Wakefield de rodillas o ¿de qué cine cubano estamos hablando?

En una semana justa empieza el Festival de Cine en La Habana que, como todo el mundo sabe, es la época en que la gente, sin ningún pudor, se vuelve confusamente friolenta. A veces corren con suerte, es cierto, pero hay otras en que sin alertarlo por el segmento del tiempo de ninguna de las imponderables emisiones del noticiero nacional, tienen que hacerse cargo de unas masas de aire tempestuosas que atraviesan únicamente sus anatomías. Me refiero a las anatomías de los muchachos y muchachas que desandan en esos días la calle 23 de un lado a otro con cuellos de tortuga y espesos suéteres de estambre. Y no es que haya que condenar a nadie por eso, está claro, porque la gente se mira delante del espejo o en la ventanilla de los carros o en un estanque de agua y se siente encantadora con un impermeable y una bufanda, y esa es una buena sensación, una sensación que podría sostener, dado el caso, una isla entera. El cine, el cine cubano, el cine cubano de los últimos veinte años, quiero decir, es el que no podría hacerse cargo ni de dos metros cuadrados de tierra.

Alguien podría alegar que en cualquier caso lo que arranca en una semana justa es el Festival de Cine Latinoamericano, para decirlo rápido, y que si recurrimos a una revisión histórica de otras cinematografías nos daríamos cuenta de que hay siempre períodos más o menos buenos, que vienen y van como oleadas, y que el cine cubano bla, bla, bla…En ese caso yo agregaría entonces que da lo mismo si estamos hablando de Latinoamérica o de Katanga, porque la gente compra un pasaporte de quince entradas y al menos gasta doce en las interminables colas de las muestras europeas y que yo, me disculpan, no tengo la intención de hablar ahora del cine latinoamericano. Además,  añadiría de ser posible, no debe aplazarse otro segundo: al cine cubano de las últimas dos décadas hay que hacerle, de una vez por todas, un sepelio y un epitafio chistoso, a la altura de su agonía.

En este punto alguien más podría interrumpirme para aclarar que existen estadísticas, estadísticas soberbias que desmienten lo que acabo de decir y que en ese período se han rodado al menos dos o tres cosas estimables y que sobre todo, si no lo recuerdo, ahí está Suite Habana, que se echó a las espaldas no solo un cine en franca descomposición sino que se echó arriba al país entero también y se bandeó con él legendariamente. Pero ni Suite Habana, aunque bien podría, debe dilatar un sufrimiento tan largo.

Déjenme decirlo de otro modo. En Cuba, ahora mismo, hay un hombre, con treinta años puntuales, que escribe los únicos textos que he visto desangrarse no ya en la voz y en la vagina de las actrices que lo acometen, sino también en los oídos del que sea que los oiga. Este hombre, y no se asusten que no voy a hablar de teatro, se llama Rogelio Orizondo y tiene una obra que se titula Este maletín no es mi maletín, una obra que cualquiera podría calificar de minúscula dentro de su producción y que termina con un texto de Marien Fenández Castillo, un muchacho que, según me dijo alguien, se graduó de dramaturgia en el ISA hace un par de años y se fue enseguida a un convento en Alemania. En este Maletín no es mi maletín, casi al final, los dos actores chocan visceralmente desde el texto de Marien en un choque que no hace sino multiplicar un conflicto íntimo, que trasciende el país y trasciende el continente, pero que en el caso específico de Cuba puede quedar resuelto de la siguiente manera: Uno dice: Yo propongo cásate conmigo ten hijos conmigo ten obras conmigo ten cien años de soledad conmigo y déjate vencer. El otro dice: Yo propongo luchar y verme como un mártir como una ostra como la barriga de Isabel Santos en la escena final de Clandestinos. Marien, según reza el certificado epistolar, terminó de escribir esta Carta a la nación a las  cuatro y cuarenta y cuatro de la madrugada del 28 de enero del 2010.

Y pensé, viendo la obra hace ya unos cuántos meses, que era increíble que hubiese una película que recurriera a los cubanos casi a las cinco de la madrugada como el rostro cabal del dolor y que no fuera Memorias del subdesarrollo, que es una cosa sin paralelo y que no permite que se le ponga nada cerca al menos en un siglo y que no fuera Lucía, que puede despertar tan variadas sensibilidades y que no fuera, ni siquiera, Fresa y chocolate, que puede venir como un vendaval con su qué lindo eres David a cualquier hora de la vida. Que fuera precisamente Clandestinos, que ya había acudido tantas veces a mí en una hora y de un modo similar. Y no por todas esas ideas de lo que no llegamos a ser jamás, ni siquiera por el rostro empapado en agua y en sangre de Isabel Santos, que es tan hermoso como una bestia herida. Tiene que ser otra cosa lo que salva a Clandestinos de la apología y el aliento iniciático de Fernando Pérez. Tiene que ser, me digo, el amanecer en esas azoteas de la Víbora llenas de tanques agujereados contra los delirios de Edesio. O sea, más allá de lo acertada que puede ser la selección de un equipo de trabajo o incluso la propia dirección, hay siempre un detalle, un instante, que interviene todo, que anula todo, que pone en crisis todo y que hace de las cosas, para bien o para mal, una opción a las cuatro y cuarenta y cuatro de la madrugada. Hablo de la madrugada, hablo siempre de la madrugada por más que pueda pensarse que está sobrevalorada y que hay otras horas, en el transcurso de los días, que ofrecen cierta dignidad y cierta bondad también. Pero de la madrugada, me parece, hay que salir de rodillas,  porque si llegas despierto a la hora en que la noche no es noche y no es nada, entonces, aunque apenas logres intuirlo, la madrugada te salvó de algo.

Yo nunca voy a ver las películas cubanas en el festival porque las repiten después hasta el agobio, porque como me parece haber dejado claro ya no creo hace muchísimo en ellas, porque no soporto los cristales rotos de las colas del Yara. Pero ojalá el cine cubano pueda, en algún momento, restaurar su carácter fisiológico, que es el carácter supremo al que debe aspirar cualquier cine. Porque uno debe disponerse a ver una película, digamos, del mismo modo en que se dispone a tener sexo. Uno debe resistirse o entregarse al primer contacto, importa poco,  pero quedarse y seguir por el simple placer de seguir, por el deseo desbocado de seguir, por la urgencia de aguardar hasta que prendan las luces. No importa, si no te fijas antes en el tiempo -que es como si calcularas el tiempo antes de que regrese tu hermano de la escuela (98 min) o antes de llegar al trabajo (106 min)-, cuánto dure exactamente. Si es una película rusa te lo piensas más de una vez, claro, porque las películas rusas (130 min) apelan siempre a tu capacidad de resistencia y no podemos terminar todos los días quemados por el sol (146 min), simplemente porque en Cuba, aunque nos pongamos cinco o diez impermeables encima, no estamos diseñados en ese tempo. Pero no estoy hablando ahora del cine ruso. Estoy hablando, y ustedes no me dejarán desvariar, del cine cubano.

Del cual nadie sabe nada porque se le desconoce el paradero hace ya unos cuántos años por más que acudamos a la muerte de algún burócrata o a alguna pelea cubana contra los demonios como se recurre a un álbum de fotografías intactas. Aunque sería bueno pensar que el cine cubano puede estar oculto cerca, tan cerca como el Wakefield de Nathaniel Hawthorne, que se marchó del lado de su mujer asegurando que volvería a más tardar para la cena del viernes, fue a instalarse en un alquiler en la calle contigua y todos los días llegaba encubierto con una peluca roja hasta el frente de su casa, a la cual sólo decidió volver pasados veinte años y sin una sola explicación. Puede que, en efecto, nuestro cine haya estado todo este tiempo asomado ante los cristales de las salas de la calle 23, por qué no, y que cuando decida volver, intempestivamente, no dé una sola excusa, no hable de la situación del país, no hable de economía o emigración o centralismos institucionales, ni siquiera de la imposibilidad de  haberse agenciado una coartada ante cada uno de esos fenómenos. Que entre por donde le plazca pero sin romper los cristales del Yara bajo la promesa de un espectro. Que entre de rodillas, como si saliera de la madrugada, y levante a la gente de sus asientos cómodos y les haga desenfundar abrigos y chaquetas para que la sala quede sumida, cuando terminen los créditos, en un silencio duro como la escarcha.

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