La historia de Juan, espejo de la realidad beisbolera

Cuba está llena de personajes que han pasado más de la mitad de su vida en los estadios de béisbol. De alguna manera, las historias de los fanáticos confluyen en un mismo relato.

Estadio Latinoamericano. Foto: Ricardo López Hevia (Archivo).

Muy pocas personas conocen a Juan. Apenas un círculo estrecho de amistades puede dar fe de su existencia, y un perro que entra en estado de gracia desde que lo olfatea a varios metros de distancia. Su nombre es tan común como su vida misma y, pese a haber pasado “tras bambalinas” sus más de 80 primaveras, es un evangelio vivo en términos beisboleros, tan necesario para este deporte como esos grandes peloteros que ha vitoreado a lo largo de tantos años.

Juan vino al mundo el 29 de diciembre de 1938, justo cuando se cumplían 60 años de la inauguración de la Liga Profesional cubana, que para muchos historiadores fue el día en que se jugó el primer partido oficial de béisbol en la Isla. Para su padre, un mulato fornido que amaba el deporte de las bolas y los strikes y que ocho años más tarde sería uno de los cientos de hombres que trabajaría en la construcción del famoso estadio del Cerro, aquello fue un presagio en medio de la algarabía que provocó su alumbramiento.

Ese día, después de encenderle una vela a San Lázaro, su padre juró ante el altar casero que se arrastraría de rodillas varios metros antes del Santuario del Rincón si su pequeño se convertía en pelotero, cosa que jamás ocurrió.

Juan creció en un típico solar del Cerro, cerca del parque Manila, donde aprendió el juego en medio de los puñetazos y la guapería que reinaba en el barrio. Los más grandes lo llamaban a un “piten” cuando faltaba alguien y ese día, así mismo en harapos, descalzo y maloliente, se metía en la boca de los dioses beisboleros a vivir en un mundo paralelo, donde los problemas de la vida diaria se escondían debajo de las almohadillas inventadas.  

El béisbol es una religión en Cuba. Foto: Ricardo López Hevia.

Fue el 26 de octubre de 1946 cuando asistió por primera vez a un verdadero terreno de pelota, de la mano de sus padres. Nunca olvidó esa fecha. Según ha confesado en infinidad de ocasiones, fue el mejor regalo que tuvo en su vida.

Ese recuerdo lo guarda intacto en su mente como un tesoro único. Más de 30 mil personas estuvieron allí para ver un juego entre los Alacranes del Almendares y los Elefantes de Cienfuegos en la inauguración del Gran Estadio de la Cerro. Aunque él estuvo más de tres horas sin pronunciar palabra, estas no pararon de revolotear agitadas dentro de su pequeño cuerpo de ocho años.

Tiempo después, pudo saber con exactitud, por revistas y periódicos viejos, qué pasó en ese partido. Ahora puede recitar de memoria los nombres de los jugadores de ambos equipos, transcribir sin equivocarse el box score y contarles a los curiosos los detalles de algunas jugadas. En aquel momento, solo absorbió sensaciones, impactado por las pasiones que flotaban en el aire y por los increíbles colores que brillaban sobre la grama.

En los años 50 ya había aprendido el oficio de albañil y gastaba parte de su paga en publicaciones beisboleras y en constantes visitas al estadio, único lugar donde su personalidad se transformaba. A la señal de play ball, Juan dejaba de ser ese joven tímido y retraído y mezclaba su voz en el bullicio, gritándole a los jugadores o discutiendo estrategias con otros fanáticos desconocidos, inmerso en una excitación que lo subordinaba y lo obligaba a regresar una y otra vez a aquel santuario.

Cuando triunfó la Revolución cubana, en 1959, tenía 20 años. El 8 de enero fue uno de los que, amontonados en la avenida de Malecón, alabó a aquellos jóvenes barbudos que venían de la Sierra Maestra, como hizo muchas veces desde los graderíos del estadio, después de jugadas memorables o victorias épicas.

Casi nueve meses después, también salió a las calles a recibir, oculto en la multitud, a los Cuban Sugar King, equipo que venía a La Habana a discutir el título de la llamada “Pequeña Serie Mundial” contra los Minneapolis Millers. No sabemos cómo logró conseguir un boleto para aquel histórico juego final, donde se impusieron los Sugars gracias a un hit de “Pata chula” Morejón en el final de la novena entrada, pero asegura que estaba allí esa noche del 6 de octubre, y que vivió la primera de varias emociones apocalípticas que se repetirían años más tarde.

Juan puede ser cualquiera, en cualquier estadio de Cuba. Foto: Ricardo López Hevia.

Las tensiones del nuevo gobierno de la Isla con los Estados Unidos acrecentaron los rumores de la desaparición de la Liga Profesional. En la temporada de 1960-1961, se jugó por primera vez sin la presencia de peloteros extranjeros y eso, más la derrota de los Almendares en el juego final contra el Cienfuegos, golpeó a Juan.

La suspensión de la Liga del Caribe en La Habana y, un año después, la eliminación definitiva del campeonato cubano, lo hicieron caer en una profunda depresión, al no encontrar cómo canalizar sus pasiones beisboleras.

Una nueva era comenzó en enero de 1962, con la llamada Serie Nacional y la ausencia de jugadores profesionales en Cuba. Juan fue el día de la inauguración al Gran Estadio del Cerro, empujado por la inercia de sus viejas pasiones. Se sorprendió al ver a los aficionados colmando los graderíos. Muchas caras nuevas en las tribunas y en el campo, dos equipos, llamados Azucareros y Orientales, plagados de peloteros desconocidos que venían de las ligas amateurs.

Parecía demasiado para él, acostumbrado a las estrellas que admiró desde niño y a sus queridos Almendares. Sin embargo, desde que la primera esférica dejó escapar un sonido hueco al hundirse en la mascota del receptor, su cuerpo se alumbró como un arbolito de Navidad y revivió la grandeza de este deporte.

Han pasado muchos años desde entonces. Juan no tuvo suerte en el amor: varias relaciones a través del tiempo no soportaron los embates de sus continuas escapadas al Coloso, de sus discusiones beisboleras en el parque, o de su activa militancia en las Peñas Deportivas. No tuvo herederos de sangre, para transmitirles la excitación y la fiebre que produce este juego de pelota, pero aun así —lo ha confesado varias veces— no cambiaría esa vida por ninguna otra.

La pasión por los colores. Foto: Ricardo López Hevia.

A sus 82 años, todavía vive en el mismo típico solar del Cerro, cerca del parque Manila. Su perro, “Blue”, es el único que lo extraña cuando sale a hacer algunos trabajos de albañilería cerca del barrio o asiste al estadio para ver a sus Industriales, el equipo que aprendió a amar desde que el mítico Ramón Carneado lo llevó a lo más alto del podio por cuatro temporadas consecutivas, desde aquella campaña de 1963.

Juan se deja hojear como un libro viejo, para que los más jóvenes conozcan la historia de primera mano. Se enorgullece de ser uno de los obreros que trabajó en la remodelación del hoy llamado Estadio Latinoamericano, allá por el año 1971, y de estar presente en la mayoría de los grandes momentos que ha tenido el béisbol cubano y, en especial, sus gloriosos azules, con su docena de campeonatos ganados.

También ha sufrido como nadie y se lamenta por las ausencias, la emigración constante de las estrellas a otros mundos desconocidos a los que no tiene acceso, el silencio de los medios, y la debacle que ha sufrido en los últimos tiempos el equipo nacional en las arenas internacionales. Sin embargo, bien aprendió aquella noche de enero de 1962 que los peloteros en este país se dan en los campos como la mala yerba y que el béisbol es un deporte que en esta Isla jamás caerá en el basurero de la historia… a pesar de todo.

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