Tinta añeja: Fray Candil, rompiendo lanzas

Lejos del temperamento reposado de un fraile, Emilio Bobadilla ganó celebridad por su mordacidad y sus polémicas, e, incluso, llevó la defensa de sus opiniones hasta las últimas consecuencias.

Caricatura de Emilio Bodadilla, Fray Candil, tomada de la portada de uno de sus libros.

Caricatura de Emilio Bodadilla, Fray Candil, tomada de la portada de uno de sus libros.

Se llamaba Emilio Bobadilla, pero quedaría inmortalizado por el sugerente seudónimo de Fray Candil. Con él se identificó mayormente en las publicaciones periódicas en las que escribía desde su juventud, con el tono mordaz y la prosa limpia que le ganaron celebridad.

Bodabilla fue un hombre de letras y agudo pensamiento. Novelista, poeta, periodista y crítico literario, había nacido en Cárdenas, Matanzas, en 1862, pero su obra, como él mismo, fue itinerante y floreció por igual en La Habana, Madrid y París, que en sus múltiples viajes por toda Europa y el continente americano.

Graduado de Leyes en la capital cubana, su vasta cultura le permitió sortear los más disímiles temas, desde la literatura hasta la filosofía, desde la política hasta la crónica de viajes. Pero fue su carácter belicoso, que trasladó como pocos al papel, el que le ganó admiradores y detractores por donde pasó y escribió.

Lejos del temperamento reposado de un fraile, Fray Candil –quien falleció en Biarritz, Francia, el primer día de 1921–rompió lanzas aquí y allá, e, incluso, llevó la defensa de sus opiniones hasta las últimas consecuencias.

Con el también novelista y crítico español Leopoldo Alas “Clarín” llegaría a batirse para resolver sus “diferencias”. Se cuenta que Clarín, polemista tenaz, comentó que el duelo resultaría cosa de “coser y cantar”, pero al final del combate fue él quien terminó herido, mientras Bodabilla se marchó del campo cantando. Con todo su ingenio, el cubano diría que, en efecto, el pronóstico de su adversario se había cumplido. “A él lo están cosiendo, mientras yo canto”, aseguró.

Fotografía de Fray Candil en su juventud.
Fotografía de Fray Candil en su juventud.

Son conocidas, además, sus críticas despiadadas y agrias polémicas con otros intelectuales de su tiempo, como los españoles José Echegaray, Federico Balart y Cánovas del Castillo, y los cubanos Aniceto Valdivia, conocido como el “Conde Kostia”, y Manuel Sanguily. También con publicaciones como el Diario de la Marina, al que, burlón, llamaría “Diario de la Marimba”.

Pero más allá de sus batallas, verbales y físicas, queda su escritura como testimonio de una de las figuras más brillantes de su época; alguien que, aunque residió fuera de Cuba buena parte de su vida, dejó siempre claro su sentir como cubano.

La lista de periódicos y revistas en los que colaboró es amplia y sorprendente: El Amigo del País, El Epigrama, La Habana Elegante, El Fígaro, La Lucha, La Revista Cubana; los españoles El Sol, El liberal, El imparcial, La Esfera, Nuestro Tiempo; La Nouvelle Revue, Le Figaro y La Renaissance Latine, de Francia; La Prensa Libre, de Austria; y La Estrella, de Panamá, entre muchos otros.

También es amplio el listado de quienes le elogiaron. José Martí ponderaría “el desembarazo de su pensamiento y el arte de su estilo”, y diría que “en pocas lenguas hay quien pula el pensamiento, y le respete y agrupe, con el brío y cuidado con que talla su castellano franco y numeroso Emilio Bobadilla”.

Por su parte, el célebre novelista español Benito Pérez Galdós lo describiría como un “espíritu analítico, enamorado de la ciencia, erudito, que busca entre las ruinas la perdida joya de la verdad sin curarse del jaramago amarillo que festonea las piedras mohosas”; en tanto el también ibérico Azorín aseguraría que Fray Candil enseñó a los jóvenes de su tiempo a pensar y a sentir.

Esta claridad de su pensamiento, como también de su estilo, puede apreciarse en el siguiente fragmento de sus reflexiones sobre el humorismo, publicadas en la sección “Palpitaciones europeas” que vio la luz en la prensa cubana y española en las dos primeras décadas del siglo XX. Otro ejemplo de que no por añeja la tinta del buen periodismo cubano pierde su grandeza.

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Palpitaciones europeas: El humorismo

La risa del humor no es la risa ordinaria del vulgo, que enseña los dientes, entre contorsiones y visajes. Es una risa triste y profunda, nacida de la convicción de la impotencia para reparar los males y las injusticias. Es el intelecto que asiste atado al espectáculo de lo irremediable. En vez de gritar, de enfurecerse sonríe, dejando ver en sus pupilas la gota de una lágrima. Una aspiración de mejora, sin embargo, le anima, de mejora en lo que se refiere a las flaquezas humanas. En el humorismo ríe más la inteligencia que el corazón, aunque a veces el corazón se le sube a la boca.

No acepta la vulgaridad –lo “banal” que dice (José) Francés–, lo absurdo de las cosas que pueden corregirse. Abarca el universo en su conjunto y en sus ápices. Ve lo deforme, lo arbitrario, lo inmoral, lo necio y, como observa (James) Sully, pone al regocijo una sordina. Se hablaba en una reunión de aparecidos y un andaluz, tan mentiroso como feo, dice a un bromista: “imagínese usted que al abrir una noche la puerta de mi casa, ¿qué veo? ¡Una figura horrible! ¿Sabe usted quién era?

–Sí, un espejo –contesta el bromista. Verdadero humorista.

El escritor festivo solo ve la superficie de las cosas al paso que el humorista va al fondo: bucea mientras el otro nada a flor de agua. El humorismo descubre en lo cómico algo estimable. Observa el citado Sully que somos agradecidos al que nos mueve a la risa y a esto quizá se deba cierta propensión a ver el lado amable de lo que nos da risa.

Bajo lo deforme está lo normal y sin quererlo, cuando vemos algo ridículo tratamos de corregirle, de restituirle su estado original. ¿Por qué reímos de un jiboso? Porque pensamos en su columna vertebral que podría enderezarse. ¿Por qué reímos de un cojo? Por lo mismo. La esfera de acción del humor es más ancha que la de lo serio o lo jocoso. (…)

(…) La risa nos emancipa pasajeramente de la tiranía del momento. El que ríe es superior, mientras ríe a lo que le rodea. Puede llegar su desdén hasta burlarse de sí mismo, porque la risa le dilata el horizonte de lo convencional. Sólo los tontos presuntuosos no ven lo ridículo. Los locos como los audaces no temen a las cuchufletas, a la mofa.

Las extravagancias sociales, las aberraciones psicológicas, dan pábulo a la gula satírica del humorismo. ¡Con qué placer sorprende el contraste entre las pretensiones del vanidoso y su falta de mérito!

¡Cómo se mofa del fanfarrón, del necio a quien el azar subió a inverosímil altura! A veces se irrita y entonces sacude su látigo vengador.

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