Tropicana, el más grande y más hermoso del mundo (I)

Uno de los cabarets icónicos del mundo exhibe una urdimbre de relaciones en las que se entretejen vínculos personales, familiares, matrimoniales, políticos e intereses económicos y culturales que la convierten en un escenario excepcional para estudiar la sociedad cubana.

Foto: onlinetours.es

Inaugurado en diciembre de 1939, en los años 50 el cabaret Tropicana estaba en pleno esplendor. El lugar figura inevitablemente asociado a Martín Fox, un bolitero que fue subiendo peldaños en su negocio hasta disponer del capital necesario para invertirlo en una empresa de ese tipo.

La historia de Tropicana describe una parábola que comienza con un par de mesas de juego adquiridas en el casino por Fox –a quien apodaban “el Guajiro” — y culmina con la posesión absoluta del lugar en 1950, desplazando al empresario ítalo-brasileño Víctor de Correa, uno de sus fundadores. Eso significa que “el Guajiro” pudo prosperar gracias al juego, inscrito en piedra en la cultura nacional desde la época de José Antonio Saco. La bolita constituyó para él un medio de movilidad social ascendente que le permitió alternar con todo un universo que componía la base del cabaret, al final del día su pasión, probablemente debido a un ansia de reconocimiento que nunca alcanzaría considerando sus orígenes sociales y las limitaciones culturales propias de su medio. Su matrimonio con la poetisa y animadora cultural habanera Ofelia Suárez (1923-2006), también llamada la Primera Dama de Tropicana, contribuyó sin dudas a pulirlo.

Martín Fox (centro). A su derecha, su esposa, la poetisa y animadora cultural Ofelia Suárez.

Esa base la integraba una variada gama de caracteres que van –por mencionar solo tres nombres– de Santo Trafficante y Nat “King” Cole a Papo Batista, hijo del “Mulato Lindo”, un fan del bacarat que participaba de las mordidas de la empresa, junto a muchos individuos de aquella clase política amante de la buena vida y la corrupción, paroxística durante los gobiernos auténticos y continuada después. Y un dato de la mayor importancia: Fox estaba calzado por dos puntales del poder, uno militar y otro policía: Roberto Fernández Miranda –quien tenía la peculiaridad de ser cuñado del presidente– y Orlando Pedraza. Y hasta por el mismo Fulgencio, a quien enviaba su correspondiente comisión.

Tropicana exhibe una urdimbre de relaciones en las que se entretejen vínculos personales, familiares, matrimoniales, políticos e intereses económicos y culturales que la convierten en un escenario excepcional para estudiar la sociedad cubana inmediatamente antes de la liquidación de la segunda República. Hacia los años 50, allí había de todo: barones del azúcar, empresarios, mafiosos, policías, militares, políticos, testaferros, conspiradores, modelos blancas y mulatas, lumpens, trabajadores, jugadores compulsivos y ocasionales, capitalinos, provincianos, santeros, católicos, rumberas, sopranos, soneras, amas de casa, señoritas, trabajadoras sexuales, chulos, heteros, lesbianas, gays…

A partir de entonces, y en diálogo con la presencia de la mafia estadounidense en La Habana, se produjeron cambios estructurales y acontecimientos varios que cambiarían la historia de Tropicana y la proyectarían a nivel mundial vis á vis el turismo, sobre todo el del Norte. Revistas como Cabaret y otras de su corte, que daban cuenta de la vida nocturna habanera, fueron las encargadas de socializar/prestigiar sus excelencias entre los potenciales visitantes. Y resultaron tremendamente efectivas, junto a la propaganda oral de los turistas que regresaban de la Isla y otras fuentes de publicidad como la televisión. Para los norteños, especialmente para los hombres sin mujer, Tropicana era, sin dudas, uno de los lugares a visitar, junto al Shanghái y los cabaretuchos de la Playa de Marianao. En 1956 escribía la revista aludida:

Este es el club nocturno más grande y más hermoso del mundo. Situado en lo que fue una finca de 36.000 metros cuadrados, Tropicana tiene amplio espacio para dos escenarios, zonas de mesa y pistas de baile, además de jardines bien cuidados que se extienden más allá del cabaret propiamente dicho. Los árboles altos que se levantan sobre las mesas y el techo le dan un ambiente tropical propio que se combina con la arquitectura ultramoderna de la sala de fiestas. Los shows incluyen un coro de 50 personas y bailarinas que a menudo modelan en las pasarelas entre los árboles. Los ritmos y vestuarios tienen un colorido nativo con el vuduísmo como tema frecuente. El talento exclusivo se importa del extranjero. En las mesas el costo mínimo es $4.50 por persona, pero esto puede evitarse si uno se sienta en la barra central, que tiene una buena vista de ambos escenarios.

Este período sobresale por la construcción del Salón Arcos de Cristal, encargada por Martín Fox a Max Borges Recio (1918-2009), un graduado de Georgia Technical Institute y Máster de la Harvard Graduate School of Design. Una de las estructuras clásicas de la arquitectura moderna en Cuba, Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos en 1953. Y obra que logró integrarse armónicamente con el medio y respetarlo sin renunciar al racionalismo de esa escuela.

Arcos de Cristal de Tropicana.

Al inaugurarse, el Arcos de Cristal tenía una impresionante capacidad para 1.700 personas. A partir de este momento, el cabaret sería mundialmente famoso por ese y por otro salón: el Bajo las Estrellas. Además, Fox contrató a Rita Longa para hacer la no menos famosa escultura Ballerina (1952), otra de las marcas distintivas de Tropicana –de anuncios comerciales a removedores plásticos que todavía hoy trashuman en algunos hogares cubanos. Y con ello validó la práctica de sumar a artistas nacionales, que se extendería a otros dominios turístico-hoteleros, como la escultura a la entrada del Hotel Riviera –-Peces, de Florencio Gelabert (1957) — y más tarde el mural de Amelia Peláez, Las frutas cubanas, en el Habana Hilton (1958).

Estos cambios fueron acompañados por otros, básicamente: a) el traslado de La Fuente de las Ninfas, obra del escultor italiano Aldo Gamba, del Casino Nacional a los jardines del cabaret; b) la ampliación de la sala de juegos, la cafetería y la cocina; c) el establecimiento de una línea telefónica directa con la Lotería de Miami; y d) la inauguración del Casino Popular con máquinas traganíqueles para gente en mangas de camisa. El mensaje era obvio: en Tropicana podían jugar todas las clases sociales.

Evidentemente, esas acciones no solo denotaban un claro sentido empresarial sino también de preparación para nuevos empeños. Y sobre todo que Martín Fox, de alguna manera un self made man en cosas de cabaret, había aprendido lo suficiente desde los años 40, cuando se constituyó la Ardura, Fox y Echemendía S.A. Este último socio, que llevaba por nombre Oscar, era otro bolitero, pero esta vez no de Matanzas/Ciego de Ávila sino de Victoria de Las Tunas, versado en las interioridades del juego y, además, en gastronomía.

En la reforma de Tropicana, pues, intervinieron de manera decisiva dos provincianos. Si se asume que los empresarios son quienes tienen el poder de decisión, quizás esto último, más el hecho de que Fox estableciera su negocio de la bolita en Centro Habana al emigrar de Ciego, explique el liberalismo de aquellos shows de los 50, en los que lo afrocubano desempeñó un papel fundamental, sin ningún tipo de prejuicios.

En 1956 se implementó una novedosa estrategia promocional: el primer vuelo de “Cabaret en el Cielo” utilizando un avión de Cubana de Aviación para traer turistas directamente de Miami. El vuelo salía una vez a la semana (jueves) del Aereopuerto Internacional de Miami. El costo del paquete era de $68.80, incluía cena y tragos en el cabaret, una noche en un hotel, desayuno y regreso en la mañana.

Relata la bailarina Ana Gloria Varona, una de las participantes en aquella experiencia:

Nos escondimos detrás de una cortina dorada cuando los pasajeros subieron al avión, como si estuviéramos entre las bambalinas del escenario de un cabaret de verdad. Se nos pidió a mi compañero de baile, Rolando, y a mí hacer un número frente a la cabina. Hasta teníamos como respaldo a una banda de Tropicana –un pianista, un bongosero, un tumbador y un trompetista. Los primeros asientos habían sido reservados de antemano para los músicos y sus instrumentos. Vaya usted saber cómo metieron el piano en la cabina.

Los pasajeros habían comenzado a tomar Martinis rosados y entonces, tan pronto como el avión despegó, Rolando y yo empezamos a hacer el show cantando y bailando. Yo me contoneaba por los pasillos, levantando a los americanos de sus asientos para que bailaran conmigo. Yo era una cosita tan joven, linda y divertida con mi pulóver, zapatillas y medias escarpines. Los americanos se portaban muy bien conmigo. Yo les entregaba tarjetas con letras de canciones para que las cantaran conmigo, viejos boleros como “Quiéreme mucho, dulce amor mío…”

Salimos rápidamente del aeropuerto tan pronto como el avión tocó tierra y nos montamos en el ómnibus que nos condujo derecho al cabaret. No creo que los americanos tuvieran que pasar por la aduana porque Tropicana tenía un arreglo especial con Cubana de Aviación. Después del show los llevaron al Hotel Nacional y nosotros volamos al día siguiente rumbo a Miami. Así fue como trajimos a Nat “King” Cole a La Habana […], la primera de las tres veces que actuara en Tropicana. Era un negro alto, elegante y bien parecido. Cada vez que su nombre encabezaba la marquesina del cabaret, Tropicana se abarrotaba de público.

Continuará…

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