Agua bendita

Desde aquel día histórico de marzo cuando Tampa Bay vino a La Habana y reunió en el Latino a un burujón de americanos (desde Obama hasta Derek Jeter y la gente de ESPN; desde la suegra del presidente hasta el inacabable Tony Clark, una legión de congresistas y los bien alimentados muchachos de la guardia personal del presidente…); ningún estadio cubano había vuelto a ser tomado por los gringos. La tarde del sábado estuvo a punto de suceder de nuevo en el Cepero de Ciego de Ávila.

A punto, digo, porque el agua se interpuso como un resucitado Pepe Antonio en la Guanabacoa del siglo XVIII. Los modernos ingleses –jóvenes, atléticos y, aunque la narración se empeñe en no admitirlo, ciento por ciento universitarios– habían desembarcado con ínfulas de conquistadores, y al cabo de seis innings de combate le estaban recetando la dosis humillante del juego perfecto al equipo de casa.

Entonces fue la lluvia…

Inesperadamente, fue la lluvia. Los organizadores habían supuesto que podríamos contar con la alianza implacable del sol, y que las dos de la tarde serían el punto de partida de la agonía estadounidense. Una vez consumidas par de horas de juego, según cálculos bien encaminados, el pellejo de los visitantes estaría en plena ebullición, y su resistencia física y concentración mental se vendrían abajo cual castillo de mantequilla al horno.

Pero la mantequilla no se derritió. En lugar de incinerarse, los norteños estuvieron playing in the rain –perdóname Gene Kelly– por buen rato, y ese invitado de último momento (eso sí no lo habían previsto los organizadores) terminó por aguarles de modo literal la fiesta en ciernes.

Sí, la fiesta, porque cerca estuvieron de asestarle a la gloriosa selección cubana el primer juego perfecto de su historia.Un total de dieciocho jugadores nacionales pasaron por home plate sin que ninguno anclara en la inicial, y parecía que la película del tope precedente regresaba como un fastidioso déjà vu.

Se la recuerdo: en el desafío inaugural de la porfía de 2015, tres lanzadores norteamericanos se juntaron para armar un ‘no hitter’. Ese encuentro concluyó 2×0, con Freddy Asiel Álvarez en modo perdedor.

De seguro, porque había sido la víctima central, Freddy Asiel era el que más tenía presente aquel capítulo. De seguro se dijo que “no, esto no va a pasar de nuevo”, y miró para el cielo y le rezó a todas las vírgenes para que alguna de ellas se compadeciera del equipo. Y es que, a decir verdad, el sábado en la tarde todo lucía minuciosamente preparado para reeditarse: Freddy estaba en el box, por los yanquis había abierto Tanner Houck otra vez, el score marchaba 1×0, Cuba iba sin hit…

Y sin hit significa sin gloria. Pero las vírgenes del cielo –que es el único sitio donde hay vírgenes– se apiadaron de Cuba, sus cariacontecidos peloteros, su mentor, y mandaron un aguacero fuerte, hondo, dilatado. Un peligro sí había: que el terreno quedara muy maltrecho, no se pudiera continuar el choque y el umpire decretara la derrota local por la vía del juego perfecto. Francisco Benítez: así se llamaba el principal.

Benítez, no lo dude, pasó uno de los peores ratos de su vida. Deben haberlo llamado hasta de la Cochinchina para dejarle claro que el encuentro seguiría aunque hubiera que jugar de madrugada, y Benítez aguantó como un hombre y le tuvo paciencia a la lluvia y al trabajo posterior de los encargados del mantenimiento del terreno. Tres horas después de detener el duelo, cuando volvió a decir “¡playball!”, el pobre árbitro sintió (supongo que sintió) una tranquilidad abrumadora.

Él, y sobre todo el manager Machado, cuya continuidad pendía de un hilo. Tras el agua, más fríos los brazos y menos enfocadas las cabezas, el pitcheo visitante dio una base que quebraba la posibilidad de perfección, y enseguida Urgellés le sonó un hit –adiós ‘no-no’–, y un wild pitch hizo polvo la lechada, y un imparable puso definitivamente a Cuba en punta.

3×1. Episodio cerrado con victoria cubana. Nunca el agua, ni siquiera a comienzos de mayo, ni siquiera en el viejo Macondo, fue tan benefactora.

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