Ha muerto José Antonio Rodríguez

Y si no fuera porque parece netamente necesario dar alguna información de su obra para los que no lo conocieron, no mencionaría que fue, junto a Vicente Revuelta, integrante del mítico grupo Los Doce, fundador o entre los primeros pobladores de Teatro Estudio y protagonista de dos textos emblemáticos del teatro norteamericano: Un largo viaje de un día hacia la noche y El Precio.

Que aproximadamente dos décadas después funda al lado de Mario Balmaseda, Aramís Delgado, Michelin Calvert, Mónica Gufanti y Jorge Hernández, entre otros, el Grupo Buscón.

Los asombrosos Benedetti, Cómicos para Hamlet y Otelo son espectáculos del Buscón que vi repetidamente sin cansarme.

Alcancé a ver la última función que diera José Antonio con Teatro Estudio de Contigo pan y cebolla. Actuó junto a Berta Martínez, un domingo de finales de los 80 en el Fondo de Bienes Culturales y en esa en misma década lo vi “vestirse” de Napoleón Bonaparte, en el espectáculo Humbolt y Bolívar. Por ese personaje fue premiado en el Festival de Teatro de La Habana.

Su personaje del ingeniero en Polvo Rojo continúa siendo para mí una clase de interpretación.

Ha muerto José Antonio Rodríguez. Quien fuera uno de mis héroes en la juventud tenía 81 años. Actor de los pies a la cabeza. Un niño grande que prefiero recordar inmensamente desmemoriado, despistado. Poseedor de un humor que se apoyaba fundamentalmente en estas dos características.

Lo había visto por primera vez en Doña Barbara, novela de Rómulo Gallegos adaptada por la televisión cubana, en el personaje de Melquíades junto a Raquel Revuelta, Manolo Gómez, José Antonio Rivero, entre otros.

La segunda vez –y esta fue personalmente– lo vi atravesar las puertas de la antigua comunidad hebrea, sede de ensayos del grupo Teatro Político Bertolt Brecht por aquel entonces. Venía con lo cordones de uno de sus zapatos zafados, un bolso colgado al hombro que más bien parecía una extensión de su cuerpo. Arrastraba los pies y se movía con una relajación asombrosa. Nunca le pregunté pero siempre he creído que cultivaba esa relajación como ejercicio.

Si mal no recuerdo llegó allí para ensayar Humbolt y Bolívar, dirigida por un alemán. Mario Balmaseda era Bolívar, Helmo Hernández era Humbolt, René de la Cruz era Simón Rodríguez el maestro, y José Antonio, Napoleón. Tenía solo dos apariciones, dos escenas en toda la obra. Una de ellas era la coronación del emperador.

Esta escena me parecía climática. Música, todos los personajes en el escenario miraban al Poder. José Antonio (Napoleón) aparecía imponente y en calzoncillos largos.

Tengo el vago recuerdo de que era Luis Alberto García (padre) quien le alcanzaba la corona y él, majestuosamente (siempre pensé que se burlaba) se la fue a colocar en la cabeza, pero aquello no entraba y él, empujando y empujando para que no se le fuera a caer. Es Luis Alberto quien se percata de que José Antonio no se había quitado ni el rolo, ni la presilla que le había colocado la maquillista en la frente.

Berta Martínez y José Antonio Rodríguez en Contigo pan y cebolla.
Berta Martínez y José Antonio Rodríguez en “Contigo pan y cebolla”.

Poco después me aparecí en su casa. Él y Mario Balmaseda estaban fundando el Grupo Buscón. Al parecer llegué en un momento en que estaba muy ocupado. Atormentado y todo como lo vi, me dedicó un tiempo. Le expliqué que quería ser actor y la única manera era vincularme al sector de la cultura, y que estaba dispuesto a ser el utilero del grupo, aun sin sueldo. José Antonio tuvo eso en cuenta, lo noté en su rostro. Me dijo que tenía que consultarlo con los demás integrantes, que regresara en par de días. No pudo ser y él mismo se encargó de decírmelo con cierta timidez y vergüenza.

Necesité que transcurriera poco más de una década para poder trabajar con él. Fue en los ensayos de Tartufo, obra que dirigió a cuatro manos con Pedro Ángel Vera, director del grupo El Círculo.

Fueron dos años intensos de trabajo. Recuerdo a José Antonio extenuado y sonriente, a veces reflexivo.

La escasez era extrema y él no estaba exento. Primero ensayábamos en una escuela, luego en la casa de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria) y por último en el lobby del Teatro Nacional de Cuba.

Una tarde José Antonio se enteró de que yo vendía picadillo de soya de manera clandestina. Él ni tonto ni perezoso se sumó a la lista de compradores y muy a menudo, junto a otros colegas, llegaba a mi casa.

Se amistó, de alguna manera, con mi mamá, y conversaban.

Un día, serio como nunca lo había visto me preguntó: ¿Qué va a pasar?

Tartufo, de Molière, se estrenó al fin. No fue un buen espectáculo. Nunca lo escuché hablar al respecto. Pero creo que lo sabía.

La próxima vez que volví a actuar con él fue en un taller de dirección en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. La directora era una estudiante argentina y la escena escogida, nada más y nada menos, era aquella donde Polonio espía a Hamlet mientras este conversa con su madre, Gertrudis, interpretada por la actriz Miriam Martínez.

El set donde se filmó el ejercicio era una especie de pequeño campanario –o por lo menos a mí me lo pareció– rodeado de hierba de Guinea. Nada de habitación ni cortinas como pedía Shakespeare en su texto.

A José Antonio se le ocurre esconderse entre la hierba. Mientras yo, Hamlet, que conversaba con mi madre, sentía un movimiento y un ruido. Cuando al fin me toca descubrir a José Antonio (Polonio) y atravesarlo con mi espada, veo aquella imagen moribunda que sale de entre la hierba alta y cae al piso.

“¡Corten!”, dice la directora y José Antonio, muerto de risa me dice: “¡Cómo te demoraste coño, me estaba muriendo de la picazón!”

Una tarde, después de almorzar, nos convocó a ver una película importante en su habitación (planta baja) en la misma Escuela de Cine. Estábamos Carlos Simón, su asistente, y las actrices Dianelis Brito, Miriam Martínez, alguien más que no recuerdo y yo. Justo cuando la película iba por la mitad más o menos, alguien desde afuera llama: ¡Valentíiiin! y José Antonio, que estaba concentrado mirando la televisión, responde como si fuera con él: “¿Quéee?”. Ahí mismo se terminó la proyección.

Hay anécdotas suyas inolvidables, como cuando fue a hacer una visita a un amigo, parqueó el auto, estuvo dos horas conversando con esa persona, salió y se fue caminando hasta su casa. Ya en la puerta se dijo: “¡Ay, a mí me falta algo!” Había olvidado su auto.

Cuando supe que sufría una enfermedad degenerativa en el cerebro recordé esta última anécdota.

Hace un par de años me lo encontré en la calle San Lázaro. Ya estaba enfermo. Le dije: “José, soy yo, Mayito, ¿me conoces?”. Y me contestó con esa voz única: “¡Sí, claro, Mayito, te conozco!” No era cierto, pero como gran actor que era me respondió convencido, aunque vi en sus ojos su deseo de no hacerme sentir como un desconocido. Eso se llama bondad.

Es triste conocer de su muerte e imaginar cuánto sufrió al final, aunque pensándolo bien creo que no supo nada. Prefiero imaginar que se fue con ese despiste colosal que lo acompañó siempre y es ahí donde me da la última de sus lecciones: los héroes son creaciones que nacen de la necesidad de los otros.

Me quedo entonces con el humano, el de carne y hueso como los personajes que le gustaba construir. ¡Gracias, José Antonio! A ti, no hace falta enterrarte como a un guerrero fiel (aunque lo fuiste). Tu estarás en la memoria fílmica –y por qué no– en el olvido de esta delgada Isla.

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