y sus propuestas me nuble el necesario sentido crítico, sino que asisto a la sala como quien va a un templo: dispuesto a creer.

Es una predisposición positiva que —estoy listo para demostrarlo— el colectivo que dirige Nelda Castillo se ha ganado a fuerza de sinceridad artística y compromiso con el ser complejo que es el cubano de hoy, sin un ápice de concesiones a la risa fácil, al discurso encapsulado, a las obviedades consignistas ni al sesgo ideológico maniqueo a la hora de enfrentar, elaborar y devolver escénicamente eso que, a falta de mejor término, llamamos cotidianidad.

En El Ciervo pueden seguirse nuestros avatares, no como uno esperaría de los medios de comunicación (si fueran eficientes), sino con la hondura que todo arte de vocación antropológica prescribe. El Ciervo hurga en nuestra ontología, mientras privilegia la búsqueda de la verdad como parte recóndita de esa rama del saber.

He visto El corcel de mi esqueleto, la más reciente propuesta de ECE, performance en escena de Alexander Diego, dirección general de Nelda Castillo y actuaciones destacadísimas de Aylen Luna y del propio Diego.

La pieza toma como base el poema “Sumisión”, de Dulce María Loynaz, que, junto con el muy breve parlamento del personaje masculino (que en mi opinión habría estado mejor en unas notas al programa) son los únicos asideros textuales que se ofrecen al público, y en los que éste debe buscar las claves recónditas que tejen y dan sentido último al espectáculo. En la Loynaz leemos cosas como estas:

Porque ataron mis huesos / unos con otros, soy. / Porque algún día los desatarán, ya no seré. (…) Camino y no me aparto de una vida / hecha ya de antemano / para la eterna inmovilidad, / de una muerte enderezada brevemente. / Camino todavía / pero mi propia muerte me cabalga: / Soy el corcel de mi esqueleto.

¿Una vida hecha de antemano para la eterna inmovilidad? ¿Esos huesos que alguien ató ese alguien los volverá a desunir en la disolución de la existencia, así, sin mayores consecuencias? ¿Es nuestro andar un simulacro si todo lo que importa es ser cabalgado por la muerte? ¿Soy el corcel de mi esqueleto, solo eso?

Al parecer, Aylen y Alexander responden con un rotundo “¡no!” cada una de estas preguntas.

Alexander Diego. Foto: Leonardo Tarrero.
Alexander Diego. Foto: Leonardo Tarrero.

El personaje de Alexander nos dice de forma oblicua que ha estado preso por diez largos meses, y que aún recibe la visita no deseada de un agente policial que no es su amigo, ¿es alguien que puede desatar su estructura?

Me comentaron, off the record, que la obra se basa en la experiencia personal del actor, que estuvo implicado en los sucesos del 11J. Pero como espectador recibo una carga de material para la reflexión que rebasa el marco anecdótico, aunque esta anécdota se haya tornado dolorosamente colectiva.

Mampara o altar con una firma abakuá de iniciación, el único elemento escenográfico del performance. Foto: Leonardo Tarrero.
Mampara o altar con una firma abakuá de iniciación, el único elemento escenográfico del performance. Foto: Leonardo Tarrero.

Como es costumbre en los espectáculos de ECE, este se conforma con los elementos escénicos indispensables, una muy cuidada y sugerente banda sonora y un diseño de luces que, más que delimitar los espacios, deviene elemento de alto valor narrativo.

Al fondo, una ¿mampara?, ¿retablo?, ¿altar?, ¿confesionario?, ¿tumba?, exhibe una firma abakuá de iniciación. Puede aludir a la eticidad de esa secta de socorro mutual, a la entrada del personaje en un ámbito de conjurados en el dolor y el silencio.

Al inicio, ambos actores desentierran una máscara que después usan, indistintamente. Luego del angustioso exorcismo, la vuelven a cubrir con arena en el espacio original. Ya lo sabemos: máscara=personaje=persona, según la etimología latina.

Jung, que pensó tanto y tan bien, consideraba la máscara como el elemento mediador entre el yo profundo y la sociedad. Nuestro ente se conforma con la asunción y el abandono de diferentes máscaras. Más que encubrir la esencia recóndita, la adición de máscaras nos revela, pues su entramado es la suma de identidades que vamos asumiendo a lo largo de la vida. No significa, ni por asomo, que la máscara del indolente, del oportunista, del aquiescente patológico, del “perseguidor de cualquier nacimiento” ni del que tiene como práctica cotidiana el abuso de poder (de cualquier poder) sean excusables ni, mucho menos, naturalizables.

Aylen y Alexander, hacia el final de la obra, devuelven la máscara a su lugar de origen. Foto: Leonardo Tarrero.
Aylen y Alexander, hacia el final de la obra, devuelven la máscara a su lugar de origen. Foto: Leonardo Tarrero.

Pude apreciar buenas actuaciones de unos jóvenes que exorcizan en escena sus demonios. Un espectáculo de purificación y un ejercicio del desgarramiento.

El corcel de mi esqueleto me devolvió a la noche de La Habana enriquecido emocionalmente, lleno de preguntas, y con algunas pocas certezas. Una de ellas me enumera las máscaras que no debo, que no quiero, que no puedo, bajo ninguna circunstancia, asumir.

 

Dónde: El Ciervo Encantado. Calle 18 e/ Línea y 11, El Vedado.

Cuándo: Hasta el 28 de mayo. Viernes y sábados, 8:30 p.m.; domingos: 5:00 p.m.

Cuánto: 20 CUP, entrada general; 10 CUP, estudiantes.

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