Cuando Antonio Pacheco habla…

A pesar de los improperios, a pesar de las bajezas históricas, no hay odio en la voz de Antonio Pacheco cuando habla de Cuba.

Antonio Pacheco. Foto: MLB.

¿Cuántos peloteros cubanos participaron en los Juegos Olímpicos como atleta y luego en función de director? ¿Cuántos peloteros cubanos lograron ganar al menos una medalla en los dos roles? Si lo desea, puede buscar en todos los rosters desde Barcelona 1992 hasta Beijing 2008, pero le advierto, solo encontrará un registro coincidente: Antonio Pacheco Massó.

Para los que no tienen claro de quién se trata, dejo algunas referencias: hablamos del único mortal en la historia de las Series Nacionales con 1200 carreras anotadas, 1300 impulsadas, 2300 jits y 700 extrabases; hablamos de uno de los dos tricampeones del patio como jugador y como manager (el otro es Alfonso Urquiola); hablamos del “Capitán de Capitanes”.

Tristemente, también hablamos de uno de los peloteros que, por obra y gracia de alguna mano mágica (o diabólica), ha sido multiplicado por cero en los libros del béisbol nacional, vetado para el Salón de la Fama de Cuba y ninguneado por los directivos de la provincia a la que se entregó en cuerpo y alma durante más de 30 años de carrera deportiva.

Esta es una ecuación macabra. Por muchas vueltas que le demos, no podríamos encontrar la forma de hacer encajar los éxitos y el liderazgo del pasado con el tratamiento y olvido forzoso del presente. Por muchas vueltas que le demos, no podríamos explicarles a los más jóvenes que uno de los mejores peloteros que ha parido esta Isla es obviado por la historia oficialista, a estas alturas repleta de ausentes.

¿Hizo algo Antonio Pacheco para ser condenado al ostracismo en su propia tierra? ¿Renegó de su Patria? ¿La ofendió? No, el único pecado del santiaguero fue emigrar, explorar nuevos horizontes y buscar la superación profesional, sin violar leyes, sin insultar, sin olvidar sus raíces y luego de dejar —válida la aclaración— un impresionante palmarés al servicio de su país.

Desde 1977, en un Mundial Infantil en México, Antonio Pacheco vistió orgulloso el traje de las cuatro letras y escribió una de las páginas más románticas del béisbol cubano: el niño que, sin levantar dos cuartas del piso, salió de Palma Soriano a representar a su nación, el niño que, cargado de sueños, creció, se esforzó, se superó y se transformó en una gloria nacional. Un ícono de generaciones y generaciones que, sin embargo, ha sido marginado por quienes deberían suman y no restar.

Piensen, cineastas, quizás encuentren ahí la base de un guion.

A pesar de los improperios, a pesar de las bajezas históricas, no hay odio en la voz de Antonio Pacheco cuando habla de Cuba. En casi ocho años desde que se fue a Norteamérica, ha dado muy pocas entrevistas, contadas con los dedos de una mano, y en ninguna ha mostrado rencor por el tratamiento que ha recibido.

Cuando Antonio Pacheco habla, nos recuerda que el respeto tiene que ser una filosofía de vida, la base de las relaciones humanas, la vía para sentarse a conversar y romper todas las barerras. Así lo dejó saber en su última aparición pública, conversando con otro emblema nacional, también incluido en la lamentable lista de innombrables: Orlando “El Duque” Hernández.

“Siempre y cuando seamos capaces de respetarnos, los cubanos podemos llevarnos bien, no importa lo que cada cual piense, no importa lo que cada cual diga, no importa dónde cada cual viva”, fue el mensaje del “Capitán de Capitanes”. Un mensaje de paz, conciliador, que deja muy mal parados a sus verdugos.

Cuando Antonio Pacheco habla, demuestra que su jonrón más espectacular no fue aquel que le dio a Pedro Luis Lazo en el Guillermón desbordado, sino el que conecta todos los días mientras recuerda y respeta a la afición que durante años coreó su nombre y confió plenamente en él.

Cuando Antonio Pacheco habla, deja claro que los cetros olímpicos fueron lo máximo, “unos títulos para toda la vida”, pero ni eso ni ningún otro trofeo o medalla, ni los récords, son comparables con la estima y el cariño eterno del fanático. “Eso es más importante que tener el sello en la pared o estar en el Salón de la Fama”, dice, y le creo.

Cuando Antonio Pacheco habla, nos recuerda el valor de la humildad como vía para intentar rescatar al béisbol cubano de las penumbras. No podemos pensar en grandes títulos o en la festinada idea de que “merecemos” un lugar en la élite solo por la historia que hemos vivido.

Nuestro mejor proyecto es salir a la calle, buscar a los niños que juegan con pomos plásticos y bates finos, buscar a los niños en las cuatro esquinas, buscar a quienes sientan algo por el béisbol y transmitirle la pasión del juego. En ese recorrido, quizás, encontremos al próximo Antonio Pacheco.

Cuando Antonio Pacheco habla, nos recuerda que es santiaguero de pura cepa. Esa tierra será su nicho hasta la eternidad, no importa que viva en Nueva York, Miami o la luna. “Amo esa provincia, amo esa ciudad, amo ese pueblo, siempre lo respeté. Ahí están mis raíces, gústele a quien le guste, da igual que pongan o no pongan mi número. Santiago siempre estará en mi corazón”.

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