Béisbol cubano: una tradición centenaria

Pasión nacional durante más de una centuria, el béisbol remonta sus inicios en Cuba a la séptima década del siglo XIX, cuando, aún en su estado rústico, un pequeño grupo de practicantes tuvieron que soportar el rechazo de las autoridades coloniales y de los sectores más conservadores de la sociedad habanera, que en gesto despectivo llamaron “juego de pelota” al joven deporte que comenzaba a restar aficionados a sangrientas diversiones como las peleas de gallo y las corridas de toros.

Sin proponérselo, la llegada del béisbol expandió el ya ancho abismo entre cubanos y españoles, envueltos entonces en la primera guerra de independencia. Para los primeros, la novedosa práctica deportiva constituyó otro elemento para diferenciarse de las costumbres de la metrópolis, en tanto que para los españoles era algo lleno de términos imposibles de asimilar.

Doce años después de los inicios en Cuba del “juego extranjero”, Nemesio Guilló y Emilio Sabourín fundan el Club Habana y unos meses después del fin de la Guerra de los Diez Años, un grupo de antiguos estudiantes cubanos en Nueva York crean el Club Almendares, entre cuyos integrantes aparecerian un vasco y un asturiano, primeros extranjeros en practicar el béisbol en Cuba.

El Habana, identificado con el color rojo, fijó su plaza en la entonces remota zona del Vedado, muy cerca del mar y de la línea del tranvía, por esos tiempos tirados por mulos, en el área donde se asienta desde hace más de 70 años el hospital materno América Arias y lugar en el que se eleva un pequeño obelisco en honor de Emilio Sabourín,uno de los fundadores de la primera plaza beisbolera de Cuba.

Tan en serio se tomaron los habanistas la práctica del béisbol, que el 27 de diciembre de 1879 aceptaron el reto de una novena matancera y en los terrenos del Palmar de Junco, en las afueras de la ciudad yumurina escenificaron el que se considera el primer partido jugado en Cuba, ganado por los habaneros 23 corridas por siete.

Por su parte el Almendares, que adoptara de sus inicios la divisa azul, se radicó en la exclusiva zona del Cerro, más propio de la alcurnia de sus integrantes, poco habituados a la sesiones de entrenamiento, razón de sus constantes derrotas frente a sus rivales habanistas.

Con el paso del tiempo, la pelota, sobrenombre aceptado en toda la Isla, comenzó a ganar adeptos, quienes con sus hazañas deportivas llegaron a convertirse en pequeños héroes locales, muchas veces objeto del resentimiento de los elementos más agresivos del integrismo español, los cuales se agudizaron con el estallido del levantamiento independentista de 1895, al punto de que la práctica del béisbol fue prohibida por el gobierno colonial, que la consideraba un pretexto para reuniones conspirativas.

Ante la represión, muchos de los jugadores y directivos de los equipos habaneros empredieron el camino del exilio, al tanto que otros engrosaban las filas del naciente Ejército Libertador o partían desterrados a las prisiones coloniales en el norte de África. Entre estos últimos estuvo Emilio Sabourín que moriría en una prisión española y de quien el patriota Juan Gualberto Gómez, su compañero de cautiverio dijera: “amó tres cosas en la vida: Cuba, su familia y el béisbol”.

Trasladada la costumbre a Estados Unidos, trabajadores cubanos organizaron en Cayo Hueso una liga similar a la cubana, con los elencos Habana y Almendares, a los que se sumarían los carmelitas del Key West Browns, ganador del torneo de 1897-98, último de las lides cubanas escenificadas en tierras norteamericanas.

Poco antes de finalizada la guerra, un grupo de jóvenes tabaqueros e hijos de cubanos formaron el Club Cuba, destinado a recaudar fondos para la causa independentistas mediante la práctica del béisbol, pero como no podían jugar los domingos debido a prohibiciones religiosas de Estados Unidos, lo hacían los lunes a cambio de perder el jornal de un día y de entregar a la revolución los ingresos de la taquilla.

En 1901, Abel Linares, quien había sido secretario de la Sociedad Martí en Cayo Hueso, en unión al jugador Agustín Molina conformaron un elenco denominado All Cubans, en el que figuraron algunos de los legendarios pioneros del béisbol en la Isla, como Antonio María García, más conocido por El Inglés y el célebre lanzador Carlos “Bebé” Royer.

Ambos formarían una de las más asombrosas baterías de su tiempo, caracterizada por el desempeño deportivo del Inglés, al mucho calificarían como el mejor jugador de su época y por el potente brazo de Royer, precursor de los lanzadores de bola rápida, pero en tiempos en que los receptores dependían de una pequeña guantilla.

Esta primera incursión del béisbol cubano más allá de los límites de la Isla resultó un fracaso en el plano económico, pero tuvo el acierto de difundir la calidad alcanzada por los cubanos ante un público asombrado por la maestría de sus jugadores.

Respaldados a medias por sus respectivas organizaciones y libres de las presiones del profesionalismo, los jugadores cubanos no tuvieron la pelota como único medio de vida, ya que mientras uno lo hacían por placer, otros alternaban la práctica deportiva con empleos eventuales. Incluso los más sobresalientes jugadores participaban en apuestas con aficionados a partir de sus propias habilidades.

En 1911, el almendarista Armando Marsans se convertía en el primer cubano en ingresar en un equipo de las Grandes Ligas Norteamericanas, al firmar un contrato con los Rojos del Cincinnati y ubicarse como el segundo latinoamericano en hacerlo, ya que en 1902 el colombiano Luis Castro había intervenido en 41 partidos con los Atléticos de Filadelfia.

A la inclusión de Marsans siguio al año siguiente la del receptor Miguel Ángel González con los Bravos del Boston, primero entre los cubanos en superar el millar de partidos jugados y primer latino en dirigir una franquicia de Grandes Ligas, cuando en 1944 comandó de forma interina a los Cardenales de San Luis.

Durante años la segregación racial marginó a numerosas figuras cubanas y norteamericanas, las que quedaron restringidas a los clásicos nacionales o a las llamadas Ligas Negras. Jugadores de la calidad jamás llegaron a las exclusivas Grandes Ligas y sólo Martín Dihigo recibiría el tardío reconocimiento, al ser incluido entre los inmortales de Cooperstown en 1977.

Hasta 1947, año en que Jack Robinson rompiera la llamada “barrera de la raza”, el número de jugadores cubanos superó en cantidades considerables la presencia de mexicanos, puertorriqueños, venezolanos y dominicanos, por lo que la erradicación de la discriminación racial incrementó la presencia de cubanos en las Mayores, al punto de que a finales de los 50, el total de jugadores de la Isla era superior a la nómina completa de uno de los 16 equipos existentes en las Ligas Nacional y Americana.

La Liga Cubana de Béisbol, matizada por la histórica rivalidad entre Habana y Almendares, prosiguió su curso durante casi medio siglo, pero ahora en función de los equipos de las Grandes Ligas norteamericanas, las que encontraron en los torneos invernales de la Isla un campo de entrenamiento para sus talentos, al extremo de que en la alineación regular del Habana de los 50 llegaron a figurar sólo dos jugadores nativos.

Paralelamente, diversas ligas locales u organizadas por diferentes empresas o sectores desarrollaron diferentes eventos beisboleros bajo la condición de amateurs, aunque en realidad cobraban por representar a sus respectivas entidades. Algunos de estos jugadores, pertenecientes a los conjuntos, agrupados en la Asociación Atlética Amateurs, integraron las selecciones nacionales en eventos internacionales.

En certámenes amateurs Cuba ha cosechado antes y después de la erradicación del profesionalismo todos los títulos disputados entre los que se incluyen los torneos olímpicos de 1992 y 1996, más de una veintena de mundiales y casi todas las Copas del Mundo, al punto de clasificar como la nación con el mejor béisbol del mundo.

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