Tin Tan o el biculturalismo. (Tan cerca de Estados Unidos…)

Él, como Cantinflas, cubrió toda una época del cine mexicano teñida con los colores del oro y, a su modo, atisbó el futuro.

Al sonoro nombre de Germán Genaro Cipriano Gómez Valdés Castillo (1915-1973), más conocido en la historia del cine como Tin Tan, lo asocio en mi memoria casi invariablemente con los cines de barrio habaneros, hoy extintos, a los que los niños iban a reír, los adolescentes y jóvenes a manosearse y los viejos a roncar.

Él, como Cantinflas, cubrió toda una época del cine mexicano teñida con los colores del oro. Él, también como Cantinflas, fue de alguna manera mi primer pasaporte a la mexicanidad, una condición demasiado resbalosa que nunca he podido entender del todo a pesar de lo mucho que me apasiona México, y que se resume en el “a todos diles que sí, pero no les digas cuándo” del famoso corrido.

Pero si Mario Moreno fue por definición la encarnación del “pelao” –un paria urbano, cultor del dicharacho y el dislate, como ese de afirmar que “la vida tiene momentos verdaderamente momentáneos” –, Germán lo fue de otro personaje citadino: el pachuco, una figura que él se encarga de llevar por primera vez al cine a partir de sus experiencias en localidades norteñas y de su labor como guía turístico y traductor de inglés, empleos que desempeñó durante sus años formativos.

En esa época, la imagen del pachuco estaba bastante marginalizada por la sociedad, que no podía negar su existencia e importancia en un México cada vez más influido por la cultura de Estados Unidos. En 1945 el controvertido personaje encarnado por Germán, duramente criticado por ciertos intelectuales mexicanos como José Vasconcelos, llegó para quedarse con El hijo desobediente.

Esta categoría identitaria, abordada por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, es un producto híbrido: en efecto, el pachuco constituye un personaje a caballo entre dos realidades culturales cuya médula misma el propio Paz resumió así: “no quiere volver a su origen mexicano; tampoco –al menos en apariencia– desea fundirse en la vida norteamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma”.

Si la identidad es también una forma peculiar de travestismo, Tin Tan asumió como nadie esa nueva realidad fronteriza, tipificada en una indumentaria extravagante, el sombrero de ala ancha y plumas, el saco de solapas enormes, los zapatos de dos tonos y la batahola, todo expresado frecuentemente en sus filmes al son del mambo –esa fusión de música cubana y jazz que universalizó justamente desde México el mulato cubano Dámaso Pérez Prado– y mezclando en su jerga el español con el inglés en lo que hoy llamamos spanglish o ingleñol. Como en aquella famosa frase: “no forguetées a tus relativos” que a muchos causó estupor.

En Tin Tan en La Habana, filme de 1953 donde actúa junto a una escultural Rosita Fornés, le pregunta en un bar a una güerita gringa: “¿Y qué tú crees de las espaldas mojadas?”. Una interrogante que andando el tiempo se convertiría en uno de los problemas de México y motivo de creciente paranoia y racismo al otro lado del Río Bravo.

Puedo entonces suscribir una afirmación de Carlos Monsiváis: por su habla, Tin Tan es el primer gran ejemplo de lo que él denomina el “habla indocumentado”; pero también se dice que es “el primer mexicano del siglo XXI”.

Debo admitir que en esta última parte se me pone la cabeza un poco mala, porque con ello lo que se quiere denotar muchas veces no es sino la entrada del país a la (pos)modernidad y la apología del biculturalismo como supuesta categoría civilizatoria superior. Un constructo que, por cierto, se ha aplicado también a los cubanos mediante formulaciones cuyos paradigmas son Desi Arnaz –el santiaguero de la popular serie televisiva I Love Lucy— y la cantante Gloria Estefan de la época de Miami Sound Machine con su música del crossover.

El estatuto bicultural no es ni una invención intelectual ni mucho menos un dato perverso, pero considerarlo un rasero para descalificar a otros, es algo que no suscribiría ni siquiera el propio Germán Genaro Cipriano Gómez Valdés Castillo, también conocido como el Tintanísimo, ese mexicano que supo asumir desde su arte un fenómeno que la Sociología de su época apenas había barruntado.

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