La tarde del negro Bob

Robert Beamon

Esta tarde sopla un viento apacible en Ciudad México. Aunque se presagiaban lluvias fuertes, las nubes son escasas y distantes. A lo lejos, las plantaciones de algodón y maíz permanecen inmóviles; la cumbre del Popocatepetl duerme quieta. Junto a las llamas de un pebetero alto, la enseña de la nación ondea suavemente. Es el 18 de octubre de 1968. Son los Juegos Olímpicos.

A las 3 y 45 minutos de la tarde, varios atletas lidian en la final de salto largo, donde ahora se prepara un moreno con el número 254 en el dorsal… “¡Robert Beamon!”, anuncian por el audio.

Le vaticinan resultados discretos, sobre todo porque en la eliminatoria consiguió clasificar a duras penas. Negro esbelto, la delgadez parece poner coto a sus fuerzas, pero alguna razón habrá para que esté incluido entre las luminarias olímpicas norteñas.

Se acerca, lentamente, a la salida. Busca concentración mirando al cielo. Uno, dos, tres instantes, y a correr. Magnífico el sprint, perfecto el pisotón sobre la tabla: ya despega, cierra duro los puños, estira la cabeza, vuela… Su cuerpo ahora es un arco; los pies cortan el aire como dagas. Beamon parece un ave fabulosa.

Tras el contacto con la arcilla, una nube de polvo baña el aire, y hay alaridos, rostros asombrados, emoción… “Fantástico -musita el juez que mira por el tubo-. Hace falta una cinta adicional. Esta no alcanza”.

La plusmarca vigente es de 8 metros 35 centímetros: Ralph Boston e Igor Ter-Ovanesian son sus dueños, y ambos están como aturdidos. (“No me desconcertó que superara el récord, sino que lo despedazara fácilmente”, dirá Boston con posterioridad).

El registro va a aparecer en la pizarra… ¡¡¡Sensacional: 8,90!!! Beamon se agarra la cabeza, cae de rodillas, besa la pista de tartán. Alguien lo escucha dar gracias a Dios con la voz trémula. “Este atleta ha saltado al otro siglo”, repite sin cesar un periodista.

Beamon mira a las gradas y saluda. Beamon mira a las gradas, y sonríe. No hay jactancia en sus ojos ni en sus gestos: en este instante justo, es ajeno a las faltas de los hombres. Mientras la algarabía crece por segundo, Beamon –el dios del día- apenas se limita a gestos comedidos, casi tristes, casi como de armónica de blues.

Entonces llegan la invasión de nubes negras, y el baile del maíz en los maizales, y la bandera que enloquece histérica en el vendaval que mueve a Ciudad México, diminuto muñeco inocente en las manos de un gigante enardecido. Entonces Bob levanta la mirada. Entonces, cuentan que milagrosamente, llueve…

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