Tropicana, el más grande y más hermoso del mundo: los shows (III y final)

La sensualidad/sexualidad de las coreografías y grandes presupuestos para contrataciones, escenografías y vestuarios, marcaron su estilo.

El otro rasgo de Tropicana durante los años 50 es la magnificencia de las producciones, coreografías, bailarinas y modelos. En este punto hay que aludir, inevitablemente, al papel de Roderico “Rodney” Neyra en la fastuosidad y exquisitez de los shows una vez contratado por el cabaret al abandonar el Sans Souci.

A veces se soslaya que lo que hizo el mulato gay del bigotillo fue desarrollar/perfeccionar un sentido del espectáculo aprendido, primero durante su estancia en el teatro Shanghái, y después como asistente en el propio cabaret Tropicana en los años 40. En definitiva, esas fueron las dos escuelas que marcaron su estilo: la sensualidad/sexualidad de las coreografías y grandes presupuestos para contrataciones, escenografías y vestuarios. “El Mago Rodney” no llegó a serlo por una especie de generación espontánea.

Roderico “Rodney” Neyra (al centro)

Al armar Las Mulatas de Fuego, en 1947, se anotaría un importantísimo punto en su curriculum debido a su impacto supranacional, sobre todo en México y otros países latinoamericanos. La Mulatas fueron verdaderas embajadoras de la música cubana, y contribuyeron de mil maneras a diseminar el mambo por toda la región. En más de una oportunidad llegaron a alborotar a públicos conservadores por la voluptuosidad de sus cuerpos, sus movimientos de cintura y su atuendo, sobremanera transgresor para su momento, casi tanto como el reguetón. Según Vilma Valle, una de sus integrantes,

en Argentina, un representante de la Juventud Católica subió al escenario pidiendo la prohibición de Las Mulatas de Fuego que incendiaban la moral de los bonaerenses, acostumbrados al pacífico tango (también censurado en los inicios). Yo personalmente saqué al susodicho, le di una galleta y le dije que las cubanas no traemos nada inmoral en la danza, esa es la herencia africana y nada más. El público enardecido aplaudió frenéticamente. A la salida nos esperaban, pensábamos que nos iban a linchar, pero salimos muy resueltamente, porque cuando uno se mete en el arte de pueblo es para darlo todo. Y resultó que el gran público se quedó para protegernos y escoltarnos hasta el hotel donde nos ofrecieron un soberano brindis. Fueron días de vino y rosas.

Las Mulatas de Fuego

Pero el ojo de Rodney y su equipo no se limitaba a esta importantísima dimensión del show. No por azar la posteridad ha ratificado a dos de las Mulatas de Fuego como cantantes clásicas en sus respectivos géneros: Celia Cruz y Elena Burke. El sentido riguroso de selección fue otra de sus claves.

En Tropicana, el punto de giro fue la producción Congo pantera (1941), llevada a escena solo dos años después de inaugurado el cabaret. Esta ciertamente no la montó Rodney –aunque trabajara en ella como asistente–, sino el coreógrafo ruso-americano David Lichine y el cubano Julio Richard, el primero integrante del ballet ruso de Montecarlo, contratado por Víctor de Correa mientras esa compañía, por razones que no viene al caso abordar aquí, se encontraba varada en La Habana.

Una acción que combinaba ballet clásico con rumba, es decir, que fusionaba senderos tradicionalmente bifurcados de lo “culto” y lo “popular”, tal vez tras la huella del romanticismo/populismo ruso y Tchaikovsky. Si la música del ballet clásico había incorporado tonadas campesinas y folklóricas, ¿por qué no hacer lo mismo con la afrocubana? ¿Por qué no mezclar zapatillas y tutús con tambores y caderas?

Sus dos figuras principales eran la bailarina Tatiana Leskova y Luciano Pozo González, más conocido por Chano Pozo, un abakuá experto en tambores que, además, mostraba en el show sus habilidades como bailarín, adquiridas en barrios y comparsas sin mediación de academia alguna. En ella también intervenían Rita Montaner y Bola de Nieve. De acuerdo con Rafael Lam,

Congo pantera … es la evocación a la caza de una pantera en las selvas africanas. Los bailarines aparecen dentro del follaje iluminado, vinculándose por primera vez el show con la vegetación. La pantera fue representada por Tatiana Leskova, quien descendía felinamente desde un árbol. Además, participaban notables bailarinas del mundo de la danza: Ivón Lebrand, Mina Verchinina y Ana Leontieva. Todo esto acompañado por más de un centenar de bailarines y modelos del patio. Los salvajes tambores del rey de los cueros, Chano Pozo, y la música a cargo de Gilberto Valdés, un gran impulsor de la cultura afro y creador de una partitura llena de vértigos alucinantes y sicodélicos. La dirección de la orquesta estuvo a cargo de Alfredo Brito.

El 2 de marzo de 1956 Nat “King” Cole se presentó por primera vez en Tropicana. Ahí estuvo durante dos semanas en el show Fantasía Mexicana, otra de las fastuosas producciones de Rodney con sombreros de plumas en forma de abanico, vestuarios importados de México por un valor de más de doce mil pesos y las clásicas modelos, “las diosas de la carne”. Y con las actuaciones de Columba Domínguez (1929-2014) –la actriz mexicana favorita de El Indio Fernández, protagonista de Pueblerina (1948) –, Las D’Aida y la pareja de baile Ana Gloria y Rolando, entre otros.

Nat King Cole.

Cantó 16 canciones. Cuarenta minutos en escena. Testimonios consultados aseguran enfáticamente que las audiencias cayeron en shock, mesmerizadas por su voz, su presencia escénica y sus habilidades musicales. “Nadie amó los shows de Tropicana más que yo”, escribiría Ofelia Fox en el libro Tropicana Nights. “Pero después de oír cantar a Nat ´King´ Cole, no quería oír nada más”. Lo acompañaba no solo una orquesta de primerísima línea dirigida por el maestro Armando Romeu, sino también varios violines de la Sinfónica Nacional. Un mito viviente en directo. Y un verdadero gol de oro para los ejecutivos del cabaret, que dieron el clásico palo y opacaron prácticamente todo lo demás.

Producciones de ese tipo constituyeron un momento de despunte de esos espectáculos, que dieron empleo a coreógrafos, bailarinas, bailarines y músicos cubanos, y que contribuyeron en no escasa medida a su prestigio internacional. Hay que subrayarlo alto y claro: ni Tropicana ni el Sans Souci pueden reducirse solamente a casinos y mafia. Fue un momento en el que la cultura nacional se vistió de largo con esos espectáculos de cabarets, absolutamente competitivos en el plano internacional.

Muchos de esos shows no hubieran sido posibles sin la existencia previa del negrismo en la cultura cubana de 1920-30, pero tampoco sin la tradición del Folies Bergeres y el burlesque. La carga erótica de esas producciones trashumaba el desenfado de una cultura en la cual el cuerpo no era en modo alguno un tabú. Esta era una de las claves de su éxito entre los espectadores estadounidenses, magnetizados sobre todo por las carnes y movimientos de las modelos. “Todas sus coristas tenían unas caderas enormes, pero unas cinturas diminutas, diminutas”, diría muchos años después la profesora Domitila “Tillie” Fox, sobrina del “Guajiro”.

Un turista estadounidense de los 50 lo puso de otro modo. El de Tropicana –aseguró– era el show de “una Cuba mestiza de culos duros y cinturas que giraban más rápido que cualquier propela”.

 

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