Yonder Alonso: “¿Quién no quiere ponerse el uniforme de su país?”

Yonder Alonso. Foto: Christian Petersen / Getty Images.

Yonder Alonso. Foto: Christian Petersen / Getty Images.

Con siete temporadas de Grandes Ligas a la espalda y algunos millones en la cuenta bancaria, Yonder Alonso conserva la naturalidad de quienes no se toman nunca la Coca Cola del olvido. Ni siquiera su acento delata que lleva casi dos décadas fuera de la Cuba que lo vio nacer a principios de abril del año 87 en Centro Habana.

Me habían dicho que estaba de visita con su amigo Danny Valencia, otro bigleaguer. Que los podría encontrar en el Parque John Lennon, reunidos con la gente de la Peña MLB. Yo, que apenas conocía a Alonso por unas pocas fotos y videos, pensé encontrarme allá con un pichón de americano, el clásico grandulón de frases cortas y sonrisa montada para escena. Estaba equivocado.

Foto: Katheryne Felipe.
Foto: Katheryn Felipe.

Lo que vi pulverizó el estereotipo. Lo que vi fue a un cubano cualquiera sentado en un peldaño de cemento, con chancletas y short, la cerveza en una mano y el Ilde verdeamarillo de Orula en la otra, rodeado por una multitud que lo ametrallaba con preguntas y reclamaba autógrafos y fotos. Él, en medio, solo reía y contestaba.

Yonder Alonso habla con gestos muy marcados que a ratos podrían conectarlo con el rap, aunque el suyo sería el caso de un rapero sui generis que no alza la voz ni se deleita en la vulgaridad. Dice “coño”, a veces dice “asere”, pero siempre con una soltura que frisa en lo infantil. Parece un niño corpulento de seis pies.

Foto: Katheryne Felipe.
Foto: Katheryn Felipe.

Ha venido a La Habana que dejó cuando tenía diez años. Además de Valencia, lo acompaña su esposa, una gringa exuberante. Ahora mismo da la impresión de ser un tipo muy feliz, más allá de la ayuda generosa de la Heineken. Habla sin tregua, aunque jamás pierde el sentido ético que tipifica las declaraciones de los MLB Players. “Ustedes son mi gente”, se le escucha decir entre el barullo de los enfebrecidos peñistas.

Foto: Katheryne Felipe.
Foto: Katheryn Felipe.

Los apuntes que siguen resumen la improvisada rueda de prensa que me (nos) regaló en una tarde-noche de este diciembre de 2016:

Yo nunca jugué en Cuba. Mi papá estuvo con los Metros, y me crié entre el Pontón y la Ciudad Deportiva. Pero me fui siendo un niño, así que debí hacerme pelotero en Estados Unidos. No puedo olvidar que cuando yo tenía 17 o 18 años, Alex Rodríguez vio mi talento y me ayudó mucho con una serie de consejos.

Para que llegues a Grandes Ligas tienen que decir que sí un montón de gente. En mi caso, yo estaba jugando Triple A en Detroit y me quitaron en el segundo inning de un juego. Me molesté muchísimo con el manager, me fui para el clubhouse, y al rato me llamaron a una oficina y me dijeron: «Mañana te vas a poner un uniforme de las Mayores». Ahí mismo empecé a llorar, llamé a mi papá y le conté, y me pasé el mes entero en una nube.

Mi primer jonrón se lo di en 2011 a Carlos Zambrano, entre left y center. Y en mi primera campaña con San Diego rompí el récord de dobles del equipo para una temporada de novato, que era de Tony Gwynn. Enseguida me quitaron el uniforme, incluyendo casco, bate y guantillas, y los metieron en una vitrina. Así de meticulosos son los americanos para el béisbol.

Ya llevo siete temporadas allá arriba. El average de permanencia de un americano es de dos años y medio, y el de los latinos es menor aún. Es muy difícil mantenerse. Por eso cuando uno ve lo que hicieron el Duque, Liván, Arocha, se dice «Coño, estos tipos de verdad fueron buenísimos para llegar a hacer carrera en esta liga». Ahora nos toca a los cubanos que estamos seguir sus pasos, y espero que dentro de diez años seamos muchísimos más.

El pitcher más complicado que hay en Grandes Ligas es [Aroldis] Chapman. Por un tiempo vivimos juntos y yo sé que no me va a dar un bolazo en las costillas, pero de todas maneras son 105 millas por hora. Por ejemplo, [Clayton] Kershaw es un tremendo lanzador, con una buena recta y una curva grande, pero él es un tigre y Chapman, un león.

Con [José] Fernández tuve una relación bonita. Sabíamos que la pelota era importante pero no era la vida. Por eso antes de cada juego él se tocaba la gorra para saludarme y yo le respondía con el mismo gesto. Le daba mis líneas, me metía mis poncha’os, durante el partido era la guerra, pero luego todo volvía a su lugar.

Tengo a mi favor que siempre estoy listo para los nueve innings, pego bastantes dobles, logro buenos porcentajes de embasado, destaco con el guante, pero además ayudo en las cosas que pasan antes de los juegos, las que no se ven en los estadios. Soy bilingüe, y soy del tipo de persona que trae lo mejor de los otros al terreno. El béisbol son muchas pequeñas cosas, detalles chiquiticos que a veces la gente pasa por alto.

Actualmente la tecnología está muy metida en el juego, y en el mismo medio del partido te ponen un iPad con toda la información posible del lanzador rival. Pero yo no soy muy propenso a aferrarme a eso, prefiero seguir el juego por mí y no ser un robot de lo que me dice la máquina. Respeto eso, me ha ayudado, pero no me ciego, tengo una línea muy fina con eso, porque es muy fácil estar todo el juego con camaritas y computadoras sacando imágenes y por cientos, pero muy complicado ser el tipo al que le parten el bate con una recta a 96 millas.

Juego casi 200 juegos al año, contando la preparación. Y por ejemplo, en Spring Training lo habitual es levantarme a las 4:30 de la mañana, voy para el parque, hago pesas, tomo el desayuno allí mismo a las 6:30, a las 7:00 hago práctica de bateo, hay mítin a las 8:30, de 9:00 a 11:00 hay prácticas, de 11:30 a 12:00 un almuerzo ligero, y a la 1:00 de la tarde hay juego. Luego, alrededor de las 4:30 una sesión de masajes y tonificación de los músculos, y solo entonces tengo un pequeño tiempo para mi esposa y mi hijo. Eso, durante veintiocho días. En temporada regular me despierto más tarde, como a las 9, me ponen agujas, hago estiramientos, voy para el terreno, me visto con el uniforme para trabajar de 12:30 a 2:00; me pongo otro para ir a una práctica adicional de 2:30 a 4:00. Entonces me baño, me pongo un nuevo traje y salgo para la práctica de bateo, que termina como a las 5:30. Me vuelvo a bañar, como algo y salgo para el campo a las 6:15; me alisto, voy a las 6:45 para la jaula de bateo, y al ratico regreso al terreno para empezar el juego.

Lo peor para un pelotero es lo que viene después de los juegos. A veces tiene que viajar 500 millas. Y en las otras, aunque no haya que trasladarse, tiene que seguir preparándose, porque hay mucha gente empujando detrás para llegar y anhelando el puesto de uno. Y estos son los frijoles y hay que defenderlos. Por eso allá no hace falta que los entrenadores se metan en tu vida privada. Yo tengo unas cuatro horas al día para darle a mi casa y debo saber qué lo que es mejor para mí, porque esto es un trabajo, uno es un profesional, y si no hago bien lo que se me pide, van a encontrar a otro que pueda hacerlo.

Cuando termine en la pelota quisiera seguir vinculado a ella para ayudar a los demás. Ser pelotero es lo único que sé. Cuando llegué de Cuba, mi papá y mi mamá trabajaron muchísimo, limpiaron muchas oficinas y muchas casas y me decían «Esto es para tu educación y lo que tú quieras hacer en tu vida». Y aquí estoy, haciendo lo mío. Porque muchas personas no entienden lo difícil que se le hace a un latino abrirse paso; yo mismo sufrí muchos golpes a pesar de dominar el inglés y haber recibido educación en Estados Unidos. Porque en la pelota hay muchas cosas que para entenderlas hay que estar adentro. Si no, no tienes idea de lo difícil que es estar 12 horas en una guagua durante 6 meses, prepararte y tener que darle dos líneas a un tipo que está tirando truenos para home. Sí, los pitchers de allá tiran chícharos. Y todos trabajan duro con el control y el repertorio, porque tienen hijos y quieren una casa grande como la quiero yo también. Ah, y a pesar de todo eso, cuidadito con batear .200, que ahí mismo terminaste.

Yo quisiera jugar para Cuba en el Clásico Mundial. No me importa que me lo paguen, ni dónde se queda el trofeo; lo que me importa es poder jugar para mi país porque sé que el pueblo lo va a disfrutar tanto como yo. A lo mejor ni siquiera pudiera jugar de regular; soy realista y sé que hay un [José Dariel] Abreu, un Kendrys [Morales]…, gente con mejores estadísticas que uno. Pero me contentaría con formar parte de ese grupo.

Los cubanos que estamos allá armamos un club especial. Nada más que uno aterriza, los demás enseguida lo estamos llamando: «¿Qué volá?» Es un vínculo muy fuerte, nos la pasamos ayudándonos, aconsejándonos. Y estamos al 120 por ciento dispuestos a jugar por la camiseta cubana. Si a mí me dijeran de jugar acá estoy listo para lo que sea, como si hay que pagar por todo el equipo, el asunto es jugar. ¿Quién no se quisiera poner el uniforme de su país?

Cuba siempre va a dar grandes peloteros. Lo que pasa es que tiene que mejorar. Yo veo a muchos jugadores cubanos allá que les ves condiciones, pero les falta completar el trabajo que te convierte en un profesional verdadero. A mí me gustaría muchísimo poder cooperar con los peloteros de aquí porque son mis compatriotas. Mi esposa es americana pero yo soy cubano, de Centro Habana. No fui a la ESPA ni jugué Series Nacionales, no me vestí de Metros ni de Industriales, pero soy y seré siempre cubano.

Salir de la versión móvil